El virus que no cesa

Ay, quién iba a decirnos hace unos años que íbamos a vivir una pandemia causada por un virus letal, y poder contarlo. Bueno, seamos sinceros: algunos previeron que algo así podría ocurrir (véase Contagio, de David Quammen) pero, igual que a Casandra, nadie les hizo caso. Como se dice en Desastre, de Niall Ferguson, esta desgracia no era un cisne negro inesperado, sino un rinoceronte gris, bien grande y previsible, que se abalanzaba sobre nosotros. Preferimos no verlo, y así nos va…

Y aquí estamos intentando salir de esta, tal vez aprendiendo de los errores y poco a poco asomando la cabecita, como los caracoles después de la lluvia. No hemos sido arrojados a un escenario postapocalíptico, al estilo de la novela de Stephen King The Stand (en español, dependiendo de la edición: La danza de la muerte o Apocalipsis). Tampoco padecimos la escabechina de la mal llamada gripe española en 1918, que liquidó entre 50 y 100 millones de almas. O no digamos la peste negra medieval, que se llevó por delante a un tercio de la población europea. Toquemos madera.

Si muchos seguimos vivos, no ha sido precisamente gracias a la suerte o a la intercesión divina. Lo que nos ha salvado el pellejo ha sido la Ciencia, desarrollando vacunas en tiempo récord, más la abnegada labor de los profesionales sanitarios, algunos de los cuales se han quedado en el camino cumpliendo su obligación de ayudar a los demás. Asimismo, la responsabilidad de buena parte de la población, que ha soportado con paciencia las cuarentenas, el incordio de la mascarilla y demás, ha ralentizado la velocidad de transmisión de la enfermedad, salvado vidas y dado un respiro a la economía.

Sin embargo, el coronavirus dichoso parece empeñado en hacernos la puñeta, con perdón. Mientras escribo esto, la variante ómicron se expande cual avalancha, y a saber cuántas mutaciones más nos aguardarán en el próximo futuro. A este paso, cuando se acaben las letras del alfabeto griego para denominarlas, tendremos que recurrir a los kanjis… 😦

Imagen: pixabay.com

En la prensa menudean las opiniones pintorescas, como que el virus es más inteligente que nosotros. Pero no; de listo, nada. En la naturaleza, no hace falta tener cerebro para triunfar. Tampoco hay que buscar conspiraciones ocultas en la proliferación de cepas más contagiosas. Lo que estamos viendo es evolución darwiniana en tiempo real. Así que por un momento dejémonos de agobiarnos por la incertidumbre de la economía y de indignarnos por la irresponsabilidad criminal de los antivacunas, y tratemos de extraer algunas enseñanzas científicas sobre la calamidad que ha caído sobre nosotros.

Imagen: pixabay.com

La evolución por selección natural es fácil de comprender. Los seres vivos (y los no tan vivos, como los virus) se reproducen y producen gran cantidad de descendientes, la mayor parte de los cuales morirán antes de tener oportunidad de reproducirse. Asimismo, hay diversidad genética en las especies, bien sea por reproducción sexual, mutaciones… Pues bien, aquellos individuos que se adapten mejor al entorno tendrán más posibilidad de dejar descendencia y transmitir sus genes a la posteridad. Y así, a lo largo del tiempo, en un mundo que no cesa de cambiar, los seres vivos evolucionan.

Esto, amigo lector, también puede explicarse con música. De hecho, no hay nada mejor que una banda de metal (Nightwish, en este caso) para contar una historia: 🙂

El proceso suele ser lento, difícil de apreciar a escala humana. No obstante, hay organismos que funcionan a velocidad de vértigo, y nuestro coronavirus es uno de ellos. No importa si los virus están vivos o no; el caso es que pueden mutar y reproducirse. Por tanto, evolucionan.

Los coronavirus son virus con ARN. Su tasa de mutación es muy elevada, y no digamos la reproductora. Un único hospedante infectado se convierte en una fábrica de millones y millones de virus. Y en algunos de estos se dan errores de copia. Por supuesto, la inmensa mayoría de esas mutaciones serán auténticos fracasos y desaparecerán de la faz del mundo sin pena ni gloria. No obstante, de vez en cuando una de ellas hará que el virus cambie sutilmente, de forma que al sistema inmunitario le cueste reconocerlo, o se dispersará con mayor eficacia, o…

Imagen: pixabay.com

Y eso es todo lo que importa. Lo que prima en la evolución no es si eres bueno o malo, fuerte o flojo, solidario o asocial. Es que transmitas tus genes mejor y más rápido. Quienes lo consigan acabarán desplazando a la competencia.

Por otro lado, los virus son parásitos. Y algo que los profesores de Fitopatología (la disciplina que estudia las enfermedades de las plantas) explicamos a nuestros estudiantes es que, por lo general, los buenos parásitos son malos patógenos.

Aclaremos conceptos, pues no son sinónimos. Los parásitos viven a costa de otros. Los patógenos provocan enfermedad a otros. Si un parásito es muy agresivo, puede que acabe con su anfitrión demasiado pronto, y eso dificulte su propagación. En cambio, si el parásito no mata rápidamente al anfitrión, o no lo incapacita demasiado, podrá seguir usándolo como un agente propagador durante más tiempo. Eso supone una ventaja adaptativa.

