Fantasmas pálidos

No hace falta recurrir a la ciencia ficción para hallar seres vivos asombrosos, empeñados en contradecir nuestras ideas preconcebidas sobre cómo funciona la naturaleza. Por ejemplo, centrémonos en las complejas relaciones entre plantas y hongos. Sí, ya sé; probablemente he elegido este tema porque soy botánico y micólogo… 🙂

Por cierto, las fotos proceden de nuestra web de Myco-UAL o de Pixabay, libres de derechos.

Típico moho descomponedor (Penicillium sp.).

Dado que los hongos carecen de clorofila, no pueden fabricar su propia comida y han de buscarse la vida de otro modo. En los ecosistemas, desempeñan tres roles fundamentales. Por un lado, muchos son descomponedores. Junto con las bacterias, son los grandes basureros y recicladores de la biosfera. De hecho, podríamos imaginar un mundo sin animales. Plantas y hongos bastan para que la vida perdure.

Mosca parasitada por Entomophthora muscae. Una vez muerto el insecto, el hongo expulsa sus esporas abriéndose paso entre las placas del exosqueleto, al estilo de un xenomorfo… 🙂

Otros hongos son parásitos. A nosotros nos provocan molestas micosis, a veces letales, pero realmente se ceban con las plantas. Los hongos son los principales causantes de enfermedades en los vegetales. Oídios, royas, carbones, tizones… Cualquier agricultor sabrá de lo que estoy hablando.

Pero no todo en la vida es pudrir o parasitar. Muchos hongos son simbiontes mutualistas. Es decir, se asocian con otros organismos para mutuo beneficio. Todos habremos oído hablar de los líquenes, simbiosis entre hongos y algas o cianobacterias, pero la simbiosis más importante de todas, la que mantiene viva la biosfera, es la de las micorrizas.

Los populares y sabrosos níscalos (Lactarius deliciosus) forman micorrizas con las raíces de los pinos.

En las micorrizas, el micelio del hongo está asociado a la raíz de una planta. El hongo protege a su socio y le facilita diversos nutrientes del suelo. A cambio, la planta le da azúcares y otros productos de la fotosíntesis. La simbiosis funciona muy bien. De hecho, más del 90 % de las plantas en los ecosistemas naturales necesitan hongos para sobrevivir. Sin ellos, perecerían.

Micelio fúngico visto al microscopio.

Un inciso, para los no aficionados a la Micología: las setas son los cuerpos fructíferos, el equivalente a los «frutos» de los hongos. El cuerpo de estos suele ser filamentoso, una telaraña viva llamada micelio. En algunos casos, los micelios pueden ser enormes. El récord lo posee un ejemplar de Armilaria ostoyae en Norteamérica (Oregón, concretamente), que ocupa más de 9 km2. Las setas son sólo la punta del iceberg…

Setas de Armillaria ostoyae.

Visto lo anterior, uno podría tener la impresión de que las plantas están condenadas al triste papel de la «damisela en apuros» de los cuentos: necesitan al apuesto príncipe, digo, hongo, para que las mantenga y defienda, mientras ellas se dedican a preparar la comida, cual solícitas amas de casa a la antigua usanza. Por supuesto, la relación es mucho más compleja, nada que ver con un cliché tan burdo. La simbiosis es un equipo, un aprovechamiento mutuo bien equilibrado.

Y en cuanto a las relaciones de parasitismo… Bien, a veces se cambian las tornas, y la planta es la villana de la película. 🙂

Hay plantas sin clorofila que funcionan como auténticos vampiros. Muchas de ellas, como el muérdago, los jopos o la cuscuta, chupan la savia de otras plantas, dejándolas hechas una lástima. E incluso algunas se atreven a abusar de los hongos. Forman micorrizas con ellos, sí, pero no aportan nada a cambio. Simplemente parasitan al hongo.

Monotropa uniflora, la planta fantasma.

El ejemplo más espectacular es el de las plantas del género Monotropa. En inglés se las conoce como ghost pipes o ghost plants, las pipas o plantas fantasma. En verdad tienen un aire espectral, cual fantasmas pálidos que brotan del umbrío suelo del bosque. Pertenecen a la misma familia que los brezos (si hay algún lector gallego, asturiano, cántabro o vasco, estará familiarizado con estas plantas), pero a diferencia de ellos, carecen de clorofila, pues no la necesitan. Toman todo lo esencial a partir de un pobre hongo (en concreto, de la famila Russulaceae, la misma a la que pertenecen nuestros amados níscalos y rúsulas).

Más ejemplares de planta fantasma.

De hecho, este parasitismo es incluso más retorcido. El hongo forma a su vez micorrizas con las raíces de los árboles. Eso implica que, en última instancia, la planta fantasma usa al hongo como puerta de acceso para robar sus nutrientes a los árboles.

Lo dicho: la naturaleza nunca dejará de sorprendernos e inspirarnos… 😉

Más sobre hongos y zombis

Ahora que ha visto la luz la serie The Last of Us, protagonizada por Pedro Pascal y Bella Ramsey, cabe recordar que en una de las primeras entradas del blog ya tratamos sobre el magnífico videojuego de la PS3 en el cual se basa. Échale un vistazo, amigo lector, para ponerte en situación.

En aquella entrada comentábamos que The Last of Us nos presenta un mundo postapocalíptico con una base científica sólida. En este caso, el hongo de las hormigas zombis, Ophiocordyceps unilateralis , muta y es capaz de infectar a los seres humanos. Por cierto, en muchos sitios se refieren a él como Cordyceps, pero algunas especies que antes se ubicaban en ese género se hallan ahora en Ophiocordyceps.

Hormiga parasitada por Ophiocordyceps unilateralis (fuente: www.nsf.gov)

Como diversos parásitos, desde virus hasta gusanos, los hongos del género Ophiocordyceps modifican el comportamiento de sus hospedantes para maximizar la dispersión de las esporas. En el caso de las hormigas zombis, los pobres insectos son obligados a colgarse de hojas y ramas, de tal modo que las esporas del hongo caigan sobre otras hormigas. En el caso de The Last of Us, imitan al virus de la rabia: convierten a sus víctimas en criaturas dementes y feroces, que atacan a los demás para propagar al parásito.

No hay nada de sobrenatural en esto, sino que es una consecuencia de la evolución: los que se reproduzcan y se dispersen mejor tendrán más éxito y acabarán imponiéndose. A lo largo del tiempo, eso da lugar a interacciones realmente asombrosas entre parásitos y hospedantes. Ya lo hemos discutido en otras entradas del blog.

La verdad, asusta pensar en lo que ocurriría si padeciéramos una pandemia de Cordyceps u Ophiocordyceps. Por fortuna, parece que estos hongos se han especializado en parasitar artrópodos o trufas de ciervo, de momento. 🙂

En realidad, ocurre lo contrario: somos nosotros los que nos comemos a los Ophiocordyceps. Al menos, a una de sus especies: Ophiocordyceps sinensis.

