Primer contacto (y VI)

En las entradas previas hemos comentado las posibles causas del triunfo de los europeos durante la Conquista de América. Nos hemos basado en el libro Armas, gérmenes y acero, de Jared Diamond (por cierto, National Geographic hizo una serie de tres documentales sobre esta obra; puede hallarse en YouTube). Básicamente, la disponibilidad de cultivos agrícolas generadores de gran cantidad de excedentes, más la abundancia de grandes herbívoros fácilmente domesticables, dio un tremendo impulso a la civilización en Eurasia. Y ello no se debió a una supuesta superioridad racial; sencillamente, fue cuestión de suerte. El entorno proveyó de más y mejores recursos.

Y por si faltaba algo, los nativos americanos tuvieron que enfrentarse a otro escollo en la carrera hacia una sociedad tecnológica: la geografía. Concretamente, la forma de los continentes.

MapaMudo1

Observemos el mapa del Viejo Mundo. El principal eje de comunicaciones va, grosso modo, de este a oeste. Eso quiere decir que si algo o alguien viaja a lo largo de él, podrá encontrar regiones de clima parecido. Y no sólo eso: también será similar el fotoperiodo, es decir, la variación de la duración del día y la noche a lo largo del año. En el ecuador y zonas tropicales no suele haber diferencias estacionales. En cambio, mientras más nos acerquemos a los polos, más largos serán los días en verano y más cortos en invierno. Esto último es esencial para las plantas, que suelen sincronizar sus ciclos vitales con las horas de luz y oscuridad. Si nos movemos en una misma banda de latitud, el fotoperiodo será similar.

Así, cuando los recursos naturales del Creciente Fértil se agotaron por culpa de la sobreexplotación y los cambios climáticos, los agricultores (y ganaderos) pudieron llevarse sus plantas (y animales) bien hacia Europa, al oeste, o bien hacia Persia y la India, al este. No tuvieron problemas a la hora de adaptarse a entornos, climas y fotoperiodos similares. Así, al cabo de los siglos, fue posible que plantas originarias de India y China, como los naranjos y los limoneros, crecieran sin problemas a orillas del Mediterráneo.

Más importante aún: no sólo las personas, las plantas y los animales domésticos viajaron de Oriente a Occidente. También lo hicieron las ideas. ¿Una sociedad inventaba el alfabeto? Pues otras captaban la idea y la adoptaban. ¿Otra forjaba armas y herramientas de hierro? Las vecinas la copiaban. Y las vecinas de las vecinas. ¿Un general espabilado hacía la guerra de modo más eficaz? Ojos atentos tomaban nota. Y así, si una sociedad avanzada colapsaba, sus avances no se perdían necesariamente, pues otros los habían asimilado. Sobre todo, si disponían de algo tan poderoso como la escritura, que permitía transmitir el saber a mucha mayor distancia que la comunicación oral. En el siglo II había imperios y reinos civilizados desde las costas atlánticas hasta orillas del Pacífico. E incluso en los siglos más oscuros, el saber se preservaba en algún sitio.

MapaMudo2

En cambio, fijémonos en el mapa de las Américas. El eje principal de comunicación va, más o menos, de norte a sur. Para ir de Norteamérica a Sudamérica hay que atravesar zonas con climas y fotoperiodos muy distintos. Un cultivo adaptado a las diferencias estacionales de las zonas templadas no crece bien en los trópicos o el ecuador. Además, el istmo de Panamá supone un cuello de botella tropical que dificulta el tránsito entre las zonas templadas del norte y el sur.

Como consecuencia, el tráfico de cultivos y animales domésticos de unas sociedades a otras se demoró o se detuvo. Mientras que, por ejemplo, en el Viejo Mundo la gente criaba cerdos desde la Península Ibérica hasta Nueva Guinea, la llama no pudo pasar a Norteamérica. Y lo mismo ocurrió con los conocimientos.