Algo así puede estar pasando con los coronavirus. El responsable de la pandemia de covid-19 no es el primero que nos ataca. La epidemia del síndrome respiratorio agudo grave de 2002-2004 fue causada por un coronavirus más agresivo. Mató al 13 % de los infectados, pero se pudo contener, y tan sólo afectó a unas 8000 personas. Gracias a que los síntomas eran rápidos y graves, los enfermos podían ser aislados antes de que contagiasen a más gente. En cambio, el COVID-19 se lo toma con más calma. Los síntomas tardan más en aparecer. Eso, unido a los errores cometidos por las autoridades sanitarias al principio, generaron la pandemia que hoy nos aflige.

Indudablemente, si se confirma que la variante ómicron provoca síntomas más leves y se multiplica con más rapidez, puede acabar por desplazar a otras cepas más peligrosas, lo que tal vez sea bueno. A base de vacunas y medidas sanitarias inteligentes, podemos acabar adaptándonos al virus, conviviendo con él, igual que hacemos con la gripe.

Claro, siempre existirá la posibilidad de que aparezca una cepa extremadamente agresiva y rápida, y que todos acabemos como en la novela de Stephen King. Eso también será malo para el virus, que ya no podrá propagarse al haber acabado con sus anfitriones, pero la naturaleza es así. No vela por el bienestar o el éxito de las especies que la integran. La vida seguiría, aunque sin nosotros. Ya han ocurrido otras catástrofes peores en la biosfera. El cosmos es indiferente a los seres que lo habitan.

En fin, confiemos en que en esta ocasión las cepas víricas menos agresivas desplacen a las otras y nos otorguen un respiro, que buena falta nos hace. En cualquier caso, la pandemia habrá servido para bajarnos del pedestal. Hemos de comprender que por mucho que nos creamos el ombligo del universo, seguimos sujetos a sus leyes inexorables, sometidos a fuerzas mucho más poderosas de lo que podemos manejar. Ojalá sean clementes y nos veamos de nuevo de aquí a un año, amigo lector.

Que tengas un feliz 2022. 😉

Inteligencias más o menos alienígenas (VIII)

Hasta ahora hemos buscado inteligencia en vertebrados como nosotros, con un cerebro encerrado dentro de un cráneo… Variaciones sobre el mismo tema, en el fondo.

Ya en 1555, el naturalista Pierre Belon  ilustró lo similares que eran los esqueletos de humanos y pájaros, ambos vertebrados (fuente: en.wikipedia.org)

No obstante, en el Árbol de la Vida hay muchas otras ramas, ocupadas por seres muy diferentes a nosotros. Algunos de ellos son tan alienígenos que superan lo imaginado por los escritores de ciencia ficción. ¿Puede surgir la inteligencia en animales cuyo cuerpo (y su cerebro) sea completamente diferente?

A los seres humanos nos encantan las dicotomías: clasificar las cosas dividiéndolas de dos en dos. Blanco y negro, sin matices. La dicotomía más básica es la que distingue entre «nosotros» y «ellos». Por lo general, «nosotros» es un grupo bien descrito, con características bien definidas. Y todo lo que no quepa ahí va a parar al cajón de sastre de «ellos». Un cajón de sastre que suele ser mucho más amplio y heterogéneo que el reducido «nosotros».

Incluso hoy, en el siglo XXI, en los libros de texto se sigue dividiendo a los animales en vertebrados (como nosotros) e invertebrados.

He aquí un libro excelente para empezar a comprender a otras criaturas con mentes complejas pero muy distintas a la nuestra.

¿Qué son los invertebrados? Pues todos aquellos animales no vertebrados. 🙂 El problema es que ahí se incluyen seres tan diferentes como una esponja, un calamar, una medusa, una mariposa, una estrella de mar… Criaturas cuyos cuerpos y órganos, entre ellos el cerebro (si es que lo tienen), no se parecen en nada.

Hace mucho tiempo que los biólogos no tenemos en cuenta esa dicotomía a la hora de clasificar los animales. De hecho, el reino animal se divide en filos (en latín phylum, plural phyla). Cada filo corresponde a una forma diferente de organización corporal. Los vertebrados ni siquiera llegan a la categoría de filo, sino que son una parte del filo de los cordados. Y dentro de los invertebrados hay más de 30 filos diferentes. Ahí es nada… Algunos son muy reducidos y agrupan a seres minúsculos o extraños, de los que casi nadie ha oído hablar: micrognatozoos, ciclióforos, entoproctos, placozoos… Otros nos resultan más familiares: artrópodos (insectos, arácnidos, crustáceos…), equinodermos (estrellas y erizos de mar), cnidarios (medusas, corales), poríferos (esponjas), etc.

Por lo que sabemos, la separación entre los principales filos es antiquísima. Seguramente se dio antes de la explosión cámbrica, hace 541 MA. Desde entonces, cada filo ha evolucionado a su manera. Ya hemos visto que en el filo de los cordados aparecimos especies sociales, con cerebro grande. ¿Y en los demás?

La verdad, muchos de esos filos incluyen a animales pequeños, incluso microscópicos. Algunos, como los artrópodos (pensemos en los insectos) han tenido un éxito evolutivo enorme, pero este se basa en el pequeño tamaño y la alta tasa de reproducción, entre otras cosas. Nada de cerebros grandes en los filos de invertebrados… Excepto en uno.

La sepia o jibia es uno de los  moluscos más notables.