Este hongo es un parásito de orugas de polillas de la familia Hepialidae. Se da en ciertas zonas del Tíbet, Nepal y Bután, normalmente por encima de los 3500 metros de altitud. Es una fuente de ingresos para muchas comunidades de la zona, que lo buscan y recolectan. O. sinensis puede alcanzar precios muy elevados en el mercado.

Este hongo no tiene interés culinario, sino medicinal, ya que es muy apreciado en medicina tradicional asiática. No entraremos aquí en el peligro de la sobreexplotación de este recurso, o la posible competición entre los procedentes de orugas recogidas a mano en el campo frente a los cultivados en laboratorio. Simplemente, queremos hacer notar que, en la actualidad, Ophiocordyceps no es un peligro para el Homo sapiens, sino que es el ser humano el que amenaza la existencia del hongo. Desde su punto de vista, los monstruos somos nosotros.

Invertebrados y dicotomías

Ahora que se aproximan las entrañables fechas navideñas (aunque, a juzgar por la decoración en tiendas y supermercados, la Navidad empezó justo después del Día de Todos los Santos), vamos con una entrada más ligera, a modo de reflexión ociosa. 😉

A los seres humanos nos encanta tener las cosas claras y no complicarnos la vida. Por eso, a la hora de clasificar lo que sea, preferimos las dicotomías: dividirlo en dos partes. Nos ayuda a tomar decisiones, aunque por el camino se pierden las sutilezas. Así, clasificamos lo que nos rodea como bueno o malo, rojo o facha, animal o vegetal, correcto o incorrecto, nosotros o ellos… Nada de medias tintas; encasillar algo o alguien en una de dos opciones, sin más, ahorra pensar (e incluso cuestionarse las propias creencias).

La dicotomía principal, que en gran medida condiciona nuestras vidas, es la de «nosotros o ellos». Por supuesto, «nosotros» es un grupo bien delimitado, perfectamente definido, nítido. Y todo lo que no encaje ahí se convierte en «ellos». Hasta cierto punto, esta forma de pensar no debería sorprendernos. Es probable que la heredásemos de nuestros lejanos ancestros, animales sociales que vivían en grupos pequeños, cohesionados, lo que para ellos suponía el mundo familiar, conocido. Todo aquello ajeno al grupo podía ser peligroso o, como mínimo, extraño.

El problema es que otorgamos exactamente la misma categoría a «nosotros» que a «ellos», lo cual implica un fallo garrafal. Lo único que «ellos» tienen en común es no ser «nosotros». En realidad, son muchos más y enormemente diversos. La dicotomía resulta inadecuada.

La Ciencia no es ajena a este problema. Por ejemplo, durante siglos se dividió a los seres vivos en animales o plantas. Mientras que un animal es algo bien definido, dentro de las plantas se incluía a todo aquello que no fuera animal. Por eso, los botánicos acabamos estudiando organismos de lo más diverso y escasamente emparentados entre sí (plantas verdaderas, pero también hongos, algas, ciertas bacterias…).

Esta dicotomía se abandonó hace décadas, pero a los libros de texto, siempre a remolque del progreso científico, les costó mucho tiempo reconocerlo. Hoy, en nuestros institutos se enseña el sistema de 5 reinos de Whittaker… que fue propuesto en 1969, hace más de medio siglo, y ya está desfasado. 😦

Una dicotomía inapropiada que sigue muy presente en los libros de texto es la de dividir a los animales en vertebrados e invertebrados. Queda claro lo que es un vertebrado, pues nosotros también lo somos: un animal metamérico con simetría bilateral, esqueleto interno, etc. Entonces, ¿qué es un invertebrado? Pues todo aquello que no es vertebrado, claro. O sea, otra vez la dicotomía de «nosotros» frente a «ellos»: otorgar la misma categoría a un grupo pequeño y bien definido frente a otro inmenso y diverso, cuyo único nexo común es la no pertenencia al primero.

Resulta injusto poner al mismo nivel a vertebrados e invertebrados. De hecho, los biólogos clasificamos a los animales en filos (phylum; plural: phyla) o tipos. Cada uno responde a una organización corporal distinta. Hay unos 31, según autores. Bien, ¿cuántos de ellos ocupan los vertebrados? Pues solo uno. Y ni siquiera eso; en realidad, los vertebrados son un subfilo dentro del filo de los cordados.

Los invertebrados ocupan los 30 filos restantes (y parte del de los cordados). En ellos encontramos animales tan distintos como un pulpo, una mariposa, un coral, una lombriz, un erizo de mar, una esponja… Lo único que tienen en común es el hecho de no poseer cuerpos vertebrados, pero son inmensamente diferentes. Cada filo es un mundo.

Así, si seguimos dividiendo el mundo animal en vertebrados e invertebrados, los alumnos quizá no capten la gran biodiversidad que existe en nuestro planeta. Claro, es muy difícil desterrar todas estas dicotomías, que forman parte de nuestro acervo cultural desde hace milenios. Por otro lado, enseñar a unos alumnos de primaria o secundaria tantos filos puede ser una pesadilla docente. En fin, nadie dijo que ser maestro fuera fácil… 😉

Bueno, amigo lector, esperamos que estas reflexiones prenavideñas no te hayan resultado prolijas o indigestas. Te deseamos unas felices fiestas, que sobrevivas a las cenas con la familia y que no perezcas por un atracón de polvorones y otras exquisiteces. 🙂

¿Existió otra humanidad? (y II)

La provincia de Ica (Perú) es rica en hallazgos arqueológicos, entre los cuales figuran las piedras talladas, unas andesitas mesozoicas alteradas por la erosión en las que resulta fácil grabar dibujos y símbolos. Así lo han hecho diversas culturas que habitaron la zona, legándonos imágenes de flores, peces, animales diversos, etc. Sin embargo, un cierto número de ellas pueden calificarse como ooparts: objetos fuera de contexto o anacronismos. Muestran escenas que no casan con lo que sabemos de las civilizaciones precolombinas. De hecho, más bien parecen caer dentro del ámbito de la ciencia ficción: seres humanoides conviviendo con dinosaurios, operaciones quirúrgicas avanzadas…

Asombroso, ¿verdad? A los españolitos de a pie nos abrió los ojos en 1975 el libro de J. J. Benítez Existió otra humanidad. A muchos nos impresionó y convenció de que en la Tierra hubo otras civilizaciones hace más de 65 millones de años.

La historia de las piedras de Ica había empezado la década anterior. La resumiremos, pues puede leerse con más detalle aquí.

Dr. Javier Cabrera Darquea (fuente: Wikipedia)

En 1966, al Dr. Javier Cabrera le regalaron una extraña piedra que tenía grabado un pez. El doctor interpretó que se trataba de una especie extinta hacía millones de años, y eso, según él, espoleó su curiosidad. Así, empezó a adquirir piedras talladas, primero suministradas por Carlos y Pablo Soldi, y finalmente por su mayor proveedor, Basilio Uchuya. En las décadas siguientes, el Dr. Cabrera llegó a poseer miles de piedras, e incluso fundó su propio museo para exhibirlas.