Los mayas disponían de un sistema de escritura, pero la idea no pudo llegar hasta los incas, que seguramente la habrían adoptado y desarrollado a su manera. Cuando una cultura caía, en muchos casos también lo hacían sus logros. Las sociedades americanas estaban más aisladas entre sí que las euroasiáticas. El flujo de personas, animales, plantas e ideas era mucho más reducido. Y así les fue.

Para concluir: el fatídico resultado de ese «primer contacto» que fue la Conquista resultó inevitable. Y no se debió a que los europeos fueran más listos o crueles que los americanos. Desechemos de una vez el racismo: los seres humanos somos similares, independientemente del origen o características físicas. Las sociedades americanas estaban menos desarrolladas que las europeas, y eran más sensibles a las enfermedades, por pura y simple mala suerte. El entorno no les proporcionó las mismas facilidades que a los euroasiáticos. En la carrera hacia la civilización, pese a que eran tan buenos atletas como los demás, tuvieron que salir más tarde y con las manos atadas, valga el símil.

Ciencia, ignorancia y viejas películas de ciencia ficción (I)

En este blog, donde reflexionamos sobre la ciencia, lo fantástico y sus interrelaciones, teníamos pensado que esta entrada versara sobre algunos aspectos pintorescos de la obra de Lovecraft, pero una noticia aparecida en la prensa nos ha parecido más urgente. Así, el genial escritor de Providence puede esperar un poco más. Seguro que no le importará. 🙂

Estos días puede leerse en varios periódicos digitales el resultado de la encuesta de percepción social de la ciencia en España, realizada por la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología. Puede descargarse un documento en PDF con los resultados. Su lectura, aunque ofrece aspectos positivos, nos muestra otros que, como científicos o defensores de la ciencia, resultan preocupantes. También nos lleva a reflexionar sobre la recepción de la ciencia en la sociedad. Pero vayamos por partes.

La ciencia no es el tema que despierta mayor interés entre la gente, a pesar de que el incremento en la calidad y esperanza de vida que hemos experimentado en los últimos siglos depende en buena parte de ella. Basta con leer los periódicos, escuchar la radio o ver la TV: se dedica mucho más espacio a discutir sobre si este jugador de fútbol es mejor que otro, o si cierto entrenador seguirá dirigiendo al equipo al final de temporada, que sobre los descubrimientos científicos. Por otro lado, es llamativa la diferencia del interés espontáneo por la ciencia entre hombres y mujeres, considerablemente menor en estas últimas. Afortunadamente, el interés es mayor en los jóvenes, lo que permite conservar una cierta esperanza en el futuro, y los científicos figuran entre los profesionales mejor considerados, al nivel de médicos y profesores (y lejos de religiosos y políticos, los peor valorados).

Lo bueno de esta encuesta es que podemos comparar sus resultados con los de años anteriores, y se aprecia una cierta mejoría, tanto en la valoración de las aportaciones del conocimiento científico a la realidad social como en las respuestas a unas preguntas básicas sobre ciencia. Fijémonos en ellas (página 10 del documento). Comparemos los resultados obtenidos en el año 2014 con los obtenidos en 2006.

Vemos que ha aumentado el porcentaje de españoles que opinan que el centro de la Tierra está muy caliente (90%), que los continentes se han estado moviendo a lo largo de millones de años y continuarán haciéndolo (87,3%), que los seres humanos provienen de especies animales anteriores (83,7%) o que el oxígeno que respiramos proviene de las plantas (80,1%). No está nada mal. Sin embargo, las respuestas a otras preguntas son menos halagüeñas, e incluso rayan en lo preocupante. Y eso que han mejorado respecto a la encuesta anterior…

¿Gira el Sol alrededor de la Tierra? El 72,5% da la respuesta correcta, pero eso quiere decir que aproximadamente uno de cada cuatro aún piensa que es el Sol el que da vueltas alrededor de nosotros.