El filo de los moluscos es uno de los más exitosos y diversos. En el se distinguen hasta 7 clases que han sobrevivido hasta la actualidad. Centrándonos en las más conocidas, tenemos a los bivalvos: almejas, mejillones, berberechos… Viven bien protegidos por sus conchas, y ni siquiera necesitan cerebro. En serio: son animales descerebrados, literalmente hablando. A pesar de eso, les va bastante bien: mares, ríos y lagos están llenos de ellos.

Babosa o limaco.

Los gasterópodos incluyen a caracoles, babosas y similares. Tampoco es que tengan un cerebro enorme. De hecho, como en muchos invertebrados, el sistema nervioso está bastante «descentralizado». En vez de un cerebro grande, poseen numerosos ganglios repartidos por el cuerpo.

Pulpo.

Pero los cefalópodos son harina de otro costal. Calamares, pulpos, sepias… Ellos sí que tienen cerebros de buen tamaño. Para no extendernos demasiado, nos fijaremos en los pulpos (aunque las sepias también son bastante espabiladas).

Un pulpo tiene 3 corazones, sangre azul y 9 cerebros: el principal y uno en cada tentáculo (fuente:  voynetch.com)

Si hay criaturas realmente alienígenas en nuestro planeta, son los pulpos (orden: octópodos). Poseen unn cerebro con casi tantas neuronas como el de un perro, pero organizado de forma bien distinta, repartido en buena medida entre los tentáculos…

Fuente:  http://www.100cia.site

Los pulpos exhiben un comportamiento complejo. Son muy adaptables, tienen capacidad de aprender, de imitar a otros animales, pueden incluso manipular objetos o usarlos como herramientas…

Algunos pulpos pueden valerse de conchas e incluso de cocos para esconderse de los depredadores y tender emboscadas a sus presas (fuente:  pixabay.com)

Su cuerpo flexible puede meterse casi por cualquier sitio. La piel experimenta asombrosos cambios de textura y color que permiten expresar sus estados de ánimo y comunicarse con otros congéneres. Incluso parece que los pulpos sueñan.

En cautividad, los pulpos son capaces de abrir botes con tapón de rosca, superar laberintos, reconocer a sus cuidadores, apagar las luces que les molestan mediante chorros de agua… Otra lectura recomendable sobre las habilidades de los pulpos es:

¿Cómo puede haber surgido un cerebro tan grande en un animal más bien solitario y poco social?

Los cefalópodos más primitivos se movían por los mares protegidos por una concha en la que encerraban su cuerpo blando, pero en la línea evolutiva que llevó a los pulpos, esta concha desapareció, en aras de la rapidez y la flexibilidad.

Numerosos animales, entre ellos los seres humanos, opinan que los pulpos son un apetitoso manjar (fuente:  okdiario.com)

Los pulpos son depredadores que cazan presas muy diversas, desde cangrejos hasta peces. Por otra parte, en el mar hay muchas criaturas que comen pulpos: un bocado exquisito de carne blanda, desprotegida. Por tanto, los pulpos tuvieron que desarrollar un comportamiento muy flexible, tanto para cazar como para evitar ser cazados. A diferencia de otros moluscos, aquí si que ayuda tener un cerebro grande y complejo.

Los pulpos son inteligentes, mucho. Pero uno se pregunta de qué les sirven ese cerebro, esa inteligencia, si mueren a los 3 años de edad o poco más. Se reproducen y adiós. La esperanza de vida varía en las diversas especies de pulpo, pero suele oscilar entre 6 meses y 5 años.

Suena trágico, pero la naturaleza es así. En el fondo, lo que importa es la capacidad de transmitir los genes a lo largo del tiempo. Los pulpos crecen muy rápido y se reproducen pronto. Las hembras ponen un montón de huevos que cuidan hasta que eclosionan y sus paralarvas se liberan al plancton. Luego, la hembra muere. Los machos también. Ya han cumplido.

En cuanto llega el momento de reproducirse, los pulpos están condenados a muerte. Los cambios hormonales que sufren conllevan un efecto secundario: las glándulas digestivas se inactivan. Ya no podrán alimentarse y morirán de inanición. El hecho de que hayan desarrollado un cerebro tan grande y que sean bastante inteligentes resulta irrelevante. A la naturaleza no le importa. Para ella, el bienestar de las criaturas individuales, sean pulpos, gallinas o seres humanos es indiferente.

Los pulpos contrastan con los seres humanos. En animales sociales, como nosotros, la experiencia de las abuelas cuenta mucho. Durante miles de siglos, su conocimiento ha sido la diferencia entre la vida y la muerte. La supervivencia de las abuelas hasta más allá de su periodo fértil incrementa la supervivencia del grupo. Se trata de una ventaja evolutiva, y así se ha seleccionado. Aparentemente, para los pulpos, criaturas más bien solitarias, la longevidad no aporta gran cosa a la supervivencia de la especie. Por tanto, no se ha seleccionado.

¿Podría hacerlo en el futuro? A saber. La evolución no prevé el futuro. Las mutaciones, los cambios, suceden al azar, y el medio selecciona. Es lo que hay.

¿Cómo evolucionarán los pulpos en el futuro? Cthulhu sabrá… 🙂 (fuente:  pixabay.com)

En la siguiente entrada terminaremos con esta serie de inteligencias más o menos alienígenas, palabra de honor. 🙂

Inteligencias más o menos alienígenas (VI)

A la hora de dar con especies inteligentes no mamíferas, también resulta interesante especular sobre las que pudieron haber existido.

