Como vimos en anteriores entradas, las vacunas son la forma más segura de adquirir inmunidad de rebaño frente a las enfermedades víricas. Combinadas con medidas de higiene y sentido común, son el arma más poderosa para defendernos del dichoso coronavirus. Ya estamos empezando a notar sus efectos; por ejemplo, en la caída de la mortandad en las residencias de ancianos. Claro, siempre habrá algún riesgo, y es difícil que la efectividad sea del 100 %, pero es lo mejor que tenemos. Y si alguien piensa que las vacunas son algo diabólico, ya habrá comprobado lo que significa vivir en un mundo en el que falta UNA vacuna.
La investigación sobre las vacunas ha progresado de manera increíble en los últimos años. Como siempre, una catástrofe como la de la covid-19 es el estímulo necesario para que los gobiernos inviertan en Ciencia. Los últimos avances superan los sueños de los autores de ciencia ficción. Las nuevas generaciones de vacunas son un magnífico ejemplo de hasta dónde puede llegar el ingenio humano. Pero antes de echarles un vistazo, no estará mal saber lo que ocurre en nuestro cuerpo cuando nos vacunan. Y no, no es que nos metan un microchip para que Bill Gates, la CIA y los kzinti controlen nuestras mentes. 🙂 En cambio, es mucho más interesante.
Revisemos cómo funcionan nuestras defensas. Es difícil explicarlo mejor que en aquella mítica serie de Érase una vez el cuerpo humano, pero lo intentaremos. 🙂
Cualquier cosa que haga reaccionar a nuestro sistema inmunitario se denomina antígeno. Por ejemplo, algunas moléculas de los virus. Supongamos que unos cuantos virus se nos cuelan dentro del cuerpo. ¿Qué ocurre a continuación?
Todo empieza con las CPA, las células presentadoras de antígenos (ACP, en inglés). Las CPA se comen cualquier antígeno que encuentran, lo procesan y se lo entregan, poco menos que envuelto en un lacito rosa, a otras células: los linfocitos T auxiliares. Estos estudian el regalo, se lo piensan y a continuación provocarán diversas respuestas inmunitarias.
Por un lado, harán que otras células, los linfocitos B, produzcan anticuerpos. Los anticuerpos son unas moléculas, las inmunoglobulinas, que reconocerán específicamente a esos antígenos y se unirán a ellos como lapas. O mejor dicho, con la precisión de una llave y una cerradura. Cada anticuerpo reconocerá a su antígeno, y sólo a él. En el caso del virus, los anticuerpos bloquearán sus puntos de unión a las células y, además, lo marcarán como con un letrero para que otras células lo liquiden sin piedad.
Los linfocitos T auxiliares no se quedan ahí. También activarán a los linfocitos T citotóxicos, también llamados asesinos. Estos identificarán a las pobres células que ya hayan sido infectadas por los virus y las destruirán. Lo sentimos, chicas, pero os sacrificamos para salvar al resto. Se os honrará y recordará, pero sayonara, baby.
Luego llegarán otras células, los macrófagos, unos auténticos basureros, y se comerán los restos: virus con anticuerpos, células difuntas, etc.
Además, hay linfocitos B y T con una memoria de elefante, que pueden recordar los antígenos del virus durante mucho tiempo: meses, años, toda una vida… La próxima vez que llegue el virus, entrarán en acción.
Pero hay un problema: ¿y si el virus es más rápido que el sistema inmunitario? Puede enfermarnos, matarnos o dejarnos con graves secuelas antes de que se haya desarrollado la respuesta inmune. Para evitarlo se inventaron las vacunas.
Las vacunas son preventivas. Ponen en alerta nuestras defensas para que, cuando nos ataque el bicho, se encuentre con que lo están esperando, alerta y armadas hasta los dientes. Básicamente, las vacunas proporcionan al organismo antígenos del virus. Por supuesto, dichos antígenos han de ser inofensivos (virus atenuados, partes de ellos…). Así, las CPA no sufrirán daño, habrá tiempo de formar anticuerpos y, sobre todo, de crear linfocitos con memoria. No dejarán que el virus se multiplique a lo bestia en nuestro cuerpo.
Las vacunas clásicas utilizan virus atenuados o inactivados para tal menester. Son las más simples y bastante fiables, pero requieren producir un montón enorme de virus pochos para suministrárselos a la población, obviamente. Un ejemplo contra la Covid-19 es el de las vacunas de Sinopharm.
Esto es lo tradicional. Sin embargo, la Ciencia progresa, y nos permite hacer cosas impensables décadas atrás. Por ejemplo, las vacunas podrían llevar, en vez de virus atenuados, sólo las proteínas que provocan la respuesta inmune, o bien semivirus que imitan la estructura de los virus, pero sin material genético. Desgraciadamente son caras y difíciles de fabricar, por el momento.
No obstante, hay otra posibilidad. En vez de inyectarnos esos virus atenuados, ¿qué tal si logramos que nuestro propio cuerpo fabrique los antígenos del virus para activar la respuesta inmune? Para ello tenemos que enseñar a nuestras células a que produzcan pedacitos (inofensivos) del virus. Y es complicado porque, de por sí, las células no suelen hacer esas cosas.
Hay dos principales estrategias para lograrlo, y ambas parecen de ciencia ficción, pero funcionan. No obstante, una de ellas ocasionalmente provoca efectos secundarios y causa alarma social. Lo veremos en la segunda parte de la entrada. Y hablaremos algo de ciencia ficción, claro. 🙂