¿Convivieron los primeros humanos con los dinosaurios? Respondieron correctamente el 69,5%, lo que quiere decir que todavía un 30% piensa que nuestros antepasados se paseaban con los diplodocus y los tiranosaurios. O sea, como en Los Picapiedra o en la película Hace un millón de años (aunque a lo mejor los espectadores no se daban cuenta del anacronismo, ya que estaban más interesados en el bikini de Raquel Welch; el cual era espectacular, por cierto).

El 60,1% de los encuestados acertaron al indicar que es falso que toda la radiactividad del planeta sea producida por los seres humanos, pero hubo dos preguntas en la que predominaron los fallos. Sólo el 46,5% acertó la pregunta de si los antibióticos curan las enfermedades causadas por virus y bacterias (los antibióticos sirven para luchar contra las bacterias, pero no frente a los virus), y el 45% dijo que era falso que el rayo láser funcionara mediante la concentración de ondas sonoras.

En resumen, el promedio de respuestas acertadas mejoró de 2006 a 2014 (58,5% frente a 70,4%, respectivamente), pero aún se observan muchas lagunas, y eso que nuestro país no es de los peores al respecto. El resultado debería ser mucho mejor, pues la ciencia y la tecnología son motores de nuestra civilización. La sociedad tendría que conocer la ciencia, involucrarse en ella, debatirla, reflexionar sobre sus implicaciones… En cambio, muchos la ven como algo ajeno, esotérico incluso, puede que amenazante.

¿Por qué?

h_buenos

Hubo un tiempo en que la ciencia fue considerada como la esperanza de la Humanidad, que contribuiría a erradicar la incultura y las injusticias sociales y serviría para construir un mundo mejor. Pocos libros muestran este sentimiento optimista de la Ilustración como Hombres buenos, del escritor cartagenero Arturo Pérez-Reverte. Y pocos libros son tan desoladores a la vez, pues también nos cuentan cómo las fuerzas reaccionarias, celosas de perder su poder milenario, hicieron todo lo posible para que la luz que aportaba la ciencia se apagase, y que las tinieblas siguieran imperando. La ignorancia permite que perdure el abuso y, lo que es peor, que el oprimido se resigne a su suerte.

prodigios

Hubo países, como Gran Bretaña, donde comprendieron que favorecer la ciencia y honrar a los científicos fomentaría el progreso y la prosperidad. Así lo hicieron, y triunfaron. Otros no, y quedaron rezagados. Ese respeto hacia la ciencia y el prestigio de ésta en todos los círculos sociales aparece magistralmente recogido en La edad de los prodigios, de Richard Holmes. Durante la época victoriana, esa actitud se mantuvo. Gracias en buena parte a ello, Gran Bretaña llegó a ser la nación más poderosa del mundo.

Sin embargo, en el siglo XX las cosas cambiaron. En la próxima entrada reflexionaremos sobre el porqué, y cómo empezó una campaña de desprestigio contra la ciencia, a la que no fueron ajenas algunas famosas películas de ciencia ficción.

Debiluchos y cabezones

Un tópico de la ciencia ficción es imaginar a los seres humanos del futuro como seres con el cerebro más desarrollado que en la actualidad. Paralelamente, el resto del cuerpo ha perdido masa muscular. ¿El resultado? En el futuro, por lo visto, seremos más debiluchos y cabezones que ahora. Asimismo, ése es el aspecto que nos ofrecen los típicos alienígenas de muchas películas y series de TV: delgaditos y con unas cabezas desproporcionadamente grandes.

Fuente: commons.wikimedia.org

¿Por qué los imaginamos así? ¿Tiene algún fundamento científico? Para tratar de responder estas preguntas deberemos considerar algunos aspectos interesantes de la teoría evolutiva.

Charles Darwin tuvo un éxito arrollador a la hora de mostrar que la evolución de las especies es un hecho. Desde 1859, eso quedó claro para cualquier persona culta y bien informada. En cambio, algo muy distinto sucedió con los mecanismos que explican la evolución. Darwin propuso la selección natural, pero el concepto era demasiado rompedor, y se le atragantó a muchos biólogos. Había otras opciones más atractivas. El lamarckismo, por ejemplo. Sí; Lamarck podía estar desacreditado, pero casi todos pensaban como él.