Hace unos 65 MA (millones de años), la Tierra padeció una de las peores catástrofes de su historia: la extinción masiva del Cretácico-Paleógeno (K/Pg). El impacto de un gran meteorito, más otros factores (intenso vulcanismo en el Decán, bajada del nivel del mar…), podaron numerosas ramas del Árbol de la Vida, permitiendo el auge de otras que hasta entonces medraban en la sombra.

Esa monumental escabechina, que supuso el final de la era Mesozoica, es la más conocida de las extinciones masivas, ya que implicó la aniquilación de los dinosaurios (aunque también desaparecieron muchos otros grupos de organismos, como los ictiosaurios, plesiosaurios, amonites, pterosaurios, etc.). Científicos y escritores han fantaseado con: «¿Qué habría pasado si esas criaturas hubieran sobrevivido?». ¿Habrían podido evolucionar hasta convertirse en especies inteligentes?

E imaginación no ha faltado. Una obra clásica (y muy entretenida, por cierto; recomendamos su lectura) de la ciencia ficción es la trilogía «Al Oeste del Edén», de Harry Harrison.

Yilané (fuente: it.wikifur.com)

En ella, el meteorito que causó la extinción K/Pg nunca cayó. En un presente alternativo, la especie dominante es la de los yilané, reptiles inteligentes que descienden de los mosasaurios (los cuales, por cierto, no están emparentados con los dinosaurios). Además, la civilización yilané convive con grandes mamíferos como los mastodontes y, por supuesto, con los pobres seres humanos.

Pasemos de la Literatura a la Paleontología. Si ustedes visitan el Museo Nacional de Ciencias Naturales de Madrid, y buscan la zona donde se encuentran los fósiles de dinosaurios, se encontrarán con esto:

Sí, ya sé, la foto es una birria. Ese día no llevaba una cámara decente. 🙂 En fin, recurriremos a Internet:

Troodon (izquierda) y dinosauroide (derecha), lo que pudo haber sido y no fue… (fuente: http://www.mundoprehistorico.com)

La criatura en cuestión es un dinosauroide, y podemos encontrar representaciones suyas en diversos museos del mundo.

Fuente: dino.wikia.org

El dinosauroide fue propuesto por el paleontólogo Dale A. Russell en 1982. Este científico especuló sobre cómo podría haber evolucionado un dinosaurio del género Stenonychosaurus (o Troodon, si lo prefieren; no entraremos en discusiones nomenclaturales) si el meteorito le hubiera dejado tiempo para ello. Estos dinosaurios bípedos tenían un cerebro relativamente grande, buenos ojos, manos con dedos que podrían llegar a oponerse… Russell imaginó a sus posibles descendientes con aspecto humanoide (tal vez demasiado, según sus críticos), gran cerebro, vivíparos, aunque sin glándulas mamarias y con genitales internos. Interesante especulación…

Fuente: pixabay.com

En fin, el caso es que el famoso meteorito golpeó la península del Yucatán y el mundo mesozoico se fue al infierno, literalmente. Por tanto, nos quedamos sin averiguar cómo podrían haber evolucionado los dinosaurios y…

Eh, un momento; no vayamos tan rápido. Llegados hasta aquí, tal vez sea una buena idea rebobinar y echar un vistazo a la historia evolutiva de los vertebrados. Tradicionalmente, estos se han agrupado en 5 clases: peces, anfibios, reptiles, aves y mamíferos. En muchos libros de texto, estas clases se disponen en un esquema lineal, de menos a más «evolucionada». Así, a partir de los peces evolucionaron los anfibios, de estos los reptiles, etc. Por supuesto, al final de esa cadena estaríamos nosotros.

Bueno, pues olvídense de lo anterior. Esas clases se definían por el tipo de organización corporal y su fisiología: los peces tienen aletas y pseen branquias; los anfibios respiran mediante pulmones, aunque sufren metamorfosis y están muy ligados al agua; los reptiles son de sangre fría, tienen escamas y ponen huevos; etc.

Actualmente, la clasificación de las especies ha cambiado. Hoy se busca que los distintos taxones (especies, géneros, familias, etc.) sean monofiléticos, es decir, que incluyan a todos los descendientes de un antepasado común. Y eso ha provocado que algunos taxones clásicos se hayan hecho añicos; por ejemplo, los peces. Donde antes había una clase ahora hay varias, algunas de ellas extinguidas.

Nosotros no descendemos del grupo de peces más conocidos y diversos, los de aletas con radios (actinopterigios: atunes, sardinas, besugos, etc.), que han tenido un gran éxito evolutivo. Tampoco tenemos que ver con los peces cartilaginosos (condrictios: tiburones, rayas y compañía). Nuestros ancestros directos pertenecen a un grupo que hoy es una sombra de lo que fue, los peces con aletas lobuladas (sarcopterigios).

Peces de aletas lobuladas y tetrápodos primitivos (fuente: en.wikipedia.org)

Los sarcopterigios poseen aletas con huesos en la base, que evolucionarían para convertirse en patas. Esto ocurrió en el Devónico, hace unos 400 MA. Sus descendientes, entre los que nos incluimos, somos los tetrápodos (vertebrados con cuatro extremidades y que respiran mediante pulmones).

