Con motivo del vigesimosexto aniversario del Sitio de Ciencia-Ficción, nos han publicado un breve artículo en el que reflexionamos sobre las utopías. Pueden clicar AQUÍ para disfrutarlo. 🙂
Reflexión
Invertebrados y dicotomías
Ahora que se aproximan las entrañables fechas navideñas (aunque, a juzgar por la decoración en tiendas y supermercados, la Navidad empezó justo después del Día de Todos los Santos), vamos con una entrada más ligera, a modo de reflexión ociosa. 😉
A los seres humanos nos encanta tener las cosas claras y no complicarnos la vida. Por eso, a la hora de clasificar lo que sea, preferimos las dicotomías: dividirlo en dos partes. Nos ayuda a tomar decisiones, aunque por el camino se pierden las sutilezas. Así, clasificamos lo que nos rodea como bueno o malo, rojo o facha, animal o vegetal, correcto o incorrecto, nosotros o ellos… Nada de medias tintas; encasillar algo o alguien en una de dos opciones, sin más, ahorra pensar (e incluso cuestionarse las propias creencias).
La dicotomía principal, que en gran medida condiciona nuestras vidas, es la de «nosotros o ellos». Por supuesto, «nosotros» es un grupo bien delimitado, perfectamente definido, nítido. Y todo lo que no encaje ahí se convierte en «ellos». Hasta cierto punto, esta forma de pensar no debería sorprendernos. Es probable que la heredásemos de nuestros lejanos ancestros, animales sociales que vivían en grupos pequeños, cohesionados, lo que para ellos suponía el mundo familiar, conocido. Todo aquello ajeno al grupo podía ser peligroso o, como mínimo, extraño.
El problema es que otorgamos exactamente la misma categoría a «nosotros» que a «ellos», lo cual implica un fallo garrafal. Lo único que «ellos» tienen en común es no ser «nosotros». En realidad, son muchos más y enormemente diversos. La dicotomía resulta inadecuada.
La Ciencia no es ajena a este problema. Por ejemplo, durante siglos se dividió a los seres vivos en animales o plantas. Mientras que un animal es algo bien definido, dentro de las plantas se incluía a todo aquello que no fuera animal. Por eso, los botánicos acabamos estudiando organismos de lo más diverso y escasamente emparentados entre sí (plantas verdaderas, pero también hongos, algas, ciertas bacterias…).
Esta dicotomía se abandonó hace décadas, pero a los libros de texto, siempre a remolque del progreso científico, les costó mucho tiempo reconocerlo. Hoy, en nuestros institutos se enseña el sistema de 5 reinos de Whittaker… que fue propuesto en 1969, hace más de medio siglo, y ya está desfasado. 😦
Una dicotomía inapropiada que sigue muy presente en los libros de texto es la de dividir a los animales en vertebrados e invertebrados. Queda claro lo que es un vertebrado, pues nosotros también lo somos: un animal metamérico con simetría bilateral, esqueleto interno, etc. Entonces, ¿qué es un invertebrado? Pues todo aquello que no es vertebrado, claro. O sea, otra vez la dicotomía de «nosotros» frente a «ellos»: otorgar la misma categoría a un grupo pequeño y bien definido frente a otro inmenso y diverso, cuyo único nexo común es la no pertenencia al primero.
Resulta injusto poner al mismo nivel a vertebrados e invertebrados. De hecho, los biólogos clasificamos a los animales en filos (phylum; plural: phyla) o tipos. Cada uno responde a una organización corporal distinta. Hay unos 31, según autores. Bien, ¿cuántos de ellos ocupan los vertebrados? Pues solo uno. Y ni siquiera eso; en realidad, los vertebrados son un subfilo dentro del filo de los cordados.
Los invertebrados ocupan los 30 filos restantes (y parte del de los cordados). En ellos encontramos animales tan distintos como un pulpo, una mariposa, un coral, una lombriz, un erizo de mar, una esponja… Lo único que tienen en común es el hecho de no poseer cuerpos vertebrados, pero son inmensamente diferentes. Cada filo es un mundo.
Así, si seguimos dividiendo el mundo animal en vertebrados e invertebrados, los alumnos quizá no capten la gran biodiversidad que existe en nuestro planeta. Claro, es muy difícil desterrar todas estas dicotomías, que forman parte de nuestro acervo cultural desde hace milenios. Por otro lado, enseñar a unos alumnos de primaria o secundaria tantos filos puede ser una pesadilla docente. En fin, nadie dijo que ser maestro fuera fácil… 😉
Bueno, amigo lector, esperamos que estas reflexiones prenavideñas no te hayan resultado prolijas o indigestas. Te deseamos unas felices fiestas, que sobrevivas a las cenas con la familia y que no perezcas por un atracón de polvorones y otras exquisiteces. 🙂
Ciencia e ideologías se llevan mal
Es muy humano creer que somos el centro del cosmos, que cuanto nos rodea debe amoldarse a nuestras expectativas y que todo tiene un propósito último. Por desgracia, conforme aumenta nuestro conocimiento del universo descubrimos que la Tierra es apenas una mota de polvo imperceptible perdida en una de tantas y tantas galaxias. Vivimos en un universo enorme e indiferente, que seguirá funcionando exactamente igual cuando hayamos desaparecido. Sin embargo, nos cuesta resignarnos. Igual que un niño pequeño cuando se niega a ver o escuchar algo que le incomoda, pretendemos que la naturaleza se ajuste a nuestros deseos.
Puesto que la Ciencia es, sin duda, la mejor herramienta a nuestra disposición para averiguar cómo funcionan las cosas, nos enfadamos cuando no nos da las respuestas que queremos. Con tal de no admitir que podemos estar equivocados, tratamos de hacer pasar por Ciencia algo que no lo es, siempre que sirva para confirmar nuestros más arraigados prejuicios. O, en el peor de los casos, mandamos callar a los científicos, esos aguafiestas, para que los malditos datos no dañen nuestros preciosos sentimientos.
Cualquier historiador de la Ciencia podrá citar ejemplos de pseudociencias que fueron adoptadas por líderes políticos o religiosos para justificar sus creencias. Hay casos a lo largo y ancho del espectro ideológico, tanto a babor como a estribor. Algunos son cómicos o simplemente chocantes, mientras que otros han provocado la muerte de millones de personas, desastres ecológicos, miseria y dolor…
Entre lo pintoresco, rozando lo estrambótico, pensemos en ciertos ecopacifistas veganos estrictos que se niegan a aceptar la existencia de animales carnívoros. Mejor dicho, piensan que se trata de algo anormal que debería corregirse, bien sea exterminando a los sanguinarios e insolidarios depredadores, o bien cambiándoles la dieta (mediante Ingeniería Genética o por las bravas). Esta famosa escena de Futurama lo describe a la perfección: 🙂
Por desgracia, otros casos no tienen nada de cómico. Véase el ejemplo del negacionismo por parte de la extrema derecha frente al hecho de que las temperaturas están subiendo año tras año en nuestro planeta. Tenemos que adaptarnos al cambio climático y aprender a convivir con él, pero si ciertos líderes lo niegan y dejan de tomar medidas ahora que aún estamos a tiempo, pues mal vamos…
El siglo XX nos proporciona ejemplos palmarios de doctrinas pseudocientíficas que se hicieron pasar por científicas. Sin ir más lejos, pensemos en lo que ocurrió con la Ciencia alemana durante el nazismo, cuando se negaron a aceptar la teoría de la relatividad y otros aspectos de la nueva Física por el hecho de que Einstein fuera judío. Y de lo que hicieron con la Biología y su uso torticero de la teoría de la evolución, o de la «Cosmología aria», mejor no hablar. Recomendamos la lectura del libro de Eslava Galán Enciclopedia nazi contada para escépticos, tan divertido como triste y desolador a la vez, donde todo esto se explica bastante mejor de lo que podríamos hacerlo aquí.
En esta entrada vamos a centrarnos en uno de los casos de pseudociencia (o de sumisión de la Ciencia a la política, según se mire) que más daño y muertes han causado: el lysenkoísmo. Es ideal para mostrarnos lo que ocurre cuando pretendemos que la naturaleza se ajuste a una ideología concreta. Es algo que todos los biólogos tenemos (o deberíamos tener) siempre presente.
Retrocedamos a la primera mitad del siglo XX, y ubiquémonos en la Unión Soviética en tiempos de Stalin. Después de la Revolución, la agricultura soviética no pasaba por sus mejores momentos. Se había primado a la industria frente al campo, y entre colectivizaciones agrarias forzosas, purgas de kulaks y decisiones poco acertadas, las cosechas iban de capa caída. En cuanto a los campesinos, afirmar que andaban desmotivados sería quedarse cortos. De hecho, muchos preferían que la cosecha se perdiera a entregársela al Gobierno. Para hacerse una idea de cómo se había llegado a aquella situación, volvemos a recomendar otra obra de Eslava Galán, tan amena como sobrecogedora: La revolución rusa contada para escépticos.
En medio de ese panorama desolador apareció la persona menos indicada para arreglarlo: un ingeniero agrónomo llamado Trofim Lysenko (1898-1976). Estuvo en el momento y lugar precisos, y se las apañó para obtener el máximo beneficio personal. Con el respaldo de Stalin, se convirtió en el amo y señor de la Biología y la Agronomía soviéticas. Y pasó lo que tenía que pasar. 😦
Lysenko dijo a las autoridades soviéticas justo lo que querían y necesitaban oír. Un científico «del pueblo», no uno de esos estirados académicos que hacían experimentos en sus laboratorios, había descubierto el modo de mejorar las cosechas, de hacer crecer las plantas en épocas que normalmente no lo hacían, anunciando un futuro más que próspero para la Humanidad (y gloria para la URSS, claro). Además, sus supuestos «descubrimientos» se publicaban en medios populares, no en revistas científicas con revisión por pares y todo eso. Y por si faltaba algo, sus teorías se adaptaban a la visión marxista (o a lo que entendían por marxismo) en la URSS. Pero vayamos por partes…
Sin entrar en detalles para no cansarte, amigo lector, Lysenko se dedicó a someter a diversas variedades de trigo (y otras plantas) a cruzamientos varios, y luego a someterlas a tratamientos de frío (que él denominaba vernalización), humedad… Así, pretendía obtener más y mejores cosechas por año, sembrando los cultivos incluso en épocas que no eran las idóneas. Sin entrar a discutir las bondades de la vernalización, que algunas tiene, el problema era que Lysenko creía que esas modificaciones, esas «mejoras» eran heredables. Sus teorías sobre la herencia de los caracteres adquiridos recordaban al lamarckismo, así como a los trabajos de Iván Michurin (1855-1935), otro autodidacta que renegaba de las teorías de Mendel y los genetistas.