¿Por qué son tan especiales? Pues porque en ellas vemos imágenes de dinosaurios no avianos y otras criaturas prehistóricas, extinguidas hace millones de años. También hallamos seres humanoides que parecen poseer una avanzada tecnología, practican operaciones quirúrgicas, se pelean con los susodichos dinosaurios… Asimismo, hay mapas que no se corresponden con los continentes actuales. En suma, si esas piedras talladas fueran genuinas, deberíamos admitir que hace millones de años existió otra humanidad, lo que nos obligaría a reescribir la historia de la vida en nuestro planeta.

«Hombre del Gliptolítico» a lomos de un dinosaurio (fuente: lacienciaysusdemonios.com)

Según el Dr. Cabrera, el Hombre del Gliptolítico, como denominó a aquellos seres, cohabitó con los dinosaurios, creó genéticamente al hombre moderno y se largó de la Tierra por culpa de alguna catástrofe cósmica. Como cabría esperar, estos hallazgos atrajeron la atención de numerosos «especialistas» en las pseudociencias, no sólo J. J. Benítez y Jiménez del Oso. El mismísimo von Däniken se pasó por allí. Incluso miembros de la realeza, como la reina Sofía en España, adquirieron alguna de esas piedras.

En la década de 1970, todo parecía posible. Ay, cómo pasa el tiempo. Por desgracia, el asunto de las piedras de Ica tiene toda la pinta de ser un fraude, y bastante tosco. Ahora, más viejos y tal vez algo más sabios, podemos revisarlo y maravillarnos de nuestra credulidad acrítica en aquellos tiempos. En fin, vayamos por partes.

El hecho de que nunca se revelara el lugar donde se hallaron las piedras ya tendría que habernos hecho sospechar de que allí había gato encerrado. Sin una estratigrafía válida, es imposible fechar los hallazgos. La edad de las piedras no nos sirve pues, obviamente, será mayor que la de los grabados, pero sin poder estudiar el lugar donde se desenterraron, ¿cómo datarlos?

Por otro lado, como ya expusimos en una de las primeras entradas del blog, los fraudes suelen tener éxito porque nos dicen lo que queremos oír. Pueden acomodarse a nuestros prejuicios (véase el caso del hombre de Piltdown) o, como aquí, contarnos una historia apasionante de humanidades desconocidas, abnegados héroes descubridores que luchan contra el paradigma imperante, la cerrazón mental de los «científicos oficiales», esas malvadas criaturas que, fruto de oscuros contubernios, son incapaces de admitir lo obvio… 🙂

Basilio Uchuya fabricando una piedra tallada, más falsa que un billete de 3 euros 🙂 (fuente: pueblosoriginarios.com)

Pero los fraudes caen, tarde o temprano. Cuando las autoridades peruanas detuvieron a Basilio Uchuya por (supuestamente) traficar con antigüedades, el huaquero tuvo que reconocer que de antigüedades, nada de nada. Él las fabricaba. Bueno, él y más gente, pues los turistas las demandaban, pagaban su buen dinero y de algo había que vivir…

Lo disparatado, lo estrafalario de lo que se mostraba en las piedras hizo que científicos y arqueólogos no se las tomaran en serio. Y por si faltaba algo, en 1998 Vicente París ofreció pruebas inequívocas de fraude. Por ejemplo, microfotos que probaban el uso de pinturas actuales o de papel de lija. Por supuesto, los partidarios de la existencia de esa humanidad gliptolítica, como algunos la denominaron, aducen que la falsedad de unas piedras no implica que todas lo sean. Pero, aquí entre nosotros, es para mosquearse…

Algunas de las incongruencias de las piedras talladas tendrían que habernos hecho sospechar, ya por aquel entonces, que se trataba de un fraude, y bastante burdo. Hoy, que conocemos mucho más sobre lo dinosaurios, los fallos son aún más palmarios. Veamos unos cuantos, sin prisa pero sin pausa.

En primer lugar, la calidad técnica de las piedras no casa con la supuesta tecnología que exhiben. Dicho de otro modo, los grabados son más bien cutres. Según los defensores de la humanidad gliptolítica, esta poseía una tecnología avanzadísima, superior a nuestra actual civilización. Caramba, si esos humanoides decidieron preservar su sabiduría en forma de piedras grabadas, los dibujos se nos antojan muy infantiles:

A la izquierda, grabado hecho supuestamente por unos seres avanzadísimos hace millones de años. A la derecha, dibujo hecho hace unos siglos por un miembro de nuestra atrasada especie. Compárese la diferencia de calidad… (fuente: es.wikipedia.org) 😉

Los defensores de su autenticidad aducen que en varias piedras hay mapas que reflejan un mundo distinto al actual. De acuerdo, la deriva continental hace que los continentes vayan dando tumbos de un sitio a otro, pero los mapas de las piedras no es que sean muy detallados, precisamente:

Para tratarse de la obra de una civilización avanzadísima, el mapa no es un prodigio de la cartografía… (fuente: Wikipedia).

También consideran que una prueba de que aquellos humanoides eran muy avanzados se refleja en su dominio de la cirugía. Bueno, el instrumental que usan más bien parece propio de un carnicero que de un cirujano… E insistamos en la poca calidad de los dibujos, sin demasiados detalles:

El instrumental empleado en esta operación craneal no es precisamente un bisturí láser. Y tampoco estaría mal que el cirujano usara mascarilla… 🙂 (fuente: Wikipedia).

Dejando aparte ciertas piedras que muestran escenas pornográficas y otras asaz pintorescas, mi alma de biólogo amante de la Taxonomía pide que me centre en la fauna que muestran. Véase, por ejemplo, esta:

1: Brontosaurus. 2: Tyrannosaurus. 3: Pteranodon. 4: Stegosaurus. 5: Triceratops. (fuente: a partir de lacienciaysusdemonios.com)

Tenemos cuatro dinosaurios y un pterosaurio volador (que no es un dinosaurio). Cuando se piensa en dinosaurios, mucha gente cree que todos vivieron al mismo tiempo. Y eso, me temo, se aplica al que talló la piedra. Pero si nos zambullimos en los abismos del tiempo, la era Mesozoica fue un periodo vastísimo, pues duró 185 MA (millones de años). Nos tememos que unos cuantos de esos dinosaurios (y el pterosaurio) no coincidieron en el pasado. ¿Hace cuánto que vivieron? Pues: Stegosaurus: 156-144 MA. Brontosaurus: 155-152 MA. Pteranodon: 86-84,5 MA. Triceratops (por cierto, no tenía 5 dedos funcionales en las patas, como aparece en la piedra) y Tyrannosaurus: 68-66 MA.

O sea, un brontosaurio y un tiranosaurio están más alejados entre sí que el tiranosaurio de nosotros, pues los dinosaurios no avianos se extinguieron hace unos 66 MA. Juntarlos todos, como en la saga de Parque Jurásico, es una incongruencia grave, un anacronismo tremendo.