Los tetrápodos acabaron por escindirse en dos grandes líneas evolutivas. Una de ellas llevó hacia los anfibios, los cuales no se han caracterizado precisamente por sus grandes cerebros (espero que ninguno de ellos se sienta ofendido, que ahora hay que tener mucho cuidado con eso). 🙂 La otra línea condujo a los amniotas.

A diferencia de los anfibios, los amniotas ponían huevos con cáscara, por lo que no estaban tan ligados al agua. Eso les permitió colonizar la tierra firme con notable éxito, ya en el Carbonífero. Y hace unos 320 MA, antes de que se acabara ese periodo se habían diversificado en dos clases principales.

Por un lado estaban los sinápsidos, que se convirtieron en los dominadores de los ecosistemas terrestres durante el resto del Carbonífero y el Pérmico. Se trata de nuestra rama del Árbol de la Vida. Sí, somos sinápsidos; qué se le va a hacer. 🙂 No descendemos directamente de los reptiles; más bien se trata de grupos hermanos.

Dimetrodon species2DB15Especies de Dimetrodon. No, no eran dinosaurios, ni siquiera reptiles en sentido estricto, sino sinápsidos, igual que nosotros (fuente: en.wikipedia.org)

Los sinápsidos fueron los animales más espectaculares en aquella época. Incluso sobrevivieron a la Gran Mortandad, la mayor extinción masiva de la Historia de la Tierra, que supuso el final del Pérmico, hace unos 252 MA. Sus descendientes siguieron dominando el cotarro pero, ay, la gloria no dura para siempre.

La otra gran rama de los amniotas es la de los diápsidos. Este humilde grupo, que incluye a los reptiles típicos, empezó a diversificarse después de la Gran Mortandad, en el periodo Triásico, y antes de que este terminara ya habían hundido en la miseria a nuestros antepasados. Sic transit gloria mundi. 🙂 Pero no todos los reptiles son iguales, como veremos.

Dentro de los reptiles, y dejando aparte algunos grupos cuyas relaciones filogenéticas aún no están del todo claras (tortugas, ictiosaurios, plesiosaurios…), distinguimos dos grandes ramas. Por un lado están los lepidosaurios, cuyos supervivientes actuales son los lagartos y las serpientes. También hay notables lepidosaurios ya extinguidos, como los mosasaurios (sí, los que darían lugar a los yilané de Al Oeste del Edén).

Los yilané serían lepidosaurios; nada que ver con los dinosaurios (fuente: paultomlinson.org)

La otra rama experimentó una evolución todavía más espectacular. Se trata de los arcosaurios. A partir de su humilde origen, antes de que acabara el Triásico ya dominaban la tierra e incluso el aire. Durante el Jurásico y el Cretácico ningún otro grupo animal se atrevió a toserles. Hasta que llegó el meteorito dichoso, claro.

Algunos arcosaurios se extinguieron en aquella catástrofe, como los pterodáctilos. Otros sobrevivieron y prosperaron, como los cocodrilos. Y luego tenemos a los dinosaurios, quizá los vertebrados más espectaculares que jamás hayan poblado la superficie terrestre.

Ejemplos de los 3 principales grupos de dinosaurios: un ornitisquio (arriba), un saurópodo (centro) y un terópodo (abajo).

Los dinosaurios eran muy diversos. Los paleontólogos distinguen 3 grupos principales. Por un lado tenemos a los ornitisquios, con géneros tan conocidos como Triceratops, Stegosaurus, etc. Sin embargo, no es aquí donde debemos buscar a los más inteligentes. Tampoco en el segundo grupo, los saurópodos, también muy conocidos por sus especies de largo cuello y gran tamaño, como los diplodocus o los brontosaurios. Es en el siguiente grupo donde debemos detenernos: los terópodos.

Los terópodos eran bípedos. Muchos de ellos eran carnívoros, tan espectaculares y letales como los tiranosaurios. Otros eran más pequeños y ágiles, como los velocirraptores. Asimismo, en este grupo las escamas que cubrían sus cuerpos fueron evolucionando hasta convertirse en plumas, más vistosas y que probablemente servían a las especies más pequeñas para regular la temperatura.

Velociraptor y géneros próximos son los dinosaurios manirraptores más conocidos (fuente: es.wikipedia.org)

Busquemos a los terópodos más espabilados. Dentro de su gran diversidad, destaca un grupo, el de los manirraptores. Son relativamente modernos, pues aparecieron a mediados del Jurásico. Eran animales rápidos, cazadores activos que cambiaron la imagen que teníamos de los dinosaurios como criaturas pesadas y torpes. Desarrollaron brazos con manos largas y garras curvas en las patas traseras. En algunos casos, estas garras eran auténticos cuchillos, capaces de destripar a sus víctimas. Destacan Velociraptor y otros géneros emparentados de mayor tamaño (Deinonychus, Utahraptor, Dakotaraptor…). Debieron de ser un espectáculo impresionante, con su cuerpo emplumado, sus garras y sus dientes… Siempre que uno no fuera su presa, claro. 🙂

Hand drawn TroodonEste es el aspecto probable de un ejemplar de Troodon (o Stenonychosaurus), el presunto antepasado del dinosauroide. Ya no se parece tanto a un lagarto, como ocurría en las reconstrucciones más antiguas que vimos arriba (fuente: en.wikipedia.org)

En cuanto a sus cerebros, aquí tenemos probablemente a las especies más inteligentes de dinosaurios, como el famoso Troodon, a partir del cual Russell imaginó el dinosauroide. Eran unos animales prometedores, pero cayó el meteorito, liquidó a los dinosaurios y eso nos permitió a los mamíferos, descendientes de los antaño poderosos sinápsidos, tener una oportunidad. No la desaprovechamos, y aquí estamos.

