Escalas, cadenas y árboles (y III)

Si la metáfora de la evolución es la de un arbusto ramificado, cuyas ramas divergen de forma más y más compleja a lo largo del tiempo, ¿por qué se ha popularizado tanto la escala lineal de progreso? Como vimos en la primera entrada de esta serie, el icono de la evolución humana es una procesión de criaturas que marchan en fila india, como si anduvieran camino de la perfección.

Esto ha sucedido porque nuestra especie, Homo sapiens, es la única superviviente (que sepamos) de un linaje que fue muy diverso en el pasado. Hoy, qué se le va a hacer, sólo quedamos nosotros. Y hasta hace unas décadas, los fósiles de nuestros ancestros eran más bien escasos. Por cierto, algo parecido ocurre con la evolución de animales que nos son familiares, como el caballo.

Con  una sencilla ilustración nos explicaremos mejor. Observa, amigo internauta:

cla1En este esquema representamos la historia evolutiva de unos organismos cualesquiera. A partir de un antepasado común, situado en la base, a lo largo del tiempo fueron apareciendo y extinguiéndose numerosas especies. De ellas, sólo una sobrevive en la actualidad (F). Los paleontólogos, por desgracia, a duras penas han logrado desenterrar unos pocos fósiles de tan frondoso árbol (de mayor a menor antigüedad: A, B, C, D, E). Obsérvese que pertenecen a ramas distintas del árbol. Su relación es la de parientes más o menos lejanos, no de padres e hijos.

Claro, con tan pocas especies, es muy difícil, si no imposible, deducir la forma del árbol evolutivo. Y aquí, para intentar disimular nuestra ignorancia, recurrimos, sin quererlo, a ideas que nada tienen de darwinianas. La Scala naturae, la gran cadena de los seres (véase la entrada anterior), yace agazapada en nuestra cultura, condicionando nuestra manera de entender el mundo. Además, tenemos la atractiva teoría lamarckiana de la evolución como progreso hacia la complejidad. La tentación es demasiada: ordenamos esos pocos fósiles en una cadena que enlaza los más antiguos con los más modernos, de simples a complejos, de «menos evolucionados» a «más evolucionados», y así hasta la actualidad:

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De este modo (¡ta-chan!) ilustramos la evolución como una suerte de camino inevitable que lleva al triunfo de la especie F cuando, en realidad, sucedió algo muy distinto. La especie F es la única superviviente de un complicado árbol genealógico, pero no necesariamente porque fuera la mejor. Quizá tuvo suerte, simplemente. Un meteorito que cae y se cepilla a la competencia, un oportuno cambio climático…

Eso ha pasado con la evolución del ser humano. Cuando disponíamos de pocos fósiles, quedaba muy elegante disponerlos en plan: «Fulano engendró a Mengano que engendró a Zutano que…» Así, de Ardipithecus se originó Australopithecus, del cual procedía Homo habilis, de éste H. erectus y de éste H. sapiens. Se admitía, eso sí, alguna rama lateral que se extinguió sin descendencia, como los «hombres cascanueces» (Paranthropus spp.) o los neandertales, pero la imagen del desfile triunfal que iba de los ardipitecos hasta nosotros se mantenía.

Hoy, por suerte, sabemos mucho más. Las nuevas generaciones de paleontólogos han aprendido dónde buscar, y cada año se descubren nuevos fósiles de homínidos que nos muestran lo simplista que era la visión que acabamos de comentar. El arbusto se nos está empezando a desvelar en toda su gloria,  diabólicamente retorcido a la vez que maravillosamente interesante. A Darwin le habría encantado. 🙂

En cualquier caso, la idea de una evolución lineal y finalista sigue viva en la sociedad, y es probablemente la que más influye sobre comunicadores, escritores y otros artistas. Pero eso ya lo discutiremos en otra ocasión, amigo internauta.

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