Puede afirmarse que se juntó el hambre con las ganas de comer. Lysenko, que no andaba muy fuerte en Matemáticas, despreciaba la teoría de los genes como transmisores de la herencia. Las teorías de Lysenko, además, casaban perfectamente con la ideología soviética. Los genes no importaban; en cambio, el ambiente lo era todo. Las plantas podían ser modificadas manipulándolas, igual que los hombres podían ser educados en el comunismo, y esos cambios se transmitirían a su descendencia. Todo muy bonito, muy épico.
Por supuesto, Lysenko no aceptaba crítica alguna. Pobre del que le llevara la contraria; con el apoyo de Stalin se convirtió en el peor de los déspotas. Las ideas de Mendel, de los genetistas, incluso el darwinismo, fueron tildados de idealistas, de pseudociencia burguesa, de ideología contrarrevolucionaria. Muchos científicos soviéticos que opinaban que lo de Lysenko era poco más que palabrería fueron encarcelados, e incluso condenados a muerte. El gran botánico Nikolái Vavílov, uno de los mejores biólogos de su época, acabó muriendo de hambre en la cárcel, en 1943. Como cabía esperar, Lysenko hizo limpieza de todos aquellos que no le daban la razón. La Biología soviética, una de las más avanzadas del mundo, retrocedió de golpe varias décadas. A las ciencias agrarias tampoco les iría mucho mejor.
Además de odiar la Genética, Lysenko cometió otro grave error, fruto de su ideología. Estaba convencido de que las plantas de la misma «clase» no competirían entre ellas, sino que colaborarían todas a una, como la clase obrera. En serio. 🙂 Por eso propuso a los agricultores que sembraran las plantas muy juntas, en marcos de plantación densos. Las plantas, de ese modo, se apoyarían entre sí, defendiéndose contra las plagas, incrementando el rendimiento de las cosechas…
Por desgracia, a la naturaleza le importan un rábano nuestras ideas políticas. Las plantas no se comportaron como el ideal Homo sovieticus, cantando a coro La Internacional mientras gritaban consignas contra el gorgojo capitalista o el pulgón opresor. Apretujadas unas contra otras, sembradas a veces en condiciones que no eran las óptimas, lucharon desesperadamente por arrebatar a sus competidoras cada átomo de nutrientes, cada molécula de agua, cada fotón de luz.
El resultado final fue catastrófico. El desprecio hacia cualquier sólida teoría científica que no se adecuara al lysenkoísmo condujo a pérdidas en las cosechas y a hambrunas que causaron millones de muertos. Y la cosa no se quedó en la URSS. Hubo países, como China, que adoptaron los métodos de Lysenko incluso después de que este fuera desacreditado en su país. Lo pagaron millones de personas, que murieron de hambre.
Dicen que no hay mal que cien años dure, ni cuerpo que lo soporte. Tras la muerte de Stalin en 1953, se inició un proceso de desestalinización que permitió a los pobres científicos asomar la cabecita, como los caracoles después de la lluvia, y empezar a criticar el lysenkoísmo. Finalmente, Lysenko fue desacreditado y apartado de sus cargos (aunque siguió cobrando un sueldo y viviendo sin apreturas hasta el día de su muerte). Su despótico reinado sobre la Biología y la Agronomía soviéticas había terminado, pero esas disciplinas tardarían mucho en recuperarse, si es que alguna vez lo lograron.
Otros países que sí tuvieron en cuenta los principios de la Genética y el manejo de las cosechas obtuvieron variedades de cereales de mayor rendimiento, crecimiento rápido y resistencia a las enfermedades. Pero esa es otra historia. La nuestra acaba aquí, y resultaría incluso divertida si no fuera porque millones de inocentes, desde humildes campesinos hasta acreditados científicos, murieron de forma horrible por esa manía tan nuestra de creer que a la naturaleza le importan algo las ideologías y las expectativas humanas.
Ojalá aprendamos de los errores cometidos por quienes nos precedieron.
Los duendes y el principio de autoridad
Es probable, amigo lector, que alguna vez hayan perturbado el sosiego de tu hogar unas esquivas criaturas, los duendes. Desde tiempo inmemorial se han dedicado a incordiar a la gente, golpeando paredes y techos, haciendo ruidos diversos o arrojando piedrecillas. Antiguamente les gustaba jugar a los naipes, trenzar las crines de los caballos… Hoy es más habitual que abran y cierren puertas o trasteen con los interruptores de la luz. En el fondo, se trata de travesuras inofensivas. Es bien sabido que los duendes se llevan bien con los niños, quienes incluso llegan a verlos a veces. Son más habituales en las casas deshabitadas, pues el ruido y la actividad humana les molestan, e incluso pueden ahuyentarlos o acabar con ellos.
Si echamos un vistazo a la Wikipedia, comprobamos que hay muchas criaturas sobrenaturales en distintos países que cabrían dentro de la acepción de duende (poltergeist, leprechaun, goblin, trasgo, gnomo, domovói, elfo…). Algunos son más maliciosos que otros, rozando incluso lo siniestro. Aquí nos ceñiremos al típico duende de la tradición castellana, más molesto que otra cosa.
Muchos han intentado averiguar la naturaleza duendina, mayormente seguidores de las pseudociencias. Si abordamos el tema con un prudente escepticismo, es probable que los actos atribuidos a duendes tengan explicaciones naturales, sin necesidad de recurrir a entes fantásticos. No obstante, echaremos un vistazo a la obra de alguien que se tomó a los duendes muy en serio y escribió un libro sobre ellos. Aparte de lo curioso que resulta, también nos servirá para ilustrar las diferencias entre su forma de tratar el asunto y la actitud científica; sobre todo, en lo concerniente al principio de autoridad.
La obra en cuestión es El ente dilucidado, escrita por Fray Antonio de Fuentelapeña. La primera edición data de 1676 (y hubo una 2ª en 1677; supongo que se vendió…). Yo tengo el libro publicado en 1978 por la Editora Nacional (Madrid). Consta de 1836 párrafos numerados, que ocupan más de 700 páginas. Se ha respetado la ortografía del siglo XVII, con letras que ya no usamos, pero eso no dificulta demasiado su lectura.
El ente dilucidado es considerado una excentricidad dentro de la literatura de nuestro Siglo de Oro. De hecho, el antropólogo Julio Caro Baroja, en su Jardín de flores raras (1993), le dedica un par de páginas, tildándolo de extravagante. De acuerdo, el libro es raro de narices, y en muchas ocasiones provoca una hilaridad no buscada, pero Fray Antonio merece mi respeto. Escribir un texto de tales dimensiones supone un trabajo ímprobo; queda claro que el tema le apasionaba.
Claro, su método de razonar no es científico, sino filosófico. Aristotélico y escolástico, más bien. Fray Antonio da por sentada la existencia de los duendes (a los que también llama trasgos o fantasmas), que se dedican a realizar las travesuras que comentamos al principio. Así lo dictan innumerables testigos a lo largo de los siglos y, por supuesto, muchas Autoridades (sí, con mayúscula). Si ellas lo afirman, tiene que ser verdad: magister dixit. Y ahí está el problema.
En Epistemiología, el principio de autoridad obliga a aceptar cualquier afirmación o teoría que aparezca en los textos considerados ciertos, sin debate científico. Dichos textos no abarcan sólo a las Sagradas Escrituras, sino a muchas obras que nos legó la Antigüedad Clásica: las de Aristóteles, Hipócrates, etc.
El método científico huye como de la peste del principio de autoridad. De acuerdo, los científicos respetamos a nuestros colegas más eminentes, y sus afirmaciones son seriamente consideradas, pero deben basarse en la evidencia, someterse al escrutinio de la comunidad científica, ser refutables… Y si la evidencia o los experimentos están en contra de una teoría, por muy importante que sea la persona que la propone, será desechada o modificada.
En El ente dilucidado vemos lo que ocurre cuando se aplica el principio de autoridad a rajatabla, en vez del método científico. Ojo: eso no implica que Fray Antonio fuera un ignorante. Todo lo contrario; da la impresión de que había leído mucho y tenía bastante que decir. El problema era casar la realidad con lo que contaban las Autoridades. Si Aristóteles o Plinio afirmaban que los duendes existían, que había gente con cabeza de perro, que ciertos animales atacaban a los adúlteros o que las serpientes nacían de la médula espinal de los cadáveres, pues había que aceptarlo a pies juntillas. Lo divertido (sin pretenderlo el autor) llega cuando trata de explicar todo eso racionalmente.
Confieso que, como biólogo, he disfrutado con el libro de Fray Antonio. Mucho de lo que afirma tiene que ver con la Zoología y la Botánica o, mejor dicho, con lo que se opinaba en la Antigüedad sobre animales y plantas, la Fisiología, la gestación y mil cosas más relacionadas con la Historia Natural. Por desgracia, la lectura llega a hacerse pesada, e incluso irritante, más que nada por la manía de saltar de un tema a otro sin orden ni concierto, simplemente porque le interesa. Por momentos llega a recordar a esos estudiantes con déficit de atención, que se distraen con el vuelo de una mosca. En realidad, los párrafos que tratan estrictamente sobre los duendes no son tantos; de haberse ceñido al tema, el libro habría quedado muchísimo más corto.