Los partidarios de la humanidad gliptolítica podrían aducir que quizás esta habitó el planeta durante el Jurásico y el Cretácico, casi 90 MA, y a lo mejor la piedra es una especie de catálogo, pero eso es demasiado tiempo. Demasiado. Por otro lado, pese a lo difícil que es dejar restos fósiles, estamos hablando de tantos MA que es inevitable que quedaran más vestigios de aquellos individuos. Y ni rastro de ellos, oigan.

Algunas escenas muestran a esos humanoides luchando o siendo atacados por dinosaurios. Uno de los mayores disparates es contemplar a saurópodos, unas bestias herbívoras y de enorme tamaño, devorando humanos:

Dinosaurio saurópodo herbívoro agarrando por el pescuezo a un hombre gliptolítico de considerable tamaño (fuente: lacienciaysusdemonios.com).

Por cierto, ¿con qué cazaban a los tiranosaurios y similares? Puesto que se trataba de una civilización avanzada, cabría esperar que usaran armas de fuego, pistolas de rayos, qué se yo… Pero nada de eso. Cuchillos y hachas… 🙂

Titánica lucha entre un tiranosaurio (o algo parecido) y un par de hombres gliptolíticos. Yo apostaría por el dinosaurio (fuente: Pueblos Originarios).

Otras piedras contradicen lo que hoy conocemos sobre los dinosaurios no avianos. Algunas sugieren que los hombres gliptolíticos les practicaban la cesárea a los dinosaurios, o que algunos de estos eran vivíparos:

Parto de dinosaurio. Por suerte para la madre, el bebé no tiene placas en el lomo… 🙂

Hoy sabemos que los dinosaurios pertenecen a la rama del árbol de la vida de los arcosaurios, cuyos representantes vivos son las aves (auténticos dinosaurios) y los cocodrilos (estos no son dinosaurios, pero quedn muy próximos). Y todas las especies que conocemos, todas, son ovíparas. Asimismo hemos hallado fósiles de huevos de dinosaurios de muy distintas familias. Conclusión: eran ovíparos.

En otras piedras se sugiere que algunos dinosaurios podrían sufrir metamorfosis, como los anfibios:

Presunta metamorfosis de un Stegosaurus (Fuente: eugeniotait.info).

Biológicamente parece imposible. Los dinosaurios son amniotas; al igual que otros reptiles, aves o mamíferos, no sufren metamorfosis. Sí, existieron dinosaurios con hábitat acuático, como Spinosaurus, pero no sufrían metamorfosis. Más bien podrían equipararse a enormes cocodrilos. En suma, no hay ni rastro de renacuajos de dinosaurio, ni nada que apoye su existencia.

Los defensores de la humanidad gliptolítica arguyen que eso es un motivo para creer que aquellos humanoides conocían cosas que a nosotros se nos escapan; por tanto, se trata de una prueba de la autenticidad de las piedras. Claro, otra posibilidad es que quienes falsificaron las piedras no tenían ni idea de cómo funcionan los arcosaurios ni de los mecanismos de la evolución y metieron la pata. Aplicaré el principio de parsimonia, como buen científico, y me quedaré con la última hipótesis. 😉

Ah, la piedra del presunto dinosaurio marsupial me ha llegado al alma. Sin comentarios: 😀

Pero si hay algo que hoy nos muestra la falsedad de los grabados, dejando aparte incongruencias temporales o biológicas, es el propio aspecto de los dinosaurios. La Paleontología ha avanzado mucho en las últimas décadas y, ¿saben una cosa? Los dinosaurios de las piedras de Ica tienen el aspecto de los que aparecían en los libros de la década de 1960, cuando eran vistos como unos restiles torpes y lentos. Además, son los más populares en aquellos años.

Por ejemplo, fíjense en la imagen del tiranosaurio que vimos más arriba peleándose con el tipo del hacha, y compárese con la que hoy es más aceptada, después de los últimos descubrimientos. Frente a un tiranosaurio gordinflón que arrastra la cola como si fuera la de un vestido de novia y que mantiene el torso vertical (como el primer Godzilla, para entendernos), hoy lo representamos con el torso horizontal, la cola tiesa para hacer de contrapeso, aspecto de formidable depredador… Tal que así:

Lo mismo puede aplicarse al brontosaurio. Los saurópodos no eran tan gordos ni arrastraban las colas por el suelo. Además, ¿por qué en las piedras no hay velocirraptores, o dinosaurios emplumados? ¿Por qué no hay ni un Carnotaurus, un Argentinosaurus u otros dinosaurios que vivieron precisamente en lo que hoy es Sudamérica? Pues porque en aquellos años no aparecían en los libros de divulgación. Es tan simple como eso.

En resumen, todo se explica si nos fijamos en la foto siguiente. Aquí vemos a Basilio Uchuya mostrando una lámina con ilustraciones de los dinosaurios de aquellos años. Son idénticos a los de las piedras: la idea que en la década de 1960 se tenía de los dinosaurios. Más claro, agua:

Los disparates e incongruencias son innumerables. Para no cansarte, amigo lector, mencionaré alguno más. Aquí se ve un intento de relacionar las piedras con las pistas de Nazca, uno de los hitos arqueológicos favoritos de los defensores de la teoría de los antiguos astronautas:

El problema es el mono de la cola en espiral. Tiene toda la pinta de un mono araña. Los monos americanos (platirrinos) evolucionaron hace unos 40 MA. O sea, muchos MA después de que los supuestos hombres gliptolíticos se marcharan de nuestro planeta en busca de pastos más verdes. Vamos, que hay que ser muy ingenuo para no darse cuenta de que tanto el mono como el colibrí que aparecen en las piedras se han copiado a partir de fotos de las pistas de Nazca, para parecer más misteriosas, a ver si cuela…

Y sobre el hombre mono, mejor corramos un tupido velo: 😀

En fin, dejémoslo ya. Quizá lo más interesante de este caso no son las piedras en sí, sino cómo solemos aceptar ciertas teorías sin el más básico espíritu crítico. Ahí radica la grandeza de la Ciencia: combinar el sentido de la maravilla con un sano escepticismo constructivo.

¿Existió otra humanidad? (I)

Hagamos historia. Quienes pasamos nuestra infancia y adolescencia en la España de la década de 1970 recordamos aquellos tiempos apasionantes, cuando nuestro país pasó de la dictadura a la democracia y sobrevivimos, pese a todos los pronósticos. 😉

En esos años sólo había una televisión, la oficial, con dos cadenas (¿os acordáis de lo que era el UHF?). 😀 Tal vez por eso nos sabíamos de memoria la programación, y aguardábamos con ansia a nuestros programas favoritos. Entre ellos había algunos que nos apasionaban: los de ciencias ocultas. O dicho en términos actuales, la divulgación pseudocientífica.

Ya por aquel entonces, temas como los ovnis, el espiritismo, los dobladores de cucharas, las civilizaciones prehumanas y similares tenían su hueco en la pequeña pantalla. Y nos lo creíamos todo porque, al fin y al cabo, salía en la tele. Cuando eres un niño o un adolescente, eso te marca.