Lamarck ha pasado al imaginario colectivo como el tipo que tenía unas ideas equivocadas sobre la herencia, y que propuso aquello tan gracioso del cuello de las jirafas. O hablando con propiedad: el desarrollo o atrofia de los órganos por uso y desuso, y la transmisión a la descendencia de los caracteres adquiridos. Es una injusticia. En su época, el mecanismo de la herencia se desconocía. Los científicos, Darwin incluido, pensaban como Lamarck. Lo que define al lamarckismo es lo siguiente: en los seres vivos hay una tendencia hacia el progreso, desde organismos simples hasta otros con sistemas nerviosos más complejos (con el hombre en la cima). Lamarck admitía la existencia de la selección natural, pero le otorgaba un papel secundario. Lo importante era la tendencia al progreso. La evolución tenía un sentido y una meta.

Una meta, sí: el progreso hacia la perfección. Y eso, ¿qué es?

Desde hace milenios, filósofos y religiosos han creído que la mente era superior a la materia. Los pensamientos elevados son superiores a la carne grosera. Por tanto, si la evolución tiende a la perfección, es lógico deducir que el motor del cambio evolutivo es el aumento de las capacidades mentales, en detrimento de la fuerza bruta. O sea, más cerebro y menos musculatura. Y si los alienígenas son «más evolucionados» que nosotros, pues les habrá pasado lo mismo, ¿no? Estarán en un estadio evolutivo superior, con mayor desarrollo de la mente (y del cerebro).

Bueno, hay mucho que objetar. Esta forma de entender la evolución es teleológica. Según el DRAE, la «teleología» es, en Filosofía, el estudio de las causas finales. También puede interpretarse como la atribución de finalidad u objetivo a algún proceso (en el caso que estamos considerando, a la evolución).

La teoría de la evolución por selección natural, tal como la propuso Darwin y es aceptada actualmente, no es teleológica. Para nada. Veamos. Es un hecho que la descendencia de los seres vivos muestra una cierta variación, salvo en el caso de los clones o los gemelos idénticos. Hoy sabemos que esa variación se debe a mutaciones en el ADN. Aquellos individuos cuyos rasgos les permitan una mejor adaptación al medio tendrán más posibilidades de dejar descendencia. A la larga, la acumulación de cambios de generación en generación dará lugar a la aparición de nuevas especies. Pero claro, si el medio ambiente cambia, puede que esas adaptaciones no sirvan para nada. Y dado que las mutaciones ocurren al azar, no hay lugar para la teleología.

Teilhard de Chardin (fuente: commons.wikimedia.org)

Sin embargo, igual que Lamarck, muchos buscan un propósito o finalidad en la evolución. Un caso llamativo es el del jesuita Teilhard de Chardin (1881-1955), preocupado por compatibilizar ciencia y cristianismo. No lo logró: la ciencia lo ignoró y la Iglesia lo repudió. Para Teilhard, la evolución era parte del plan divino. Nuestra especie seguiría evolucionando no sólo en lo biológico, sino también hacia un mayor nivel de conciencia. El resultado final sería el «punto Omega» (copiamos de la Wikipedia):

«Una colectividad armonizada de conciencias, que equivale a una especie de superconciencia. La Tierra cubriéndose no sólo de granos de pensamiento, contándose por miríadas, sino envolviéndose de una sola envoltura pensante hasta no formar precisamente más que un solo y amplio grano de pensamiento, a escala sideral. La pluralidad de las reflexiones individuales agrupándose y reforzándose en el acto de una sola reflexión unánime.»

En fin, prevalecería el pensamiento sobre la materia; una idea muy extendida y que ha sido recogida por la ciencia ficción. La evolución progresa gracias al aumento del cerebro en detrimento del resto del cuerpo, hasta alcanzar la pura conciencia descarnada.