Por tanto, parece que nos quedamos sin averiguar en qué se habría convertido Troodon, aunque… Resulta que no todos los dinosaurios manirraptores se extinguieron. Un grupo sobrevivió, y con bastante éxito, así que podemos ver cómo han evolucionado. Es un grupo muy estrechamente emparentado con Troodon, por cierto. Se trata de las aves.

Sí, ya sé que un pavo no tiene pinta de dinosaurio manirraptor, pero técnicamente hablando lo es. En tal caso, ¿por qué no surgió algo parecido al dinosauroide entre las aves? ¿Son realmente inteligentes, al estilo de ciertos mamíferos?

Nos vemos en la próxima entrada, amigo lector. 😉

Inteligencias más o menos alienígenas (I)

Un tema recurrente en la ciencia ficción es el del contacto con inteligencias alienígenas. Podemos encontrar obras para todos los gustos, desde algunas con extraterrestres que hablan nuestro idioma (el inglés, como no podía ser menos) y no hay problema para comunicarse con ellos, hasta otras en las cuales la Humanidad se enfrenta a formas de vida completamente incomprensibles.

Fuente: todas las imágenes de esta entrada proceden de pixabay.com

Esto nos lleva a plantearnos algunas cuestiones. ¿Sería posible el diálogo, si no tenemos nada en común? ¿Existe algo que pueda ser universalmente comprendido? ¿Las Matemáticas, quizá? ¿O ni con esas? Por otro lado, ¿seríamos capaces de reconocer una inteligencia alienígena si nos topáramos con ella, o pasaría desapercibida?

Es difícil dar respuestas. Quizá sea mejor dejar de mirar por un momento a las estrellas y fijarnos en nuestra propia biosfera. ¿Seríamos capaces de reconocer otras especies inteligentes aquí, en la Tierra?

Si algo caracteriza a nuestra cultura occidental, es la manía de colocar al ser humano en un pedestal. Nos consideramos algo aparte del resto de la naturaleza: seres superiores que se distinguen del resto de los animales, entre otras cosas, por la inteligencia. También por más características que consideramos humanas: la autoconciencia, la empatía, el sentido de la justicia, prever el futuro, hacer planes… De hecho, para muchas personas supone un insulto lo de llamarnos «animales». Estamos por encima de ellos, pues los simples animales carecen de esas características que hemos enunciado. Así se pensaba. Era algo sabido, bien establecido.

Hasta que llegó Charles Darwin.

Junto con Alfred R. Wallace, Darwin propuso su teoría de la evolución de las especies por selección natural. Más de siglo y medio después, ha resistido todos los intentos de tumbarla y se ha convertido en una de las teorías científicas más sólidas que existen. Desde la publicación del Origen de las especies (1859), se admite que cada especie procede de otra anterior. Las mutaciones, la selección ejercida por el entorno y mucho, pero que mucho tiempo, han creado la maravillosa biodiversidad que podemos contemplar hoy (y que estamos destruyendo a marchas forzadas, dicho sea de paso).

Pero Darwin no sólo puso patas arriba (y le dio sentido) a la Biología. También lanzó un torpedo a la línea de flotación de nuestras creencias más arraigadas. Si unas especies proceden de otras anteriores, nosotros no íbamos a ser la excepción. Así, en 1871 publicó El origen del hombre. Un libro valiente, en el que defendió, con todos los datos que pudo recopilar, que nuestra especie desciende de otras que la precedieron en el tiempo.

Las citas de El origen del hombre que incluimos en esta entrada se han extraído del capítulo XXI (Resumen general y conclusión):

Vemos así que el hombre desciende de un mamífero velludo, con rabo y orejas puntiagudas, arbóreo probablemente en sus hábitos y habitante del mundo antiguo […]. Los cuadrumanos y todos lo mamíferos superiores descienden probablemente de un antiguo marsupial, el que venía a su vez, por una larga línea de formas diversas, de algún ser medio anfibio, y este nuevamente de otro animal semejante al pez. En la espesa oscuridad del pasado adivinamos que el progenitor primitivo de todos los vertebrados debió ser un animal acuático provisto de branquias […]. Ese animal debió parecerse con ventaja a las larvas de las actuales ascidias marinas sobre toda otra forma conocida.

Hoy nos admiramos al comprobar cómo Darwin, en el siglo XIX, acertó de pleno. Nuestro cuerpo es producto de las mutaciones y la selección natural. Pero… ¿y nuestra mente?

El presente alto nivel de nuestras facultades mentales y morales es, sin duda, la dificultad mayor con que se tropieza para adoptar la conclusión indicada sobre el origen del hombre. Mas aquel que admita el principio de la evolución debe reconocer que las facultades mentales de los animales superiores, que en naturaleza son lo mismo que las humanas, aunque en grado diferente, son susceptibles de perfeccionamiento.

Para Darwin, no es un problema admitir que la inteligencia surgió por presiones evolutivas. Al fin y al cabo, la inteligencia (evidenciada por la posesión de cerebros grandes) proporciona innegables ventajas a los animales, y la selección natural tenderá a favorecerla.