Cuando le apetece hablar de algo, se pone a a ello aunque no venga a cuento. Así, llama la atención la cantidad de espacio que dedica a tratar las virtudes del número 7. O que el alma entra en el feto a los 40 días de la concepción en el caso del hombre, y 80 en la mujer (feministas sensibles, absténganse de leer textos antiguos)…
Pero basta de digresiones y volvamos a los duendes. Que existen no lo duda nadie, ya que así lo afirman incontables Autoridades. Además, en el mundo se encuentran cosas mucho más sorprendentes así que ¿por qué no nuestros duendes? Pero dando por sentado que existen, ¿qué son? Tras estudiarlo mucho, Fray Antonio llega a la conclusión de que son animales invisibles. De hecho, algunos animales invisibles existen, según afirman las Autoridades, ¿no?
Si los duendes viven y sienten, lo cual se deduce de su comportamiento, como mínimo tienen que ser animales. Además, son corpóreos (dan golpes, juegan a los naipes…), aunque de naturaleza tan sutil que resultan invisibles al ojo humano (salvo el infantil), igual que otros animales que cita (según las Autoridades).
Sigamos. Los duendes surgen por generación espontánea de los vapores corruptos de los sótanos de las casas, no mediante coito (y lo demuestra). Además, mueren, e indica cómo puede acabarse con ellos (básicamente, haciendo mucho ruido). Asimismo, Fray Antonio concluye que no son hombres, pues a juzgar por sus acciones no parecen demasiado espabilados. De hecho, hay animales más listos que ellos, como se prueba consultando a las Autoridades (y mezclando observaciones reales con otras absolutamente disparatadas). Tampoco son ángeles, pues estos no se dedican a tonterías como tirar piedras o trenzar las crines de los jamelgos. Tampoco son demonios, ya que los duendes no buscan la perdición de los hombres; simplemente son revoltosos. Y menos aún se trata de almas en pena, que las pobres están para otras cosas. Por tanto, son animales.
Aquí, Fray Antonio aprovecha para deleitarnos con sus habituales digresiones, apabullándonos con anécdotas sobre el comportamiento de los animales, e incluso afirma que estos poseen sombras de virtud. La combinación de casos reales con las puras citas fantásticas sobre animales inexistentes es encantadora.
Si los duendes son animales, tendrán que comer. Cómo no, se alimentan de los mismos vapores gruesos que los han generado. En cuanto a beber, puede que lo hagan a escondidas, o que no lo necesiten, o que los mismos vapores les proporcionen la humedad necesaria. Luego discute si duermen, excretan, tienen sangre o no, gozan de sentidos… Es curioso comprobar que Fray Antonio no acepta todo lo que afirman las Autoridades, e incluso llega a aplicar en algunos casos la navaja de Occam, pero eso ocurre en contadas ocasiones. El principio de autoridad campa a sus anchas en El ente dilucidado.
Sigamos. Después de preguntarse si los duendes mueren (por supuesto, ya que son animales), la capacidad de digresión de Fray Antonio alcanza proporciones épicas. Se pone a hablar de los sentidos animales, de las plantas e incluso de las aguas, de las formas intermedias entre animales y vegetales, si hay alimentos que prolongan la vida, si es peor el hambre que la sed, cómo es la digestión, cuáles son las causas de muerte, cómo una cítara excita a otra, si los cadáveres sangran a la vista de su asesino… Sigue brincando de un tema a otro sin orden ni concierto, mezclando datos correctos con disparates, pero ya se sabe: magister dixit.
Por fin, acercándonos al final, discute las causas de los duendes desde un punto de vista aristotélico (causa material, formal, eficiente y final). Y puestos ya, da una definición final de duende: animal invisible, o casi invisible, trasteador. Así lo distingue de los animales invisibles que no trastean, o de los que trastean y no son invisibles. 🙂
Si hemos sobrevivido hasta aquí, nos quedan los párrafos finales, en los que Fray Antonio se ocupa de resolver algunas dudas, mayormente sobre temas que nada tienen que ver con duendes. La parte en que considera al cuerpo del hombre como un microcosmos, y lo compara con el macrocosmos, es hilarante. Por cierto, como cualquier persona culta, sabía que la Tierra es redonda. Que tomen nota los terraplanistas…
Siguen páginas muy curiosas sobre la generación espontánea de duendes y otros bichos, e incluso si el cuerpo humano puede producir fuego. Y luego discute si los duendes pueden volar, ya que a veces parecen golpear el suelo e inmediatamente después el techo. Esta, para mí, es una de las partes más curiosas del libro, porque Fray Antonio demuestra ciertos conocimientos científicos, sobre todo en lo que respecta al principio de Arquímedes y los conceptos de peso y densidad. Por lo que aquí nos interesa, si nosotros podemos nadar en el agua, en la cual pesamos poco, algo similar les ocurre a los duendes en el aire. Podría decirse que pueden impulsarse y nadar en él, para poder así aporrear los techos.
Y por acabar con cuestiones físicas, Fray Antonio habla de la posibilidad de construir una ciudad submarina, aunque lo ve poco viable. Finalmente trata sobre el tema de si puede el hombre volar. Incluso propone la construcción de una máquina voladora que no tendría nada que envidiar a las de Da Vinci. Pero a diferencia de este, da muestra de buen juicio e indica que no funcionaría, si tenemos en cuenta la tecnología de la época. Las alas tendrían que ser desmesuradas para aguantar el peso humano, y por medios mecánicos, a fuerza de músculos, no se podría ejercer el empuje necesario para levantar el vuelo.
No seré yo quien se burle de El ente dilucidado. De acuerdo, en el fondo es un despropósito, pero nos permite viajar a otra época. Una época de gente erudita, como Fray Antonio, pero con un modo de pensar completamente ajeno a la Ciencia moderna, inadecuado para desentrañar los misterios de la naturaleza. Un mundo condenado a la extinción.
Recordemos que el libro apareció en 1676. Unos años antes, en 1668, Francesco Redi había publicado Esperienze intorno alla generazione degl’insetti, donde dio un golpe mortal a la teoría de la generación espontánea, demostrando que las moscas no surgían de la carne podrida, sino de los huevos de otras moscas. Las Autoridades estaban equivocadas. Poco después (1687), Isaac Newton publicaría sus Principia Mathematica, y nuestra visión del mundo cambiaría por completo y para siempre.
Fray Antonio vivía en un universo mental que agonizaba, pero aún no se había dado cuenta. En fin, nos quedaremos con su interés por los duendes. Yo creo que al final les tomó cariño. De hecho, parece que quiere reivindicarlos, acabar con su mala fama, e incluso piensa que en el fondo son buenos, porque cuidan de las casas. Puede ser. Yo agradecería que el que tengo en la mía deje de dar portazos, encender de vez en cuando la luz y hacer que el perro se quede mirando fijamente a lugares donde no hay nada. Y que pare de cambiar de sitio los libros en la biblioteca. Y eso de que el ruido fuerte acaba con ellos es mentira. El heavy metal no les afecta. Al mío le gusta Sabaton. 🙂
La insoportable levedad de las razas perfectas
Tanto en la vida real como en la ficción hallamos un tema recurrente: el deseo de crear razas «superiores», bellas, eficientes y carentes de defectos (reales o imaginarios). Dichas razas serían más fuertes, adaptables, competitivas, y muchos querrían que reemplazaran a las «obsoletas», con todas sus lacras (reales o imaginarias). Sin ir más lejos, acuden a la memoria títulos de novelas como El sueño de hierro, de Norman Spinrad, que simula ser la novela que Hitler podría haber escrito en un universo alternativo en el que fuera autor de ciencia ficción en vez de dictador. O la famosa película GATTACA, que enlaza claramente con el concepto de eugenesia.
Eugenesia… Según el diccionario de la RAE, es el: «estudio y aplicación de las leyes biológicas de la herencia orientados al perfeccionamiento de la especie humana».
«Perfeccionamiento»… Ahí está el quid de la cuestión. No consideraremos aquí las tropelías cometidas en nombre de la eugenesia, ni cómo ha sido tratada en la literatura o el cine, pues daría para un sinfín de entradas del blog. En cambio, dediquémonos a especular, que es más divertido y, esperamos, ilustrativo. 🙂
Supongamos que los avances en Genética hacen posible que podamos manipular el genoma del ser humano, eliminar todas las «imperfecciones», incrementar nuestra eficiencia, esperanza de vida y todo eso, y logramos crear al humano «ideal». Pongamos que es rubio, alto, ojos azules, fuerte como un roble, listo… Y que toda la Humanidad acaba siendo así, una vez quitados de en medio los menos favorecidos. Qué porvenir tan esplendoroso se abre ante nuestros descendientes, ¿verdad?
Pues a lo mejor no. Quizá los hayamos condenado a la extinción.
Si algo caracteriza a las especies de seres vivos es la diversidad genética. Por supuesto, en esa diversidad hay de todo; bueno, regular y malo, en términos de posibilidades de supervivencia. Lo que estaríamos haciendo, en nombre de la eugenesia, es sustituir esa diversidad por una superraza, que en teoría podría resistir cualquier ataque, pero…
¿Han oído hablar de la ley de Murphy? O como bien sabemos los biólogos: cualquier cosa que pueda ser comida, tarde o temprano va a ser comida. 🙂
El mundo está lleno de bichos, hongos, bacterias y virus que no paran de mutar y evolucionar. Por muy fuerte y resistente que una raza sea, es ley de vida que tarde o temprano aparecerá algo capaz de atacarla. Y dado que en las razas «perfectas» se tiende a que todos los individuos sean más o menos iguales, si un patógeno puede liquidar a uno, será capaz de liquidarlos a todos. Los patógenos pueden hacer eso con una rapidez pasmosa, créanme. Y ríanse ustedes de la pandemia del coronavirus o la peste negra.