Muy bonito, sí, pero pensemos como Darwin. Para que un rasgo tenga éxito y se afiance en una población, tendrá que transmitirse de una generación a otra de forma preferente, ¿verdad? Pues bien, a la hora de buscar pareja con la que aparearse, ¿cuál resulta más atractiva? ¿La de mente poderosa, pero de cuerpo débil y propensión a tener cabeza gorda? ¿O la guapa, bronceada y saludable, aunque su inteligencia sea manifiestamente mejorable?

¿Por quién apostarían ustedes a la hora de transmitir sus genes? 🙂

Escalas, cadenas y árboles (y III)

Si la metáfora de la evolución es la de un arbusto ramificado, cuyas ramas divergen de forma más y más compleja a lo largo del tiempo, ¿por qué se ha popularizado tanto la escala lineal de progreso? Como vimos en la primera entrada de esta serie, el icono de la evolución humana es una procesión de criaturas que marchan en fila india, como si anduvieran camino de la perfección.

Esto ha sucedido porque nuestra especie, Homo sapiens, es la única superviviente (que sepamos) de un linaje que fue muy diverso en el pasado. Hoy, qué se le va a hacer, sólo quedamos nosotros. Y hasta hace unas décadas, los fósiles de nuestros ancestros eran más bien escasos. Por cierto, algo parecido ocurre con la evolución de animales que nos son familiares, como el caballo.

Con  una sencilla ilustración nos explicaremos mejor. Observa, amigo internauta:

cla1En este esquema representamos la historia evolutiva de unos organismos cualesquiera. A partir de un antepasado común, situado en la base, a lo largo del tiempo fueron apareciendo y extinguiéndose numerosas especies. De ellas, sólo una sobrevive en la actualidad (F). Los paleontólogos, por desgracia, a duras penas han logrado desenterrar unos pocos fósiles de tan frondoso árbol (de mayor a menor antigüedad: A, B, C, D, E). Obsérvese que pertenecen a ramas distintas del árbol. Su relación es la de parientes más o menos lejanos, no de padres e hijos.

Claro, con tan pocas especies, es muy difícil, si no imposible, deducir la forma del árbol evolutivo. Y aquí, para intentar disimular nuestra ignorancia, recurrimos, sin quererlo, a ideas que nada tienen de darwinianas. La Scala naturae, la gran cadena de los seres (véase la entrada anterior), yace agazapada en nuestra cultura, condicionando nuestra manera de entender el mundo. Además, tenemos la atractiva teoría lamarckiana de la evolución como progreso hacia la complejidad. La tentación es demasiada: ordenamos esos pocos fósiles en una cadena que enlaza los más antiguos con los más modernos, de simples a complejos, de «menos evolucionados» a «más evolucionados», y así hasta la actualidad:

cla2

De este modo (¡ta-chan!) ilustramos la evolución como una suerte de camino inevitable que lleva al triunfo de la especie F cuando, en realidad, sucedió algo muy distinto. La especie F es la única superviviente de un complicado árbol genealógico, pero no necesariamente porque fuera la mejor. Quizá tuvo suerte, simplemente. Un meteorito que cae y se cepilla a la competencia, un oportuno cambio climático…

Eso ha pasado con la evolución del ser humano. Cuando disponíamos de pocos fósiles, quedaba muy elegante disponerlos en plan: «Fulano engendró a Mengano que engendró a Zutano que…» Así, de Ardipithecus se originó Australopithecus, del cual procedía Homo habilis, de éste H. erectus y de éste H. sapiens. Se admitía, eso sí, alguna rama lateral que se extinguió sin descendencia, como los «hombres cascanueces» (Paranthropus spp.) o los neandertales, pero la imagen del desfile triunfal que iba de los ardipitecos hasta nosotros se mantenía.