Sin embargo, el ser humano no se caracteriza solo por su inteligencia. ¿Y la moral? Seguro que algo tan elevado no se da en los animales, ¿verdad? Darwin también tenía algo que decir al respecto:

El desarrollo de las cualidades morales es problema de mayor interés. Su fundamento descansa en los instintos sociales, comprendiendo en este término los lazos de familia. Estos instintos son en extremo complejos […]; pero sus elementos más importantes son el amor y el afecto especial de la simpatía. Los animales dotados de instintos sociales sienten deleite en mutua compañía, se previenen unos a otros del peligro y defienden de muchas maneras. Estos instintos no se extienden a todos los individuos de una misma especie, sino solamente a los de la misma tribu o comunidad. Como son en alto grado beneficiosos para la especie, es probable que se hayan adquirido por la selección natural.

Como veremos en la siguiente entrada, parece que Darwin dio en el clavo.  En los animales sociales (eusociales, si utilizamos la jerga técnica) con cerebro grande, debido a la complejidad que requiere vivir en comunidad, la selección natural favorecerá todo aquello que sirva para que el grupo sea más eficaz y se mantenga cohesionado: la capacidad de ponerse en la piel del otro, saber el lugar que cada uno ocupa en la jerarquía, solidaridad, empatía, sentido de la equidad… Si al grupo le va bien, sus miembros prosperarán.

Por cierto, Darwin también dejó caer que ahí podría estar el origen de la tendencia a la xenofobia, ya que nuestros antepasados evolucionaron en grupos pequeños, pero dejaremos el tema para otra ocasión.

No podemos resistirnos a citar el último párrafo de El Origen del hombre:

Debemos, sin embargo, reconocer que el hombre, según me parece, con todas sus nobles cualidades, con la simpatía que siente por los más degradados de sus semejantes, con la benevolencia que hace extensiva, no ya a los otros hombres, sino hasta a las criaturas inferiores, con su inteligencia semejante a la de Dios, con cuyo auxilio ha penetrado los movimientos y constitución del sistema solar -con todas estas exaltadas facultades- lleva en su hechura corpórea el sello indeleble de su ínfimo origen.

En resumen, las diferencias entre el resto de animales y nosotros son de grado, no esenciales. Indiscutiblemente, nuestras capacidades culturales, tecnológicas y lingüísticas son muy superiores a los de otras especies, pero no exclusivas, ni han aparecido de la nada. Han surgido por evolución y están presentes, de forma más o menos rudimentaria, en otras criaturas. En suma, lo que nos hace humanos ya había aparecido en otras especies. Nosotros lo heredamos de nuestros ancestros y, gracias a la evolución cultural, llevamos esa herencia hasta grados asombrosos de complejidad.

Muchos no puedieron (ni pueden) soportar ese hecho. Ya lo advirtió Darwin:

La principal conclusión a que llegamos en esta obra, es decir, que el hombre desciende de alguna forma inferiormente organizada, será, según me temo, muy desagradable para muchos.

Y es que milenios de tradición cultural pesan bastante. Nuestra cultura bebe principalmente de dos fuentes: el mundo grecolatino y la tradición bíblica. Y en ambos casos se nos ha considerado como algo aparte, superior al resto de la naturaleza. Quizá sea porque en el Mediterráneo Oriental no había grandes primates, para recordarnos que, en el fondo, no somos tan distintos.

Pero ¿son realmente inteligentes otros animales? Tal vez estemos buscando señales de vida inteligente en las estrellas, y seamos incapaces de reconocerla en nuestro entorno. En la próxima entrada nos ocuparemos de nuestros parientes más cercanos, los simios y otros primates. Y no nos quedaremos ahí… 🙂

El oso y el yeti

En julio de 2015 escribimos aquí una serie de 4 entradas tituladas «El yeti y la ciencia oficial». En ellas nos ocupábamos de la Criptozoología, una pseudociencia que trata de hallar animales (críptidos) cuya existencia aún no ha sido probada. Concretamente, nos centramos en el yeti y humanoides similares (bigfoot, sasquatcht…).

Debe quedar claro que es imposible demostrar la inexistencia de estas criaturas, igual que es imposible demostrar la inexistencia de dioses, ángeles, duendes, orcos, etc. Sus defensores siempre podrán aducir que nos falta fe, o no hemos buscado lo suficiente, o no queremos admitir las pruebas que nos presentan… Y si no logran convencernos, siempre se compararán con Galileo: «Si a él no le hicieron caso, pero resultó que tenía razón, entonces nosotros también tenemos razón». La verdad, se me escapa la lógica de este razonamiento. 🙂

En realidad, la carga de la prueba recae sobre quienes proponen la existencia de tales entes. Ocurre que la Ciencia requiere pruebas sólidas y, respecto al yeti, ninguna, repito, ninguna de las pruebas presentadas hasta la fecha soporta la hipótesis de la existencia de humanoides desconocidos que moren en las estribaciones del Himalaya, los bosques norteamericanos u otros lugares del mundo.

Los científicos, en contra de lo que proclaman pseudocientíficos, conspiranoicos y similares, están encantados de admitir la existencia de nuevas especies de homínidos. Eso sí, siempre que las pruebas lo ratifiquen. Baste el ejemplo de los denisovanos. Lo únicos restos conservados de esta especie humana caben en una caja de cerillas, pero se pudo secuenciar su ADN, y nadie discute los resultados: una especie nueva, próxima a los neandertales, algunos de cuyos genes están hoy presentes en diversas comunidades humanas.