Por mucho que nuestro orgullo nos impulse a creernos lo mejor de lo mejor, el culmen de la creación, a virus, hongos y demás les va de maravilla sin necesidad de cerebro. Una tasa reproductiva astronómica, la capacidad de multiplicarse tanto sexual como asexualmente… Tarde o temprano, alguno eludirá las defensas de su víctima y adiós, muy buenas. 😦
¿Exageraciones? Para nada. Esto ha ocurrido y seguirá ocurriendo, como bien sabemos los que estudiamos las enfermedades de las plantas. Hagamos un poco de historia. ¿Han oído hablar de la revolución verde? Cita textual de la Wikipedia:
Revolución verde es la denominación usada internacionalmente para describir el importante incremento de la productividad agrícola y por tanto de alimentos entre 1960 y 1980 en Estados Unidos y extendida después por numerosos países. Consistió en la adopción de una serie de prácticas y tecnologías, entre las que se incluyen la siembra de variedades de cereal (trigo, maíz y arroz, principalmente) más resistentes a los climas extremos y a las plagas, nuevos métodos de cultivo (incluyendo la mecanización), así como el uso de fertilizantes, plaguicidas y riego por irrigación, que posibilitaron alcanzar altos rendimientos productivos.
Sin entrar en detalles de los diversos problemas causados por estos supercereales, centrémonos en lo que ocurrió. Se abandonó el cultivo de muchas variedades tradicionales, adaptadas a regiones concretas, dado su menor rendimiento, y fueron sustituidas por unas pocas variedades de cereales resistentes que daban unas cosechas magníficas. El futuro se prometía esplendoroso. Se podría acabar con el hambre en el mundo, nada menos.
El problema era la resistencia a plagas y enfermedades de esos cultivos. Tarde o temprano, algún parásito mutaría y sería capaz de atacarlos. Y dada su uniformidad genética, si una planta era sensible al parásito, las demás también caerían como un castillo de naipes. Y lo que tenía que pasar, pasó.
Pongamos un ejemplo clásico: el tizón foliar del maíz, año 1970.
Daños en una hoja de maíz causados por el hongo Cochliobolus heterostrophus. Fuente: Wikipedia.
Resumiendo, y sin emplear jerga técnica: durante la década de 1960 se obtuvieron nuevas variedades de maíz muy interesantes para los agricultores. Serían el equivalente vegetal al fulano rubio y de ojos azules, o al yerno perfecto para una suegra: una maravilla. 🙂 Crecían bien, eran fáciles de cultivar, resistentes y daban unos rendimientos portentosos. Extensiones enormes en los Estados Unidos fueron plantadas con ese maravilloso maíz, con todas sus plantas genéticamente idénticas. ¿Qué podía salir mal?
Cuando se ponen todos los huevos en la misma cesta, pues…
Un hongo que hasta la fecha no era demasiado problemático mutó. Su nombre: Cochliobolus heterostrophus. Puede que la mutación ocurriera en Filipinas. ¿O pudo darse en los mismos Estados Unidos? A saber. El caso era que este mutante, conocido como raza T, producía una toxina inofensiva para el maíz normal, de toda la vida… pero, oh, ironía, resultaba desastrosa para la «superraza» de maíz que los agricultores habían plantado a lo largo y ancho de Norteamérica. En condiciones favorables para el hongo, prácticamente podía dejar sin hojas a las pobres plantas.
Un inciso, amigo lector, que puedes saltarte si no te interesan los detalles técnicos: esa superraza de maíz era tan deseable para los agricultores porque poseía genes que provocaban esterilidad masculina. Aunque suene raro, en aquella época esto permitía abaratar los gastos de cosecha. Dichos genes no estaban en el núcleo de la célula, sino en las mitocondrias. Y la toxina T atacaba a ese nivel. A un maíz normal no le afectaba para nada, pero a los nuevos autoestériles, tan rentables ellos, los dejaba hechos unos zorros, pobrecitos.
Y en 1970 se dio la tormenta perfecta. Extensiones enormes de maíz genéticamente idéntico, un hongo capaz de tumbar sus defensas y las condiciones ambientales idóneas para la propagación de la enfermedad… El resultado:

Recapitulemos. El hongo llegó a los Estados Unidos, y ¿qué se encontró allí? Maíz al que podía atacar, maíz y más maíz, todo igualito, a su disposición, en medio del clima ideal. Me imagino al hongo relamiéndose, poniéndose un babero, agarrando tenedor y cuchillo y gritando: «¡Bufet libre!». 🙂 Los mapas anteriores reflejan lo que sucedió. Más de mil millones de dólares de 1970 de pérdidas. El 15 % de la producción, perdida, aunque en algunos lugares el desastre alcanzó el 100 %. Una catástrofe que se estudia en los libros de Fitopatología. Ah, y las otras razas de maíz se salvaron.
En verdad, la Agricultura moderna tiene un problema. La uniformidad genética es deseable para que las cosechas sean homogéneas y más rentables, pero a la vez es su talón de Aquiles…
A lo que íbamos. La moraleja del cuento es simple. Cuidado con querer diseñar una raza «perfecta» e imponerla sobre las demás. En un mundo cambiante, la uniformidad genética aboca a la calamidad. Sólo la biodiversidad puede salvarnos el pellejo. Y no decimos esto por quedar como políticamente correctos, a estas alturas. Es que la vida funciona así… 😉
La actitud científica (y II)
Sigamos comentando el libro de McIntyre.
¿Hay quienes piensan que tienen actitud científica pero en realidad carecen de ella? Sin duda: es el caso de las pseudociencias y similares. Son bastante peligrosas, porque alcanzan una enorme difusión y algunas de sus afirmaciones pueden poner en riesgo las vidas humanas (lo estamos comprobando con la pandemia del coronavirus).
Salvo que se indique otra cosa, las imágenes (libres de derechos) proceden de pixabay.com
La pseudociencia quiere parecer ciencia, pero su metodología suele ser penosa. Además, se niega a cambiar sus creencias frente a las evidencias. Este es el gran problema, como ahora discutiremos: las pseudociencias y afines se basan, en el fondo, en creencias, en vez de evidencias. Y una actitud muy humana es la de aferrarnos a nuestras creencias a toda costa, defendiéndolas a capa y espada, negándonos a cambiarlas.
Hoy, con las redes sociales, uno puede encerrarse en foros donde sólo vea lo que le agrade o haga feliz, mientras a su alrededor los bulos hacen su agosto. Ahí radica la gran diferencia. En ciencia, se busca el grupo para que critique; en pseudociencias, para que reafirme. La científica es una comunidad de escrutinio crítico, no de apoyo mutuo. Como bien señalaba Carl Sagan, la ciencia es un equilibrio entre la apertura a nuevas ideas y el escepticismo. Tienes que estar abierto a lo nuevo, sin complejos, pero a la vez no has de creértelo todo, por muy atractivo que parezca.
A lo que íbamos. En una primera aproximación, podríamos distinguir entre pseudocientíficos, negacionistas y conspiranoicos, según cómo fallen en ese delicado equilibrio. Así, los escépticos están cerrados a las nuevas ideas; los pseudocientíficos fallan en el escepticismo; y los conspiranoicos fallan en ambas cosas.
Indudablemente, esta delimitación peca de simplista. Las fronteras entre pseudocientíficos, negacionistas y conspiranoicos suelen difuminarse. En cualquier caso, a todos les falta actitud científica. Empecemos por los negacionistas, aunque resulta difícil resumirlo mejor que en este tweet de Farmacia Enfurecida:
Para McIntyre, está claro que los negacionistas insisten en rechazar teorías científicas que gozan de evidencia abrumadora. En el fondo, no les gusta la ciencia, aunque digan basarse en ella. Sí, están abiertos a nuevas evidencias, pero sólo a aquellas que les convienen. Sus hipótesis se basan en la intuición, la fe o la ideología política, no en los hechos. En el fondo, los negacionistas tienen más en común con la conspiranoia que con el escepticismo honesto.
En efecto, su escepticismo es muy selectivo, pues usan y abusan del doble rasero. Exigen estándares imposibles a la ciencia cuando no está de acuerdo con ellos, pero no predican con el ejemplo, sino todo lo contrario. Así, pueden negarse a aceptar una teoría apoyada por la inmensa mayoría científica, aduciendo que no es fiable al 100%. Sin embargo, cuando se les pregunta en qué basan sus ideas, hacen referencia a uno o muy pocos artículos, que a lo mejor se publicaron en la Hoja Parroquial de Orejilla del Sordete, y les dan validez absoluta. Y pobre de ti si osas criticarlos…
Eso no es actitud científica, sino proteger tus creencias.
Fuente: lavanguardia.com
En ciencia nada está plenamente asentado, ni se necesitan acuerdos al 100% para seguir avanzando. La ciencia puede fallar, claro, pero el negacionismo decide de antemano lo que quiere que sea verdad y filtra selectivamente la evidencia. Aunque pueda haber resistencia entre científicos a las ideas rompedoras, al final la evidencia prevalece. Incluso pueden darse casos en que el individuo corrija al grupo, si la evidencia resulta ser lo bastante poderosa.