Hoy, por suerte, sabemos mucho más. Las nuevas generaciones de paleontólogos han aprendido dónde buscar, y cada año se descubren nuevos fósiles de homínidos que nos muestran lo simplista que era la visión que acabamos de comentar. El arbusto se nos está empezando a desvelar en toda su gloria,  diabólicamente retorcido a la vez que maravillosamente interesante. A Darwin le habría encantado. 🙂

En cualquier caso, la idea de una evolución lineal y finalista sigue viva en la sociedad, y es probablemente la que más influye sobre comunicadores, escritores y otros artistas. Pero eso ya lo discutiremos en otra ocasión, amigo internauta.

Escalas, cadenas y árboles (II)

En la entrada anterior comentábamos que la visión mayoritaria del proceso evolutivo es la de una cadena, en la que cada eslabón representa a una especie más moderna y «evolucionada» que la precedente. La imagen parece un sendero hacia la perfección, construido al estilo de: «Fulano engendró a Mengano, el cual engendró a Zutano, el cual engendró a…» En cambio, la metáfora que está en la mente de los biólogos evolutivos actuales es la de un arbusto enmarañado, donde la idea de «progreso hacia la perfección» no aparece por sitio alguno.

Para hallar el origen de esta contradicción, debemos retroceder en el tiempo, más allá de la revolución científica, incluso más allá del triunfo del cristianismo, hasta llegar a la gran cadena de los seres. Este concepto, también conocido como Scala Naturae, es uno de los más poderosos (y persistentes) que los naturalistas heredaron de la Antigüedad clásica y los tiempos medievales, y ha condicionado mucho a las teorías evolutivas modernas.

La Scala Naturae arranca de filósofos griegos como Platón y Aristóteles, y fue aceptada por los pensadores cristianos, entre los que destacó Santo Tomás de Aquino (muy aristotélico, él). En la Scala Naturae, todo cuanto existe en el universo está dispuesto jerárquicamente, de abajo arriba, de lo vil a lo noble, de la imperfección a la perfección. La gran cadena de los seres comprende tanto a lo inanimado (hay metales viles y nobles como el plomo o el oro, respectivamente) como a lo animado. Entre las criaturas vivas, el hombre es la más noble; todas las demás ocupan eslabones intermedios en la cadena. Por encima de nosotros sólo están los seres espirituales, con Dios en la cúspide. Incluso los seres espirituales están jerarquizados. Según Santo Tomás de Aquino, existen nueve coros celestiales divididos en triadas, que giran en órbitas concéntricas alrededor del trono de Dios. De mayor a menor categoría son: Serafines, Querubines, Tronos, Dominaciones, Virtudes, Potestades, Principados, Arcángeles y Ángeles. Estos últimos son los encargados de mediar con los hombres. Pueden connsultarse los detalles en la Wikipedia (en inglés).

La gran cadena de los seres (fuente: commons.wikimedia.org)

Esta cadena sustentaba el orden social tradicional (con el rey en la cima, seguido de los señores feudales, etc.). Además, era ideal para justificar el racismo y la dominación de unas gentes sobre otras.

En el estudio de la naturaleza, la potente imagen mental de esta cadena se mantuvo. Así, el empleo de los términos superior e inferior referidos a distintos grupos zoológicos o botánicos se popularizó (y aún sigue; por ejemplo, todavía hablamos de «hongos inferiores» para referirnos a los que presentan estructuras reproductoras más simples). Los primeros evolucionistas, como Lamarck o Erasmus Darwin, también experimentaron su influjo: convirtieron la Scala Naturae en una escalera o rampa mecánica, al estilo de los grandes almacenes, al ligarla a las ideas de complejidad y de progreso. Por cierto, quizá algún día nos animemos a publicar entradas sobre estos dos científicos. Erasmus Darwin, el abuelo de Charles Darwin, es un personaje fascinante. En cuanto a Lamarck, ha pasado a la Historia como «el tipo que dijo algo equivocado sobre el cuello de las jirafas.» Esto supone una gran injusticia para uno de los mejores naturalistas de su época.