Podemos citar a una de las figuras señeras, Fernándo Jiménez del Oso. Su programa Más Allá tenía unos buenos índices de audiencia. Sin duda, nos despertaba el sentido de la maravilla, e impulsó la aparición de revistas y colecciones de libros sobre pseudociencias. Algunas gozaban de unas ventas que cualquier humilde escritor de fantasía o ciencia ficción envidiaría. Confieso que tengo la colección completa de la revista Mundo desconocido, y unos cuantos de aquellos entrañables libros de la colección Otros mundos (Editorial Plaza y Janés), con sus tapas duras y las líneas doradas en la portada que recordaban a un reloj de arena…

La colección Otros Mundos… Ay, qué recuerdos… 🙂

En fin… El tiempo pasa, y uno va adquiriendo el sano escepticismo (sin perder el imprescindible sentido de la maravilla) que otorga una formación científica. Cuando sometemos a escrutinio las afirmaciones de las pseudociencias, que de jóvenes creíamos a pies juntillas, resulta que se derrumban cual castillo de naipes. En mi caso, mis gustos se fueron apartando de ellas para centrarse en la ciencia ficción y la fantasía. Ahí, al menos, los autores no pretendían engañarnos, sino que nos ofrecían honestamente sus apasionantes universos inventados… lo que nos impulsó a crear los nuestros. Pero bueno, eso ya es otra historia. 😉

De todos modos, uno no puede sino recordar con cariño aquellos tiempos. Y ahora, décadas después, no estaría mal revisitar uno de los libros que más me impactaron en su momento. Me refiero a Existió otra humanidad (1975), de Juan José Benítez.

La verdad, lo que se contaba en aquel libro me impresionó. Además, era la época en que estaban muy de moda los dioses astronautas de Erich von Däniken, autores como Charles Berlitz, Peter Kolosimo… Pero dejémonos por el momento de ovnis, tríangulos de las Bermudas y parapsicología, y centrémonos en un tema concreto: la posible existencia de civilizaciones tecnológicas complejas, miles o millones de años antes de la aparición de Homo sapiens.

Un siluriano original de la serie Dr. Who. Fuente: en.wikipedia.org.

El tema, cómo no, también ha recibido la atención de los científicos. De hecho, de ahí proviene la hipótesis siluriana, llamada así en honor de la serie de ciencia ficción Doctor Who. Si entiendes el inglés, amigo lector (algo imprescindible hoy para estar al tanto de los últimos avances científicos), aquí tienes enlaces a un interesante vídeo al respecto, así como al artículo original (siempre es aconsejable acudir a las fuentes, en vez de hablar de oídas). Traducimos el resumen del artículo:


Si una civilización industrial hubiera existido en la Tierra muchos millones de años antes de nuestra era, ¿qué huellas habría dejado y serían detectables hoy en día? Resumimos la probable huella geológica del Antropoceno, y demostramos que, aunque clara, no diferirá mucho en muchos aspectos de otros acontecimientos conocidos en el registro geológico. A continuación, proponemos pruebas que podrían distinguir de forma plausible una causa industrial de un acontecimiento climático que se produce de forma natural.

¿Qué trazas de antiguas civilizaciones se conservarían al cabo de millones de años? No podemos confiar en que alguien acabe convertido en fósil, pues el proceso es más raro de lo que parece y la naturaleza es caprichosa. Mejor sería buscar indicios físico-químicos de sociedades industriales anteriores al Antropoceno. No obstante, los autores del artículo señalan que cuanto más dure una sociedad, más sostenible será y menos tenderá a dejar huellas. En resumen, podría resultar difícil distinguir si una extinción masiva ha sido provocada por el colapso de esas presuntas civilizaciones o por causas naturales. Asimismo, sería discutible que otras civilizaciones produjeran plásticos u otros compuestos contaminantes como nosotros, fácilmente detectables.

Y al final del artículo:

Aunque dudamos seriamente que haya existido una civilización industrial anterior a la nuestra, plantear la pregunta de una manera formal que articule explícitamente cómo podría ser la evidencia de dicha civilización plantea sus propias preguntas útiles relacionadas tanto con la astrobiología como con los estudios del Antropoceno.

Prudencia científica… A diferencia de lo que muchos pseudocientíficos creen, por haberlo oído en labios de algún youtuber afín, en el artículo nunca proponen que haya habido una civilización anterior a la nuestra. Simplemente, estudian la dificultad de detectarla y sugieren que conforme se perfeccionen nuestros métodos de análisis, podremos afinar a la hora de buscar trazas de actividad industrial en el remoto pasado… o en otros mundos.

En quienes propongan la existencia de esas civilizaciones recae la carga de la prueba. Para los científicos, si alguien plantea una hipótesis, debe apoyarla en pruebas sólidas que se ajusten a la evidencia. Y hasta ahora, no hay ninguna de que hayan existido otras humanidades en la Tierra anteriores a la nuestra.

Entonces, ¿en qué se apoyan los pseudocientíficos cuando postulan su existencia? A falta de registro fósil y otras evidencias, se basan en los ooparts: objetos incongruentes, inexplicables para su época… El problema es que existen explicaciones, sí, y más sencillas. En tal caso, la Ciencia aplica el principio de parsimonia: las hipótesis más simples son las más probables. Sobre todo, si las pseudocientíficas se basan en malas interpretaciones o en fraudes.

Y eso nos lleva a Existió otra humanidad. En aquel libro que tanto nos impactó de jóvenes, J. J. Benítez deja caer que en el Mesozoico, hace por lo menos 66 millones de años, seres humanoides con una tecnología avanzada convivieron con los dinosaurios. Todo eso se basa en unas piedras grabadas, las famosas piedras de Ica.

En esta piedra de Ica vemos a un individuo cabalgando un Triceratops (fuente: lacienciaysusdemonios.com).

Nos ocuparemos de ellas en la segunda parte de esta entrada. Toma ya, cliffhanger… 🙂

Premios literarios

Ups… Disculpa, amigo lector, pero entre unas cosas y otras, llevamos un tiempo sin actualizar el blog. Bueno, al tajo, y empecemos con novedades literarias.

Como muchos ya sabrán, uno de nosotros, Guillem Sánchez, ganó el prestigioso Premio Minotauro 2022 con una novela escrita a dúo con Víctor Conde:

Y más recientemente, quien esto escribe (Eduardo Gallego) y Guillem Sánchez hemos quedado finalistas del XXX Certamen Jara Carrillo de relatos de humor, en la modalidad de cuento. Teniendo en cuenta que se presentaron 523 relatos de varios países, no está mal…

Los cuentos serán publicados en 2023. La verdad, nos llena de orgullo y satisfacción que el jurado seleccionara un relato tan políticamente incorrecto como el nuestro. 🙂

Y después de las noticias, dentro de poco habrá nueva y sesuda entrada…

Una de romanos

Según el Diccionario de la Real Academia, una ucronía es una «reconstrucción de la historia sobre datos hipotéticos». O sea, el resultado de preguntarse: «¿Qué habría ocurrido si…».