Ocupémonos ahora de los pseudocientíficos, que no cesan de acusar a la «ciencia oficial» de cerrazón mental, de coartar la imaginación, de perseguir a los heterodoxos, de… Según los pseudocientíficos, los corsés que impone la «ciencia oficial» contrastan con la maravillosa apertura mental de los heterodoxos. Sin embargo, ¿son tan abiertos de mente como predican? Por un lado, los pseudocientíficos tienden a ser muy crédulos, pero también se cierran a cualquier evidencia que contradiga sus teorías… al mismo tiempo que se quejan de que los científicos no tomen en cuenta las suyas. Ay, volvemos al doble rasero…
La ciencia no coarta la imaginación, ni persigue a la heterodoxia. Todo lo contrario. Lo que ocurre es que para asegurarte de no meter la pata, debes tener en cuenta la evidencia. Y luego, presentar tus ideas en el foro público, donde podrán ser criticadas. En cambio, los pseudocientíficos, a la más mínima crítica, rompen a llorar y acusan a la malvada «ciencia oficial» de mil y una perfidias y judeomasónicos contubernios. Eso, o se comparan con Galileo, haciendo que este se retuerza en su tumba. OK, Galileo (un científico, por cierto) fue perseguido por sus ideas por los poderes establecidos (la Iglesia, por cierto). Pero las teorías de Galileo se ajustaban a los hechos, a la evidencia. ¿Y las del pseudocientífico llorón? ¿Eh? 🙂
Cualquier teoría, por fantástica que sea, será aceptada si se ajusta a las evidencias. La comunidad científica no va a tratar de tapar o encubrir, al estilo conspiranoico, una hipótesis que lo ponga todo patas arriba. Pongamos un ejemplo que ya hemos comentado in extenso en el blog (para más detalles, basta con clicar la etiqueta «yeti» en la columna de la derecha).
Los criptozoólogos se enfadan o indignan porque la «ciencia oficial» no admite la existencia del yeti o del monstruo del lago Ness. Acusan a los «científicos oficiales» de cerrazón mental y qué sé yo más, con esa manía de negarse a admitir que hay grandes animales no catalogados. Es fácil rebatir esas afirmaciones. Si un científico tiene pruebas sólidas de la existencia de un bicho nuevo, correrá a publicarlas dándose con los talones en el trasero. 🙂 Pocas cosas hacen más ilusión a un científico que ver su nombre reconocido entre sus colegas. Y si su artículo pasa por el filtro de la revisión por pares de colmillo retorcido, habrá conseguido la fama y el reconocimiento buscados, que para muchos científicos es más importante incluso que el dinero. Pero claro, hay que tener pruebas sólidas.
Estatua de Bigfoot (fuente: es.wikipedia.org)
Por eso los científicos aceptaron algo tan fantástico como la existencia de una nueva especie humana, los denisovanos, a partir de unos pocos fósiles que cabían en una caja de cerillas. ¿Por qué? Porque contenían ADN que se pudo secuenciar. Hechos. Evidencias. ¿Por qué no se acepta la existencia del yeti? Porque no hay evidencias sólidas. Se han hecho estudios científicos sobre este presunto homínido, y ninguno ha hallado evidencia hasta la fecha. Ninguno. Tengan ustedes por seguro que si hubiera evidencias sólidas que respaldaran su existencia, tarde o temprano los científicos la aceptaríamos encantados. Pero ¿dónde están las evidencias pseudocientíficas? ¿Por qué no someten sus trabajos a dobles ciegos, o a la revisión por pares? Y en los casos en que envían sus artículos a una revista de prestigio y esta, tras pasar por la revisión por pares, los rechaza, ¿por qué se echan a llorar y se quejan de que los tratan como a Galileo? 🙂
En fin, según McIntyre, la pseudociencia es un ejemplo de pensamiento desiderativo. Y, dicho sea de paso, suele mover bastante dinero.
El creacionismo o el diseño inteligente son pseudociencias. ¿Por qué los científicos excluyen de las clases de Biología a las afirmaciones «científicas» creacionistas? Pues porque no son tales, ya que no concuerdan con los hechos. E insistimos: no hace falta que una teoría esté probada al 100% para que sea enseñada en las escuelas. El creacionismo es ideología disfrazada de ciencia. Le falta la evidencia. Además, no se pueden enseñar en las escuelas todas las teorías alternativas. Si tuvieran evidencias que ofrecer, pues habría que considerarlas, claro.
En resumen, se necesita tanto una teoría como evidencias que la sostengan (y que pueden ser usadas para modificarla). La ciencia no es 100% certeza, pero ¿existe un camino mejor para saber cómo funciona el mundo?
Fuente: awachupeich
Finalmente, coincidimos con McIntyre en que el análisis de lo que fracasa en la ciencia, así como de lo que pretende hacerse pasar por ella, resulta muy útil para comprenderla.
La actitud científica (I)
Últimamente el blog se ocupa más de ciencia que de ficción, aunque a veces la actualidad supere a esta última. Predominan las entradas de divulgación científica, así como la crítica de pseudociencias diversas. Qué se le va a hacer; lo consideramos casi una obligación.
Hoy asistimos al auge de negacionismos, conspiranoias, pseudociencias y similares. También constatamos un notable aumento de la censura, con la excusa de no ofender a nadie (pero esa es otra historia). Las redes sociales permiten la amplia difusión de todo tipo de bulos, teorías sin pies ni cabeza… Triste panorama. Ante tal avalancha, poseer una base científica ayuda a separar el grano de la paja. No obstante resulta difícil, sobre todo para quienes no estén familiarizados con la ciencia, distinguir esta de lo que no lo es.
Un libro muy interesante para reflexionar sobre lo anterior es La actitud científica, del filósofo Lee McIntyre, publicado en español en 2020 por Ed. Cátedra. Esta obra puede ayudar a comprender cómo vemos los científicos el mundo. Además, McIntyre trata de mostrar lo que NO es ciencia y sus errores.
Veamos cuál es la definición de ciencia según el DRAE:
Conjunto de conocimientos obtenidos mediante la observación y el razonamiento, sistemáticamente estructurados y de los que se deducen principios y leyes generales con capacidad predictiva y comprobables experimentalmente.
Muchos han tratado de definir con precisión a la ciencia según su metodología. Por tanto, ¿qué es el método científico? Podemos resumirlo en este diagrama tomado de la correspondiente entrada de la Wikipedia:
El problema es que no existe UN método científico. No es lo mismo la Física que, por ejemplo, la Biología, la cual depende de la evolución de seres vivos a lo largo de inmensos periodos de tiempo. Asimismo, una hipótesis puede surgir tras una investigación de fondo, como se ve en el diagrama, pero también a partir de un sueño (Kekulé y la fórmula del benceno), o al ver caer una manzana de un árbol, o bajo el efecto de setas alucinógenas, o… Y en el desarrollo de la hipótesis hasta convertirla en teoría pueden intervenir factores como la buena suerte, la improvisación…
Salvo que se indique otra cosa, las imágenes (libres de derechos) proceden de pixabay.com
No. Lo que puede definir a la ciencia es lo que se hace con las hipótesis después de formuladas. Por ejemplo, tal como indicaba Karl Popper, toda teoría debe ser falsable. O refutable; como prefieran. Citamos de la Wikipedia:
En filosofía de la ciencia, la falsabilidad o refutabilidad es la capacidad de una teoría o hipótesis de ser sometida a potenciales pruebas que la contradigan. Es uno de los dos pilares del método científico, siendo la reproducibilidad el otro.
Según el falsacionismo, toda proposición científica válida debe ser susceptible de ser falsada o refutada. Se puede usar este criterio para distinguir lo que es ciencia, de cualquier otro conocimiento que no lo sea. Este es el denominado criterio de demarcación de Karl Popper. Una de sus principales implicaciones es que la corroboración experimental de una teoría científicamente «probada» —aun la más fundamental de ellas— se mantiene siempre abierta a escrutinio.
De todos modos, como explica McIntyre, es difícil delimitar las fronteras de la ciencia. Sobre todo, le preocupa distinguir la ciencia de cosas como la pseudociencia, la conspiranoia, el negacionismo, el creacionismo, etc. Y tras darle unas cuantas vueltas al tema, desiste de hacerlo.
En cambio, como buen filósofo, busca una condición necesaria para que algo pueda ser llamado ciencia. Esa condición necesaria puede que no sea suficiente, pero ¿qué mas da? Lo que importa, perdón si me repito, es que su presencia sea necesaria para la ciencia, y su ausencia sea condición suficiente para que algo no pueda llamarse ciencia. Y esa condición necesaria no es el método, sino la actitud científica. O sea, qué hacen los científicos a la hora de enfrentar las hipótesis y teorías a la evidencia, a lo que ocurre en el mundo real.
Más que buscar la verdad absoluta, la ciencia pretende saber cómo funcionan las cosas. Para ello, cualquier teoría debe ser confrontada con los datos empíricos, y sin piedad. Si una teoría no se ajusta a ellos, debe ser modificada o arrumbada. Por supuesto, hay que ser prudentes si aparece algo que contradice una teoría sólida. Apresurarse a desecharla resultaría frívolo, como mínimo. Pero si se realizan más investigaciones y siguen apareciendo datos contradictorios, esa teoría, por muy aceptada que sea, tiene un problema…
Incluso si los datos validan una teoría, no podemos estar seguros de que sea cierta. Toda teoría científica es tentativa. No tiene por qué ser verdadera, y los científicos somos conscientes de ello. Mañana puede aparecer cualquier dato nuevo que la tumbe. Lo que importa es que funcione, que se ajuste a la evidencia, que intente explicarla, que busque desentrañar cómo funcionan las cosas… En suma, que sea fructífera.
McIntyre pone a la evolución por selección natural de Darwin como ejemplo de buena teoría científica. Lleva más de siglo y medio recibiendo palos por todos lados y ahí está, aguantando y fresca como una lechuga, permitiéndonos comprender cómo funciona la vida, diseñar experimentos falsables, realizar alguna que otra predicción comprobable… Pocas teorías pueden presumir de ser tan fructíferas.
La cantinela de que la evolución es sólo una teoría también puede aplicarse a la gravitación universal, o a que la Tierra es redonda, o a que los gérmenes provocan enfermedades… En realidad, en ciencia todo es sólo una teoría. La certeza absoluta es una meta imposible. ¿Entonces…? Sencillamente, la ciencia es una herramienta (muy poderosa, eso sí) para entender el universo que nos rodea. Para que una teoría científica esté fundamentada y sea útil, nos basta con que se ajuste a la evidencia. Por supuesto, esta puede cambiar con el paso del tiempo, conforme se vayan descubriendo cosas nuevas. Así, cada vez disponemos de más datos que pueden tumbar teorías establecidas o rescatar otras del olvido.