Disculpa la digresión, amigo internauta. A lo que íbamos: Charles Darwin se dio cuenta de que el concepto de cadena no explicaba bien la naturaleza, e intentó evitar esos términos, pese a lo difícil que era vencer una tradición intelectual tan arraigada. No lo logró del todo. En la próxima entrada nos centraremos en la evolución humana, y veremos cómo un arbusto enmarañado puede convertirse en una escalera mecánica, por donde los fósiles de nuestros ancestros ascienden hasta la perfección. 😉

Escalas, cadenas y árboles (I)

Es probable, amigo lector, que cuando oigas hablar de evolución te venga a la mente una imagen similar a ésta:

La evolución humana vista como una cadena de progreso lineal (fuente: commons.wikimedia.org)

Podríamos decir que se ha convertido en un icono de la evolución, dibujado hasta la saciedad y con multitud de variantes: cómicas, satíricas… Pero fijémonos bien en él. ¿Qué nos sugiere? Avance de lo primitivo a lo moderno. Progreso. Una carrera. Una meta al final. Un propósito, quizá.

En suma, la evolución se concibe como un proceso lineal, de progreso. También trae a la mente la imagen de una cadena, donde cada especie es un eslabón. Sí, una cadena que va desde lo simple a lo complejo. Es una idea fácil de asimilar, con la que podemos sentirnos cómodos.

Esta visión de la evolución como una cadena de progreso no es nueva. Podemos comprobarlo en esta ilustración del gran biólogo alemán Ernst Haeckel:

De la ameba al hombre: E. Haeckel, 1874 (fuente: commons.wikimedia.org)

Estas cadenas evolutivas no sólo se han propuesto para ilustrar el origen de nuestra especie. También nos son familiares otras como, por ejemplo, la que muestra el origen del caballo, desde un mamífero del tamaño de un perro hasta los magníficos equinos de hoy;

La evolución del caballo interpretada como una cadena de progreso (fuente: commons.wikimedia.org)

Derivado del concepto de cadena evolutiva tenemos el de eslabón perdido. ¿Cuántas veces habremos leído noticias o comentarios acerca del hallazgo (o la ausencia) de un eslabón que nos conecta con los simios?

Sólo hay un problema: la evolución no es así. Los esquemas lineales de progreso no reflejan la realidad. La distorsionan.

Cuando Charles Darwin publicó El Origen de las Especies (1859), sólo incluyó una ilustración en todo el libro, para mostrar cómo entendía el proceso evolutivo. Sólo una. Y no era una cadena, sino un árbol:

(fuente: commons.wikimedia.org)

Darwin tenía muy claro que la mejor metáfora de la evolución, la que permitía visualizarla adecuadamente, era un árbol. Llevaba más de veinte años pensando en ello:

Esbozo de un árbol evolutivo. Aparece en un cuaderno de Darwin fechado en 1837 (fuente: commons.wikimedia.org)

Nada de un camino sencillo y ascendente, con nosotros al final. Un árbol se compone de múltiples ramas divergentes, y una no tiene por qué ser más importante que otra. Imaginemos la historia de la Vida como un árbol o, mejor aún, un arbusto enmarañado que se va ramificando más y más con el tiempo. Sí, estamos en el extremo de una rama, pero al final de las otras, tan largas y complicadas como la nuestra, hay moscas, champiñones, pinos, tiburones, mohos, tulipanes, arañas… Ninguna es mejor o peor que las demás. Las ramas vivas se alternan con las muertas. No se aprecia una cadena de progreso por lado alguno.

Entonces, ¿por qué se ha popularizado esta imagen lineal, de cadena, de escala de lo simple a lo complejo? Una imagen, insistimos, que es la más popular, la que ejemplifica el proceso evolutivo para la inmensa mayoría de la gente (entre ellos, los autores de ciencia ficción)…

Trataremos de explicarlo en la segunda parte de esta entrada. 🙂