Se han escrito innumerables ucronías, y no sólo por los autores de ciencia ficción. Algunas de ellas son realmente magníficas, y especulan sobre realidades alternativas en las que las potencias del Eje vencieron en la Segunda Guerra Mundial, la Armada Invencible derrotó a la flota inglesa, los mongoles conquistaron toda Europa, los neandertales fueron la especie humana predominante… No las citaremos aquí. Te animamos, amigo lector, a investigar por tu cuenta y disfrutar de la imaginación de los escritores.

En esta entrada nos fijaremos en una de tantas posibles ucronías: ¿Y si el Imperio Romano no hubiera caído? ¿Y si hubiera llevado a cabo la revolución industrial durante su época más gloriosa, el siglo II, fomentando el uso a gran escala de máquinas de vapor? ¿Cómo sería el mundo actual? ¿Nos habríamos ahorrado los años oscuros de la Edad Media? ¿O la primera bandera desplegada en la Luna exhibiría el lema «SPQR»? 🙂

Sin embargo, la pregunta del millón tal vez sea: ¿Por qué esa revolución industrial no ocurrió?

Mecanismo de Anticitera. Fuente: es.wikipedia.org

Hay quienes defienden que todos los grandes logros de las civilizaciones pretéritas son obra de alienígenas, atlantes o similares. Por tanto, dan por sentado que nuestros antepasados eran tontos o incapaces, y nada más lejos de la realidad. De hecho, egipcios, griegos y romanos, sin ir más lejos, eran bastante ingeniosos, además de hábiles. Por ejemplo, el famoso mecanismo de Anticitera nos demuestra que podían construir computadoras analógicas, o algo parecido.

En cuanto a la capacidad de construir máquinas de vapor, recordemos la Eolípila de Herón de Alejandría:

Eolípila de Herón (fuente: es.wikipedia.org)

En resumen, los romanos disponían de la habilidad y los conocimientos para empezar a desarrollar máquinas complejas, como la de vapor. También conocían el carbón. ¿Por qué no se embarcaron en una aventura tan prometedora? Bueno, reducir la respuesta a un único factor es simplificar mucho las cosas, pero hay algo que destaca por encima de todo lo demás. Un ejemplo actual puede ayudarnos a comprenderlo.

Los primeros automóviles eléctricos se diseñaron en el siglo XIX, y a principios del XX había modelos de coches perfectamente funcionales. Sin embargo, entraron en declive a partir de la década de 1910, y fueron sustituidos por los que llevaban motores de combustión interna, alimentados por gasolina o gasoil. ¿Por qué?

Pues, entre otras cosas, porque se descubrieron yacimientos de petróleo que convirtieron a sus derivados en una fuente de energía abundante y barata. Además, los motores de combustión interna funcionaban muy bien. Eso frenó los intentos de mejorar el rendimiento de los vehículos eléctricos. A la larga, esto ha resultado perjudicial. El empleo masivo del petróleo ha devuelto a la atmósfera megatoneladas de carbono que estaban ocultas en las entrañas del planeta, con las consecuencias que todos conocemos.

Algo parecido ocurrió con el Imperio Romano. Tenían conocimientos y habilidades para haber desarrollado máquinas que mejoraran el rendimiento del trabajo, sabían lo que era el carbón… No obstante, existía una alternativa más barata y fácil de usar: los esclavos.

El propósito último de las máquinas es facilitar o hacer mucho más eficaz el trabajo. Sin embargo, en el mundo grecolatino de la Antigüedad, las sociedades se basaban en la esclavitud. Los esclavos podían hacer todo el trabajo, hasta las tareas más duras o ingratas. Constituían una fuente de energía renovable, por decirlo así, fácil de manejar… ¿Para qué complicarse la vida desarrollando la máquina de vapor?

Cualquier emprendedor romano sería presa del desánimo si lo intentara. Se gastaría un montón de dinero para nada. Cualquier revolución industrial requiere una infraestructura a gran escala (por ejemplo, de vías férreas para las locomotoras de vapor), lo que implica, entre otras cosas, la intervención del Estado. Pero habiendo esclavos baratos, ¿qué gobernante abogaría por semejante inversión? Mejor dejar las cosas como estaban. Ya se sabe: si funciona, no lo toques. Los intentos aislados de progresar se ahogarían en un mar de indiferencia.

Claro, lo que en un momento puede parecer una bicoca, a la larga encierra las semillas de su propia destrucción. Un imperio basado en la esclavitud no tenía futuro, pero ¿quién podía preverlo?

Falsos recuerdos

La implantación de falsos recuerdos, el no saber distinguir lo real de lo impuesto, aparece en numerosos relatos de ciencia ficción. Pocos autores han tratado mejor el tema que Philip K. Dick (1928-1982), con obras tan geniales como Ubik, donde la distorsión de la realidad es la norma. O, sin ir más lejos, pensemos en la aclamada película Total Recall (1990), basada precisamente en un cuento de Dick (We Can Remember It for You Wholesale). En España se presentó bajo el título de Desafío total.

Muchos autores han tratado la posibilidad de que nos impongan recuerdos de algo que nunca vivimos. Asimismo, han imaginado empresas que podrían, por un módico precio, implantarnos recuerdos de vivir en lugares maravillosos, convertirnos poco menos que en los reyes del mambo, o hacernos creer que moramos en un paraíso cuando realmente habitamos un cuchitril infecto y nos ganamos la vida con un trabajo penoso. O podríamos vivir en una realidad virtual controlada por máquinas. O… En fin, amigo lector, seguro que te vienen a la mente un montón de ejemplos (esperemos que no sean falsos recuerdos). 🙂

Pero ¿se trata de una fantasía propia de la ciencia ficción, u ocurre en la vida real?

Nuestro cerebro dista mucho de ser infalible, y puede ser engañado, generándole falsos recuerdos. Por ejemplo, una sesión de hipnosis mal llevada, bien por malicia o por torpeza, puede hacer creer al sujeto que ha vivido acontecimientos que jamás existieron. En ocasiones resulta pintoresco, como esos hipnotizados que rememoran presuntas abducciones alienígenas. Sin embargo, en otros casos las consecuencias son más graves, como las acusaciones de abusos infantiles que supuestamente salen a la luz tras una sesión de hipnosis. Un falso recuerdo puede arruinar la vida de una persona. 😦

El tema es polémico, pues no todos los expertos creen en el síndrome del falso recuerdo. Pero haberlos, haylos. Y lo más chusco del caso es que nos los provocamos nosotros mismos. Para no ponernos muy trágicos, que bastante sombrío está el panorama ahora mismo en el mundo, centrémonos en algunos falsos recuerdos que pueden resultar hilarantes; sobre todo, los relacionados con los medios de comunicación. Los españoles que lean esto y tengan una cierta edad, seguro que sabrán de lo que hablamos.

Recuerdan ustedes el caso de Ricky Martin, el perro y la mermelada, ¿a que sí? Pues hubo gente que juraba y perjuraba haberlo visto en la tele… 😀

Pero retrocedamos un poco más en el tiempo. En concreto, a una época que, al menos en sus postrimerías, nos será familiar a los que ya peinamos canas o abrillantamos calvas.