El conocimiento humano siempre será incompleto, pero eso no debe ser un freno para dejar de seguir elaborando teorías útiles. Hay que asumir la incertidumbre. No pasa nada. Calma… 🙂
McIntyre afirma que la actitud científica se basa en dos cosas. Por un lado, debemos preocuparnos por la evidencia, esté a favor o en contra de nuestras suposiciones o creencias más queridas. Aunque las socave, aunque nos siente como una patada en los mismísimos, debemos considerarla. En cambio, recolectar únicamente los hechos que reafirmen nuestras creencias y despreciar el resto no es una actitud científica. Por otro, debemos estar dispuestos a cambiar nuestras teorías si la evidencia así lo requiere. Aunque duela. Aunque nos machaque el orgullo. Eso marca la diferencia: la ciencia busca falsaciones; la pseudociencia, confirmaciones.
McIntyre no se preocupa demasiado del criterio de demarcación para definir con exactitud lo que es ciencia. En cambio, busca definir lo que no es ciencia; o sea, todo lo que carezca de actitud científica. Por supuesto, debe quedar muy claro que hay ramas del conocimiento humano que no son ciencia, ni falta que les hace. Las Matemáticas o la Lógica no son ciencias, estrictamente hablando, pues pueden funcionar sin preocuparse de la evidencia. Y nuestro mundo no podría funcionar sin Matemáticas; son esenciales. O ¿qué decir de la Filosofía, basada en la razón? O la Ética, la Religión, el Arte… No funcionan como la ciencia, pero son tan respetables como ella.
El problema radica en todo aquello que quiere hacerse pasar por ciencia, pero carece de la metodología o la actitud imprescindibles. No es lo mismo ser acientífico (como la Literatura) que pseudocientífico (como la Astrología). Un poeta, por ejemplo, no necesita tratar la evidencia al estilo científico para conmovernos con sus versos. Un pseudocientífico, en cambio, puede usar las evidencias, pero sin el rigor necesario.
La ciencia da lo mejor de sí a la hora de tratar los errores, chapuzas y fraudes. Creo que las dos cosas que mejor definen a la ciencia son la humildad y la democracia. Humildad para reconocer que nunca podremos saberlo todo, y que nos equivocamos, y que por eso necesitamos un método para interrogar a la naturaleza. Y democracia, porque la ciencia es una actividad tanto individual como colectiva.
Cuando formulas una teoría científica, debes soltarla en el foro público para que todos tus colegas puedan valorarla. Si sobrevive a las críticas será aceptada por la comunidad científica, hasta que nuevas evidencias puedan obligar a revisarla. Es lo que hay; si no te gustan estas reglas de juego, careces de actitud científica.
El foro público es esencial. ¿Por qué? Pues porque un análisis o crítica en grupo funciona mejor que individual. Los fallos pueden ser detectados si en ese foro hay mucha gente comentando e interactuando. Puede que alguien vea algo raro en la teoría, lo haga notar y eso genere una discusión útil, surjan nuevos experimentos, otras ideas… Al final, la teoría se verá reforzada, modificada o liquidada.
Por supuesto, para que la ciencia funcione, el foro público tiene que ser democrático, no aristocrático. Si hay popes o jefazos, los demás pueden tener miedo a contrariarlos o sentirse tentados a hacerles la pelota y claro, no habrá libre flujo de opiniones. El principio de autoridad es nefasto para la ciencia. En cambio, debe premiarse el pensamiento crítico así como la interactividad, e incluso fomentar que haya gente que haga de abogada del diablo.
En suma, bien sea que los científicos trabajen solos o en equipo, al final lo importante es que sus teorías deberán ser juzgadas y aceptadas por la comunidad científica. En eso se diferencia la ciencia de otras ramas del conocimiento humano: en la mentalidad crítica corporativa, la tradición de la crítica en grupo. La ciencia es un proceso público (nada de oscurantismos) y abierto.
Sin la revisión por pares no habría ciencia… (fuente: SCIENCE AND INK)
Otros hábitos científicos típicos se han comentado en el blog; la revisión por pares, por ejemplo. Para publicar en una revista científica mínimamente decente, el artículo ha de pasar al menos por dos revisores de colmillo retorcido. Por cierto, suelen trabajar gratis; simplemente, porque es nuestro deber como científicos. Al menos, a mí nunca me han pagado por revisar artículos. 🙂
El propósito es evitar errores y fraudes, sesgos inconscientes, correlaciones espurias, las prisas por publicar sin haber tomado todas las precauciones… La ciencia no es perfecta. Los científicos somos humanos. Fallamos, queremos que se confirmen nuestras teorías… Pero en ciencia, la humildad es imprescindible. De hecho, avanza porque aprende de los fallos. Pocas cosas hay más fructíferas que un buen error.
Para considerarte científico, debes estar dispuesto a cambiar tus teorías si aparece nueva evidencia. Asimismo, has de tener el pellejo curtido, y no echarte a llorar cuando tus teorías reciban palos hasta en el cielo de la boca. Por muy duras que sean, las críticas son necesarias. Y, por cierto, en ciencia también hay guardianes de los guardianes, críticos de los críticos. Eso habla mucho en su favor.
Podría decirse que, como institución, la ciencia es más objetiva que los propios científicos. Todos estos métodos de supervisión tratan de prever el sesgo individual. En suma, hablamos de humildad. Somos conscientes de que metemos la pata, queriendo o sin querer, y hay que buscar formas de evitarlo. Para McIntyre, lo que distingue a la ciencia es un ethos compartido por la comunidad. De hecho, la ciencia está tan cargada de valores como la no ciencia. Todo consiste en el tipo de valores de los que hablamos.
McIntyre también considera el complejo tema del fraude científico, y lo mal visto que está en ciencia. No es lo mismo que un error. De los errores se aprende. En cambio, el fraude es una traición a la actitud científica, y la ciencia no perdona a los traidores. Claro, a veces es difícil separar el fraude deliberado de la chapuza o el autoengaño. Mayormente, los fraudes no son deliberados (aunque los hay, y bien gordos, como vimos en la entrada sobre los antivacunas). Más bien buscan confirmar alguna hipótesis, o se deben a la arrogancia, a creerse en posesión de la verdad, y por eso se toman atajos. Eso es malo. De los errores honestos se aprende, pero de la arrogancia no. La ciencia tiene que ser humilde para no traicionarse.
En la segunda y última parte de esta entrada hablaremos de lo que quiere hacerse pasar por ciencia, pero no lo es.
De patógenos, virus, pandemias y disparates (y VI)
Ahora, a finales de agosto, quizás haya pasado desapercibida una noticia realmente importante, perdida entre los repuntes de la pandemia, la violencia racial en Estados Unidos o la movida de Messi y el Barça. Nos referimos a la erradicación de la polio en África.
La poliomielitis o parálisis infantil es una enfermedad cruel, que puede matar o dejar terribles secuelas. Hoy ha sido erradicada de la mayor parte de países. ¿Saben cómo? Gracias a las vacunas. Ya vimos en entradas anteriores que las vacunas figuran entre las herramientas más potentes para controlar e incluso eliminar enfermedades terribles. Millones de personas se han salvado gracias a ellas.
Fuente: rebuscando por Facebook
Entonces, ¿por qué hay gente que se niega a vacunarse, o impide que sus hijos se vacunen, arriesgándo su vida y la del prójimo?
Los movimientos antivacunas vienen de lejos… (Fuente: Escuela Andaluza de Salud Pública)
El rechazo a las vacunas es antiguo. De hecho, los movimientos antivacunas surgieron prácticamente al mismo tiempo que ellas. Hoy, gracias a que las redes sociales permiten que cualquier despropósito se difunda ampliamente, los antivacunas abundan. De hecho, este resurgir actual se apoya principalmente en un artículo publicado en 1998 por el dr. A. Wakefield y 12 coautores en la prestigiosa revista médica británica The Lancet.
Para formarse un criterio, es bueno consultar los documentos originales. El de Wakefield et al. (1998) aún puede verse en la web de la revista… con la palabra «RETRACTED» sobreimpresa una y otra vez. Ahí también puede descargarse en formato PDF; sólo ocupa 5 páginas. Conviene leerlo (aunque las grandes letras rojas de «RETRACTED» estorban un poco), pues pocos textos han causado tanto daño.
En pocas palabras, Wakefield et al. sugerían la existencia de un vínculo entre la vacuna triple vírica SPR y el comienzo del autismo. Muchos médicos y científicos pronto se dieron cuenta de que había algo raro en aquel artículo, tal como ahora veremos. Por desgracia, el daño ya estaba hecho. El artículo fue como maná del cielo para los antivacunas. En ciertos lugares bajó el número de vacunaciones. O sea, se puso en peligro la inmunidad de rebaño. Enfermedades más o menos controladas como el sarampión, la tosferina y la difteria resurgieron. Hubo una explosión de casos de sarampión en el mundo, uno de los virus más contagiosos.
Fuente: ar.pinterest.com
Los medios de comunicación tampoco ayudaron a frenar el disparate. Wakefield dio conferencias, era popular… Se empezó a hablar de «dos bandos» y «controversia», pero en realidad, el artículo de Wakefield et al. no era trigo limpio. De hecho, más de uno se preguntó como era posible que una revista seria como The Lancet lo hubiera publicado.
Fuente: Cuánto cabrón (disculpen, pero el sitio web se llama así…) 🙂
Analizándolo fríamente, para cualquier científico ese trabajo era una chapuza. Parece lógico que para llegar a una conclusión tan importante como relacionar una vacuna y el autismo se estudiaran muchos casos, ¿no? Pues lean el artículo y verán cuántos historiales clínicos de niños analizaron: doce . En serio: sólo 12.
Además, en el estudio no había grupo de control, ni doble ciego, ni nada de lo que se estila en estos casos. Los autores se limitaron a rebuscar hasta dar con 12 niños que casualmente tuvieran autismo y hubieran sido vacunados. Eso recibe un nombre: sesgo de selección. Ya comentamos el problema de las correlaciones espurias o forzadas en dos entradas. Además, buena parte del estudio se basaba en una cronología breve entre la vacunación y la aparición de síntomas, que dependía de la memoria de los padres.
Fuente: Pandacurioso
Lo bueno de la Ciencia es que los estudios pueden ser reproducidos, para comprobar su veracidad. Así, en Finlandia, el análisis de dos millones de historiales de niños no encontró evidencia de que la triple vírica causara autismo. Hubo más estudios, y siguió sin aparecer esa relación entre triple vírica y autismo. Daba la impresión de que Wakefield et al. se habían limitado a escarbar hasta dar con casos en que, por casualidad, coincidieran autismo y vacuna.
Y había más cosas extrañas en el artículo, que empezaba a oler muy mal. En 2004 se descubrió que Wakefield había estado en nómina de un abogado que planteaba presentar una demanda contra la triple vírica. ¿Casualidad? Y casi la mitad de los niños del estudio habían llegado a Wakefield a través del abogado. Por si faltaba algo, justo antes de publicarlo se había presentado una patente de otra vacuna para competir con la triple vírica. El artículo, además de chapucero, hedía a conflicto de intereses.
Poco después, 10 de los coautores pidieron que se retirara su nombre del artículo. Me los imagino silbando disimuladamente y susurrando: «A mí no me miren, ¿eh? Tan sólo pasaba por aquí…». 🙂
Qué remedio, The Lancet retiró el artículo en 2010 (aunque, como ven, sigue ahí para poder ser leído, con el cartel de «REJECTED»), y Wakefield se quedó sin licencia para ejercer medicina en el Reino Unido. Pero el tema no acabó ahí. En 2011 apareció la prueba definitiva: el artículo, además de la chapuza y el conflicto de intereses, era un fraude.
El periodista Brian Deer pudo entrevistar a los padres de los niños del estudio y ver los historiales médicos. Ninguno de ellos estaba libre de informes erróneos o alteraciones. Una importante revista médica, el British Medical Journal, publicó la investigación de Deer después de pasarla por una revisión por pares (los científicos sabemos la importancia que esto tiene). Puede leerse el artículo de Deer aquí. En resumen, el caso fue calificado de fraude elaborado, perpetrado por Wakefield. Probablemente es el montaje médico más dañino de los últimos 100 años.
Fuente: utero.pe
¿Cómo reaccionaron los antivacunas ante evidencias de fraude tan claras? Por supuesto, al modo conspiranoico: negándolas. Wakefield, por supuesto, era un mártir atacado injustamente por oscuros intereses de la Medicina oficial, etc. Nada nuevo bajo el sol. 😦
En fin, esa es la triste realidad a la que nos enfrentamos. Pese a todas las evidencias, los antivacunas siguen erre que erre poniéndose en peligro tanto ellos como a sus hijos como al resto de la sociedad, y sin argumentos válidos. Como mucho, suelen recurrir a frases lapidarias o imágenes que pretenden ser impactantes:
Fuente: Cabroworld
Dejando aparte que muchas vacunas se aplican conjuntamente en una dosis, y que bastantes se administran por vía oral, lo de poner una foto impactante para intentar convencer no vale. Más que nada, porque la alternativa a la vacunación infantil muy bien podría ser esta:
Fuente: Pandacurioso
Bien, amigo lector, con permiso del coronavirus y del virus del Nilo, y si los profesores sobrevivimos al inicio del curso, nos veremos en la próxima entrada. 😉
De patógenos, virus, pandemias y disparates (V)
Fuente: rebuscando por Facebook
Pocos pasatiempos hay tan divertidos, a la vez que desoladores, como curiosear por Internet y las redes sociales. Uno se lleva las manos a la cabeza cuando lee ciertas cosas y se topa con actitudes que sólo pueden conducir al desastre. Falta de cultura científica, pensamiento mágico, permitir que la ideología se imponga a los hechos… Las redes sociales propician hoy la difusión de disparates, y siempre habrá alguien que se los crea.
El problema se agrava cuando el disparate es difundido por algún famoso, político o personaje influyente. Entonces sí que la hemos liado. Recordemos el caso del presidente sudafricano que afirmaba que el sida se curaba con zumo de limón y ajo. 365.000 muertos costó la broma, que se sepa. Incluso en los países más avanzados, aún campa la sinrazón. En fin, comentemos algunas perlas de las que pululan por Internet…
Fuente: elconfidencial.com
O esta, más elaborada, pero que también rezuma bulos:
Fuente: maldita.es
Qué quieren que les diga… Por aquí llevamos bastante tiempo usando mascarilla, y seguimos respirando sin hiperventilar ni asfixiarnos. 🙂 Disparates aparte, lo que resulta singularmente patético es que la mascarilla «simboliza mutismo…». A la naturaleza no le preocupan nuestras ideologías, religiones, corrección política, ni nada. Le somos completamente indiferentes. Un virus no entiende de libertad, ni de derechos humanos. O lo combatimos o podemos darnos por jodidos, con perdón. Mientras no dispongamos de vacunas eficaces para lograr inmunidad de rebaño, o algún medicamento que se lo ponga muy difícil al virus, no queda otra que intentar evitar su propagación mediante cuarentenas, medidas de higiene, mascarillas… En fin, qué te vamos a contar, amigo lector; es lo que hay. Sólo nos puede salvar una combinación adecuada de conocimiento científico, disciplina y sentido común.
Nada nuevo bajo el sol… (fuente: rebuscando por Facebook)
En las redes sociales podemos ver anuncios de supuestos remedios para el coronavirus. Algunos incluso son divertidos:
Fuente: rebuscando por Twitter
Otros nos pueden servir para denunciar lo que ocurre cuando se carece de base científica. Que si el coronavirus se elimina tomando lejía, o impregnando las mascarillas con gasolina, o… Por ejemplo, detengámonos en esta joya:
Fuente: rebuscando por Facebook
Cualquiera con un conocimiento mínimo de química se dará cuenta de que el redactor de la octavilla no tiene ni idea de lo que es el pH. Indica la concentración de iones de hidrógeno en una solución y nos muestra su acidez o alcalinidad, en una escala que varía entre 0 y 14. Una solución neutra tiene un pH=7. Valores más bajos significan acidez, y los más altos alcalinidad. Los que aparecen en esa octavilla son disparatados y más falsos que una moneda de corcho. Por ejemplo, el zumo de naranja es ácido, con un pH=3,5, y no lo que pone ahí. Algo parecido ocurre con el de piña, que en la octavilla figura con un pH alcalino equivalente al de la lejía. No estaría mal para desatrancar cañerías. 🙂
Aunque el colmo es el pH del aguacate. Teniendo en cuenta que el máximo de alcalinidad es 14, está que se sale… Así que si alguna vez es usted atacado por un xenomorfo, arrójele guacamole a las fauces. Lo achicharrará en el acto… 😀
Y ¿qué decir de los bulos? Más que los bulos en sí, lo triste es que haya quienes se traguen tales disparates:
Fuente: huffingtonpost.es
A estas alturas, uno se pregunta de dónde sale esta manía de renegar de cualquier cosa que huela a ciencia, el rechazo a usar los conocimientos científicos para aliviar los males que nos afligen. No sé si será una especie de añoranza de un pasado más simple, donde las cosas no cambiaban tan rápido, una edad dorada e inocente de arcoíris y unicornios, sin la maléfica lacra del progreso, aunque…
Fuente: redaccionmedica.com
¿Exagerado? Pues no. Recuerdo cuando visité en el museo una exposición sobre los antiguos iberos. ¿Saben cuál era la esperanza de vida de un hombre de la época? Unos treinta años. ¿Y de una mujer? Veintipocos, tal vez porque hace 2500 años muchas morían muy jóvenes, durante el parto. Qué quieren que les diga… Cualquier tiempo pasado no fue mejor. Actualmente, la esperanza de vida en España está en torno a 80 años para los hombres y 86 para las mujeres. En algo habrán ayudado las vacunas y otros avances científicos y médicos, me parece.
Fuente: rebuscando por Facebook
Entre el batiburrillo de negacionistas, sin duda merece destacarse a los antivacunas. Lo mejor que se puede decir contra sus tesis es que ahora mismo estamos viendo lo que significa vivir en un mundo donde falta UNA vacuna.
Las vacunas constituyen la mejor solución para que consigamos inmunidad de rebaño. Sin embargo, los antivacunas se siguen negando a aceptar lo obvio. Nunca dejarán que la realidad contradiga su ideología. Típico del negacionismo.
Ante todo, digamos que la base científica de los antivacunas no es excesivamente fiable:
Fuente: tresubresdobles.com
Otros argumentos contra las vacunas son salidas de pata de banco:
Fuente: arreunicornio.es
Algunos argumentos o memes antivacunas parecen tener más fuste, pero no resisten el examen crítico:
Fuente: boredpanda.es
No seguir los programas oficiales de vacunación sí que supone un peligro para la población. Cuando un virus llega a una persona vacunada, no puede infectarla, fracasa y se bloquea su propagación. En cambio, si entra en alguien no vacunado, se propaga, multiplica y convierte a ese individuo en una fuente de inóculo, que puede transmitir la enfermedad por doquier. Así, enfermedades que podrían estar erradicadas siguen persistiendo. Y son peligrosas, no sólo para los niños que se queden sin vacunar:
Fuente: molasaber.org
Muchas de estas enfermedades no son una broma. La poliomielitis, pongamos por caso, no es una broma. Hay enfermedades que, si no estás vacunado, pueden matarte o dejarte tullido. Ser padres implica una gran responsabilidad. Arriesgarse a arruinar la vida de un hijo, o quitársela, por una ideología… En fin, no me parece justificable.