Cuando pensamos en revistas satíricas españolas, la primera que nos viene a la mente, cómo no, es El Jueves («la revista que sale los miércoles»). Pero antes que ella, hubo otras. Durante la dictadura franquista, la más famosa fue La Codorniz («la revista más audaz para el lector más inteligente»), que duró desde 1941 hasta 1978.

El director que más tiempo permaneció al mando de la revista, de 1944 a 1997, fue Álvaro de Laiglesia (1922-1981). Tengo ante mí un libro que compré hace décadas, cuando salió en 1981: «La Codorniz» sin jaula, escrito por él. Las hojas están ya de un color amarillento tirando a pardo. Ay, cómo pasa el tiempo… Al menos, las palabras se leen perfectamente. Don Álvaro sabía que su revista había hecho historia, y necesitaba que quedara constancia de ello.

La Codorniz se convirtió en un mito, y de ella se contaron (y aún se cuentan) mil y una anécdotas. Como reconoce don Álvaro, consiguieron marcarle más de un gol por la escuadra a la torpe censura franquista, pero también circulan numerosos bulos sobre la revista que nunca, nunca fueron publicados. Más que nada porque quienes trabajaban en la revista se habrían buscado la ruina. Sin embargo, hay gente empeñada en que son reales, que los leyó en la revista, palabra de honor. Falsos recuerdos.

En un capítulo del libro (Los bulos y los huevos), don Álvaro pasa revista a alguno de esos disparates. Sí, La Codorniz le tomaba el pelo a la censura, pero sabía dónde estaban los límites, y procuraba no traspasarlos. De hecho, recibió algunos palos muy gordos por propasarse, pero ciertas cosas nunca las hizo. Veamos ejemplos.

Tenemos el celebrado parte meteorológico: «Reina un fresco general procedente de Galicia». Si tú, amigo lector, no eres español, has de saber que el dictador Francisco Franco era gallego, y ostentaba el título de Generalísimo. 🙂 Obviamente, semejante chiste nunca vio la luz. Hasta el último miembro de la redacción de la revista habría acabado en la cárcel. Pues bien, había gente que aseguraba haberlo leído. Falsos recuerdos.

O la noticia sobre «La moto verde del Marqués de Villavespa». A los jóvenes tal vez no les diga nada, pero era un juego de palabras burlón que se refería a la compra de una moto Vespa por el Marqués de Villaverde (yerno de Franco). 😀 El bulo llegó incluso a ser creído por las autoridades de la época. Citamos textualmente (pág. 12):

Recuerdo perfectamente, con cierto bochorno también, la visita que me hicieron dos inspectores de Policía para pedirme que les mostrara el número de La Codorniz en el que se había publicado un artículo en el que se mencionaba «la moto verde del Marqués de Villavespa».

–Suponiendo que yo hubiera publicado esa majadería –dije bastante furioso–, ¿se imaginan que iba a ser tan ingenuo en mostrársela para que me detuvieran «por desacato a la familia del Jefe del Estado»? Busquen ustedes mismos el número en el que se publicó, y cuando lo tengan en la mano vengan a detenerme.

Los dos inspectores se fueron más corridos que un par de monas, porque a nadie se le ocurre ir a pedirle el cuerpo del delito al posible culpable. Jamás volvieron por el despacho, lo que me hace suponer que seguirán buscando […].

Obviamente, lo de la moto era un pedazo de bulo. Falsos recuerdos.

Quizás el más famoso fue el bulo del tren. Incluso décadas después de que cerrara la revista, había gente que aseguraba haber tenido en sus manos un número de La Codorniz en cuya portada había un tren entrando en un túnel. Las páginas de la revista estaban todas en negro, y en la contraportada se veía la salida del túnel. Don Álvaro siempre se preguntó cómo alguien podría creerse semejante mentecatez. Falsos recuerdos.

Nuestro cerebro es una herramienta que nos ha permitido sobrevivir como especie y llegar hasta donde ahora estamos. Sin embargo, no es infalible, y puede traicionarnos, e incluso ser manipulado por otros para cambiar nuestro comportamiento. No lo olvidemos…

Ciencia e ideologías se llevan mal

Es muy humano creer que somos el centro del cosmos, que cuanto nos rodea debe amoldarse a nuestras expectativas y que todo tiene un propósito último. Por desgracia, conforme aumenta nuestro conocimiento del universo descubrimos que la Tierra es apenas una mota de polvo imperceptible perdida en una de tantas y tantas galaxias. Vivimos en un universo enorme e indiferente, que seguirá funcionando exactamente igual cuando hayamos desaparecido. Sin embargo, nos cuesta resignarnos. Igual que un niño pequeño cuando se niega a ver o escuchar algo que le incomoda, pretendemos que la naturaleza se ajuste a nuestros deseos.

Puesto que la Ciencia es, sin duda, la mejor herramienta a nuestra disposición para averiguar cómo funcionan las cosas, nos enfadamos cuando no nos da las respuestas que queremos. Con tal de no admitir que podemos estar equivocados, tratamos de hacer pasar por Ciencia algo que no lo es, siempre que sirva para confirmar nuestros más arraigados prejuicios. O, en el peor de los casos, mandamos callar a los científicos, esos aguafiestas, para que los malditos datos no dañen nuestros preciosos sentimientos.

Cualquier historiador de la Ciencia podrá citar ejemplos de pseudociencias que fueron adoptadas por líderes políticos o religiosos para justificar sus creencias. Hay casos a lo largo y ancho del espectro ideológico, tanto a babor como a estribor. Algunos son cómicos o simplemente chocantes, mientras que otros han provocado la muerte de millones de personas, desastres ecológicos, miseria y dolor…

Entre lo pintoresco, rozando lo estrambótico, pensemos en ciertos ecopacifistas veganos estrictos que se niegan a aceptar la existencia de animales carnívoros. Mejor dicho, piensan que se trata de algo anormal que debería corregirse, bien sea exterminando a los sanguinarios e insolidarios depredadores, o bien cambiándoles la dieta (mediante Ingeniería Genética o por las bravas). Esta famosa escena de Futurama lo describe a la perfección: 🙂

Por desgracia, otros casos no tienen nada de cómico. Véase el ejemplo del negacionismo por parte de la extrema derecha frente al hecho de que las temperaturas están subiendo año tras año en nuestro planeta. Tenemos que adaptarnos al cambio climático y aprender a convivir con él, pero si ciertos líderes lo niegan y dejan de tomar medidas ahora que aún estamos a tiempo, pues mal vamos…

El siglo XX nos proporciona ejemplos palmarios de doctrinas pseudocientíficas que se hicieron pasar por científicas. Sin ir más lejos, pensemos en lo que ocurrió con la Ciencia alemana durante el nazismo, cuando se negaron a aceptar la teoría de la relatividad y otros aspectos de la nueva Física por el hecho de que Einstein fuera judío. Y de lo que hicieron con la Biología y su uso torticero de la teoría de la evolución, o de la «Cosmología aria», mejor no hablar. Recomendamos la lectura del libro de Eslava Galán Enciclopedia nazi contada para escépticos, tan divertido como triste y desolador a la vez, donde todo esto se explica bastante mejor de lo que podríamos hacerlo aquí.

En esta entrada vamos a centrarnos en uno de los casos de pseudociencia (o de sumisión de la Ciencia a la política, según se mire) que más daño y muertes han causado: el lysenkoísmo. Es ideal para mostrarnos lo que ocurre cuando pretendemos que la naturaleza se ajuste a una ideología concreta. Es algo que todos los biólogos tenemos (o deberíamos tener) siempre presente.

Retrocedamos a la primera mitad del siglo XX, y ubiquémonos en la Unión Soviética en tiempos de Stalin. Después de la Revolución, la agricultura soviética no pasaba por sus mejores momentos. Se había primado a la industria frente al campo, y entre colectivizaciones agrarias forzosas, purgas de kulaks y decisiones poco acertadas, las cosechas iban de capa caída. En cuanto a los campesinos, afirmar que andaban desmotivados sería quedarse cortos. De hecho, muchos preferían que la cosecha se perdiera a entregársela al Gobierno. Para hacerse una idea de cómo se había llegado a aquella situación, volvemos a recomendar otra obra de Eslava Galán, tan amena como sobrecogedora: La revolución rusa contada para escépticos.

En medio de ese panorama desolador apareció la persona menos indicada para arreglarlo: un ingeniero agrónomo llamado Trofim Lysenko (1898-1976). Estuvo en el momento y lugar precisos, y se las apañó para obtener el máximo beneficio personal. Con el respaldo de Stalin, se convirtió en el amo y señor de la Biología y la Agronomía soviéticas. Y pasó lo que tenía que pasar. 😦

Lysenko dijo a las autoridades soviéticas justo lo que querían y necesitaban oír. Un científico «del pueblo», no uno de esos estirados académicos que hacían experimentos en sus laboratorios, había descubierto el modo de mejorar las cosechas, de hacer crecer las plantas en épocas que normalmente no lo hacían, anunciando un futuro más que próspero para la Humanidad (y gloria para la URSS, claro). Además, sus supuestos «descubrimientos» se publicaban en medios populares, no en revistas científicas con revisión por pares y todo eso. Y por si faltaba algo, sus teorías se adaptaban a la visión marxista (o a lo que entendían por marxismo) en la URSS. Pero vayamos por partes…

Trofim Lysenko (fuente: es.wikipedia.org)

Sin entrar en detalles para no cansarte, amigo lector, Lysenko se dedicó a someter a diversas variedades de trigo (y otras plantas) a cruzamientos varios, y luego a someterlas a tratamientos de frío (que él denominaba vernalización), humedad… Así, pretendía obtener más y mejores cosechas por año, sembrando los cultivos incluso en épocas que no eran las idóneas. Sin entrar a discutir las bondades de la vernalización, que algunas tiene, el problema era que Lysenko creía que esas modificaciones, esas «mejoras» eran heredables. Sus teorías sobre la herencia de los caracteres adquiridos recordaban al lamarckismo, así como a los trabajos de Iván Michurin (1855-1935), otro autodidacta que renegaba de las teorías de Mendel y los genetistas.

Puede afirmarse que se juntó el hambre con las ganas de comer. Lysenko, que no andaba muy fuerte en Matemáticas, despreciaba la teoría de los genes como transmisores de la herencia. Las teorías de Lysenko, además, casaban perfectamente con la ideología soviética. Los genes no importaban; en cambio, el ambiente lo era todo. Las plantas podían ser modificadas manipulándolas, igual que los hombres podían ser educados en el comunismo, y esos cambios se transmitirían a su descendencia. Todo muy bonito, muy épico.

Nikolái Vavílov (fuente: es.wikipedia.org)

Por supuesto, Lysenko no aceptaba crítica alguna. Pobre del que le llevara la contraria; con el apoyo de Stalin se convirtió en el peor de los déspotas. Las ideas de Mendel, de los genetistas, incluso el darwinismo, fueron tildados de idealistas, de pseudociencia burguesa, de ideología contrarrevolucionaria. Muchos científicos soviéticos que opinaban que lo de Lysenko era poco más que palabrería fueron encarcelados, e incluso condenados a muerte. El gran botánico Nikolái Vavílov, uno de los mejores biólogos de su época, acabó muriendo de hambre en la cárcel, en 1943. Como cabía esperar, Lysenko hizo limpieza de todos aquellos que no le daban la razón. La Biología soviética, una de las más avanzadas del mundo, retrocedió de golpe varias décadas. A las ciencias agrarias tampoco les iría mucho mejor.

Además de odiar la Genética, Lysenko cometió otro grave error, fruto de su ideología. Estaba convencido de que las plantas de la misma «clase» no competirían entre ellas, sino que colaborarían todas a una, como la clase obrera. En serio. 🙂 Por eso propuso a los agricultores que sembraran las plantas muy juntas, en marcos de plantación densos. Las plantas, de ese modo, se apoyarían entre sí, defendiéndose contra las plagas, incrementando el rendimiento de las cosechas…

Por desgracia, a la naturaleza le importan un rábano nuestras ideas políticas. Las plantas no se comportaron como el ideal Homo sovieticus, cantando a coro La Internacional mientras gritaban consignas contra el gorgojo capitalista o el pulgón opresor. Apretujadas unas contra otras, sembradas a veces en condiciones que no eran las óptimas, lucharon desesperadamente por arrebatar a sus competidoras cada átomo de nutrientes, cada molécula de agua, cada fotón de luz.

El resultado final fue catastrófico. El desprecio hacia cualquier sólida teoría científica que no se adecuara al lysenkoísmo condujo a pérdidas en las cosechas y a hambrunas que causaron millones de muertos. Y la cosa no se quedó en la URSS. Hubo países, como China, que adoptaron los métodos de Lysenko incluso después de que este fuera desacreditado en su país. Lo pagaron millones de personas, que murieron de hambre.

Dicen que no hay mal que cien años dure, ni cuerpo que lo soporte. Tras la muerte de Stalin en 1953, se inició un proceso de desestalinización que permitió a los pobres científicos asomar la cabecita, como los caracoles después de la lluvia, y empezar a criticar el lysenkoísmo. Finalmente, Lysenko fue desacreditado y apartado de sus cargos (aunque siguió cobrando un sueldo y viviendo sin apreturas hasta el día de su muerte). Su despótico reinado sobre la Biología y la Agronomía soviéticas había terminado, pero esas disciplinas tardarían mucho en recuperarse, si es que alguna vez lo lograron.

Otros países que sí tuvieron en cuenta los principios de la Genética y el manejo de las cosechas obtuvieron variedades de cereales de mayor rendimiento, crecimiento rápido y resistencia a las enfermedades. Pero esa es otra historia. La nuestra acaba aquí, y resultaría incluso divertida si no fuera porque millones de inocentes, desde humildes campesinos hasta acreditados científicos, murieron de forma horrible por esa manía tan nuestra de creer que a la naturaleza le importan algo las ideologías y las expectativas humanas.

Ojalá aprendamos de los errores cometidos por quienes nos precedieron.