Sigamos. Hay antivacunas que objetan lo siguiente: si la vacuna de la gripe es incapaz de acabar con la gripe, entonces la del coronavirus ¿acabaría con él? ¿Eh?
No todas las vacunas aspiran a acabar con la enfermedad. Hay casos en que es imposible, especialmente con las zoonosis, como vimos en otra entrada. Lo que sí hacen es proporcionarnos una aceptable inmunidad de rebaño. Mucha gente, sobre todo la más vulnerable (niños, ancianos…), no enfermará, ni quedará con secuelas, ni contagiará a otros; las urgencias médicas no colapsarán (y los hospitales podrán ocuparse de tratar adecuadamente a otros enfermos) y, en suma, la sociedad seguirá funcionando.
Ah, por cierto, a título de curiosidad: la vacuna de la rabia no ha acabado con la rabia, pero el índice de letalidad de este virus ronda el 100% si no te vacunas. Bueno es saberlo.
Fuente: rebelion.org
¿Tiene el movimiento antivacunas base científica? Sus integrantes así lo afirman, basándose en un famoso artículo publicado en 1998, donde se sugería que las vacunas pueden causar autismo. Ese artículo está hoy completamente desacreditado, pero merece la pena analizar este ejemplo de fraude científico, uno de los más dañinos de los últimos tiempos: el caso Wakefield. Eso sí, lo haremos en la próxima entrada, la última de la serie (esperamos).
De patógenos, virus, pandemias y disparates (I)
Hola, amigo lector. Habrás comprobado que el blog ha estado parado durante los últimos meses, más que nada por culpa de la pandemia que padecemos. Los profesores, como es el caso de quien esto escribe, hemos tenido que pasar un montón de horas delante del ordenador, dándole vueltas a la cabeza para ver cómo diantres lográbamos que nuestros estudiantes cursaran las asignaturas desde casa sin merma del rigor o la calidad de contenidos.
Ahora que el coronavirus nos concede una tregua en Europa (hasta el próximo rebrote), tenemos algo de tiempo libre para comentar temas de interés. ¿Por qué no la propia pandemia? O mejor aún, ciertas cosas que hemos tenido que leer o escuchar sobre ella; mayormente, disparates y cosas por el estilo.
Fuente: ctxt.es
He visto noticias que me han hecho pensar que a lo mejor estaba soñando; o teniendo una pesadilla, mejor dicho. Tipos que afirman que podemos protegernos del coronavirus tapándonos el ombligo para que no entren energías negativas, o bebiendo un cubata de lejía, o generando pensamientos positivos, o rezando en vez de llevar mascarilla… También hay quienes postulan que los virus no existen, o que la culpa de todo la tienen la tecnología 5G y los chemtrails, o que el coronavirus es un invento del pérfido capitalismo para mantenernos oprimidos, o… Por no mencionar a los espabilados que piensan que tras la búsqueda de la vacuna se oculta un pérfido complot que involucra a Bill Gates, el IBEX35, la OMS, la Francmasonería y un comando romulano. Ah, y también Sauron; se me olvidaba. 🙂
En fin, sobre algunos de esos disparates volveremos en la siguiente entrada. Hoy me ocuparé de un aspecto que merece cierta reflexión, y nos puede servir de aperitivo antes de entrar de lleno en el tema de los virus y las vacunas.
Fuente: www.eldiario.es
No sé, amigo lector, cómo habréis afrontado en tu país la pandemia. Aquí, en España, a mediados de marzo tuvimos que recluirnos en casa durante semanas. Tras la histeria inicial de los compradores compulsivos de papel higiénico, nos adaptamos a la nueva situación. Por norma general, hemos mantenido una disciplina y solidaridad notables. Obviamente, las medidas que debimos adoptar, de buen grado o por fuerza, son molestas, desagradables e incluso crueles. No poder visitar a tus seres queridos, o acompañarlos en sus últimos momentos, por ejemplo. Qué remedio, la mayoría lo aceptamos, y no sólo en nombre de nuestra salud, sino para proteger a los demás.
Claro, hubo quienes no lo vieron así. En las redes sociales he podido leer encendidos alegatos donde se quejaban amargamente de cómo las medidas de la cuarentena (confinamiento, mascarillas, guardar una distancia de seguridad, etc.) atentaban contra nuestra dignidad de seres humanos, la libertad y demás, y por eso había que rebelarse contra ellas.
Esas engorrosas medidas restringen nuestra libertad, nadie lo discute. Sin embargo, deberíamos ver las cosas con perspectiva, tratando de situarnos en la naturaleza y comprendiendo cómo funciona. Para eso, la ciencia nos ayuda, ya que nos muestra que no somos el centro del cosmos, sino más bien todo lo contrario. Por mucho que sufra nuesto orgullo, debemos ser conscientes de nuestra irrelevancia y asumirla.
Dejemos de momento los virus a un lado y pensemos en otras criaturas que pueden perjudicarnos, como bacterias y hongos. ¿Qué somos para ellos?
Para bacterias y hongos no somos los reyes de la creación, ni seres superiores, ni criaturas de luz, ni ángeles en potencia, ni custodios de valores sagrados, ni promesas henchidas de esperanzas, ni gaitas. No son políticamente correctos. No consideran esas cosas. Ni siquiera tienen cerebro, ni mente, ni falta que les hace.
Para bacterias y hongos, los seres humanos sólo somos cachos de carne con patas. Somos comida. Todos nosotros, sin distinciones. Y punto.
¿Quieres un ejemplo, amigo lector? Pues permíteme presentarte a Aspergillus fumigatus:
A. fumigatus es un moho bastante común. De hecho, esta microfoto se la tomamos a un cultivo aislado de una muestra de suelo de jardín. Como buen moho que es, se alimenta a base de descomponer materia orgánica. Emite enzimas que la pudren, y luego absorbe los resultados de esa especie de digestión externa. Simple y efectivo.
El mundo está lleno de mohos. Descomponen casi cualquier cosa que les pueda proporcionar nutrientes. Así, cuando afirmamos que un moho puede devorar un libro, hablamos literalmente: 🙂
A. fumigatus, como cualquier moho, se reproduce por medio de esporas microscópicas que se dispersan por el aire. Supongo, amigo lector, que ahora mismo estarás respirando (en caso contrario tendrías un problema serio, créeme). En cada inhalación, innumerables esporas fúngicas entran en tus pulmones. Es decir, van a parar a un lugar húmedo, calentito y hecho de materia orgánica: el paraíso para cualquier hongo.
¿Por qué esas esporas no germinan, permitiendo al moho crecer, pudrirte los pulmones y devorarte vivo? ¿Qué es lo que te protege? ¿Alguna energía cósmica especial? ¿Encasquetarte un gorro de papel de aluminio? ¿Cubrirte el ombligo con esparadrapo? ¿Recitar un mantra? ¿Tener los chakras bien alineados, en vez de al tresbolillo?
Lo que evita que hongos y bacterias te pudran lentamente y luego te maten es, básicamente, tu sistema inmunitario y demás defensas de tu cuerpo, tanto físicas como químicas. Medicinas, antibióticos y demás también ayudan, por supuesto, igual que las medidas de higiene, mantener un buen estado de salud, etc.
Situémonos ahora en un hospital, en el caso de un enfermo muy débil, bien sea por su edad, por estar recibiendo algún tipo de tratamiento… y que como resultado, tenga el sistema inmunitario bajo mínimos. Supongamos que las esporas de A. fumigatus llegan hasta él a través de los sistemas de ventilación del edificio; los mohos son muy buenos a la hora de infiltrarse en cualquier rincón. Como el paciente aún respira, las esporas entran en los pulmones de un cuerpo indefenso. ¿Qué supone eso para el hongo?
Buffet libre. Comida gratis.
Suena cruel, lo sé, pero es lo que hay. Los mohos necesitan materia orgánica para alimentarse. Lo mismo les da que sea un trozo de pan abandonado en un cubo de basura que un cuerpo humano. Para ellos, sólo somos unos cuantos kilos de comida ambulante. De hecho, todos los años mueren algunos pacientes en los hospitales, atacados por A. fumigatus.
Y estamos hablando de mohos, que son descomponedores oportunistas. Luego están los parásitos profesionales. A un moho le resulta muy difícil penetrar en las defensas de una persona sana. Un parásito, seleccionado por millones de años de evolución, no tendrá problema en hacerlo.
Ah, otra cosa relacionada con todo lo anterior. He comprobado durante estos meses que muchos se rasgan las vestiduras cuando los expertos utilizan un lenguaje bélico para referirse a la lucha contra las enfermedades. ¿Por qué, oh, cielos, semejante incorrección política?
Pues porque se trata de una guerra, una que empezó hace miles de millones de años, entre parásitos y sus víctimas. La naturaleza no es políticamente correcta. Para ella, el bien y el mal no tienen sentido. No gira en torno a nosotros, adecuándose a nuestras ideologías y expectativas. Se limita a funcionar, mientras disponga de una fuente de energía. Podemos visualizarla como un escenario en el que se representa una obra coral, con innumerables actores. Nosotros somos uno más.
En ese escenario, los parásitos, tanto oportunistas como especializados, van a intentar usarnos como fuente de comida. Es una guerra que existirá mientras haya vida. Una guerra en la que los parásitos ni darán ni ofrecerán cuartel. Una guerra en la cual, si queremos mantener a raya al enemigo, tendremos que embarcarnos en una carrera de armamentos, combinando juiciosamente la tecnología, el buen sentido y la experiencia acumulada durante milenios de historia humana.
Por eso debemos adoptar, en situaciones excepcionales, medidas impopulares o desagradables, que restringen nuestra libertad. A nadie le gustan, pero la alternativa es infinitamente peor. Sólo hay que echar la vista atrás, y revisar lo que ocurrió en las pandemias del pasado.
Bueno, amigo lector, he aquí el escenario. Ahora toca hablar de unos de sus actores más notables: los virus. Pero eso será en la próxima entrada.