La diferencia entre Ciencia y pseudociencia está en la metodología, no en lo fantásticas o cautivadoras que sean sus propuestas. Los científicos somos conscientes de nuestras limitaciones. Somos humanos. Tendemos a creer en lo que nos gusta, en lo que nos ilusiona, y a dejar de lado aquello que nos incomoda. También es fácil engañarnos. Por eso el método científico es riguroso y exigente, para intentar evitar fallos. En cuanto al método pseudocientífico… En fin. Por decirlo suavemente, riguroso, muy riguroso, no lo es. Véase lo que comentamos en aquellas entradas sobre el artículo pseudocientífico sobre el bigfoot de Ketchum et al. (2013).

La Ciencia «oficial» también se ha ocupado del yeti y sus parientes. Recordemos el artículo de Milinkovitch et al. (2004) en el que, con sentido del humor (el cual, por cierto, no está reñido con el rigor científico), se concluye que el ADN de una muestra de pelo de yeti coincidía con ADN de caballo. O el de Coltman & Davis (2006), en el que una muestra de pelo de sasquatch resultó coincidir con ADN de bisonte. Por otro lado, Lozier et al. (2009) aplicaban un modelo de nicho ecológico a los avistamientos del bigfoot o sasquatch en Norteamérica, y su área de distribución coincidía con la del oso negro.

El artículo más extenso era el de Sykes et al. (2014). Como vimos, analizaron 57 muestras de pelo atribuidas a yetis y similares. Algunas ni siquiera eran animales (fibra de vidrio, restos vegetales…). Pudieron extraer el ADN de 30… y ninguna de ellas correspondía a un homínido desconocido. Osos, cabras, tapires, caballos, mapaches, perros, vacas, ciervos, ovejas, puercoespines, seres humanos…

Pero la Ciencia progresa; en concreto, las técnicas de análisis de ADN mejoran a una velocidad pasmosa. Hay novedades que conciernen al yeti, reseñadas en los grandes medios de comunicación. Se trata del artículo de Lan et al. (2017), titulado: «Evolutionary history of enigmatic bears in the Tibetan Plateau-Himalaya region and the identity of the yeti» (Historia evolutiva de los osos enigmáticos en la región Meseta Tibetana – Himalaya y la identidad del yeti). Desde el punto de vista formal, el artículo es impecable, además de riguroso. Veamos qué nos cuenta.

 Tibetan Blue Bear - Ursus arctos pruinosus - Joseph SmitProbablemente, algunos avistamientos de yetis correspondan a ejemplares de oso azul del Tíbet (Ursus arctos pruinosus), una subespecie de oso pardo (fuente: es.wikipedia.org)

En contra de lo que pudiera parecer, el artículo no se centra en el yeti, sino en la evolución de los osos himalayos y tibetanos. Con las nuevas herramientas de que disponen, estudian 24 muestras procedentes de museos, trabajos previos, etc., y secuencian el mitogenoma (ADN mitocondrial) completo. Las muestras corresponden tanto a osos como a supuestos yetis.

Los resultados son concluyentes. Una de las muestras, un diente procedente del museo Reinhold Messner, es de un perro. Las otras 23 muestras, TODAS, tienen ADN de osos. He aquí la conclusión final, traducida del inglés:

Este estudio representa el análisis más riguroso hasta la fecha de las muestras sospechosas de derivar de criaturas anómalas o míticas similares a «homínidos», sugiriendo con fuerza que la base biológica de la leyenda del yeti son los osos pardos y negros locales.

Los medios de comunicación se han centrado en esta conclusión, algo lógico, dados los ríos de tinta que se han vertido sobre el yeti. No obstante, y a título personal, el artículo me parece apasionante por otros motivos: cómo la Ciencia se va corrigiendo a sí misma, y la historia de los osos.

En el artículo de Sykes et al. (2014) se mencionaba que una de las muestras de yeti podía corresponder a un oso extraño, desconocido para la ciencia; quizás, un híbrido entre oso polar y pardo. Lan et al. (2017), con su secuenciación completa de mitogenomas, muestran que no es el caso. Ese supuesto yeti era, en efecto, un oso, pero de una subespecie ya conocida (concretamente, el oso pardo himalayo, Ursus arctos isabellinus). Así avanza la Ciencia. En el primer artículo, los autores describieron la metodología utilizada para que otros, en el futuro, pudieran repetir el experimento para ratificar o rectificar las conclusiones. Y así se ha hecho.

Medvěd plavý (Ursus arctos isabellinus)Muestras de ADN atribuidas al yeti corresponden en realidad al oso del Himalaya (Ursus arctos isabellinus), una subespecie de oso pardo (fuente: es.wikipedia.org)

Pero hay más. La comparación de genomas completos de distintos organismos no sólo nos permite identificarlos, sino también determinar el grado de parentesco, su historia evolutiva e incluso poder poner fechas aproximadas al momento en que unos linajes se separaron de otros. Así, Lan et al. (2017) averiguaron que la subespecie himalaya del oso pardo (Ursus arctos isabellinus) se separó bastante temprano del resto de la especie (hace unos 658.000 años), mientras que la subespecie tibetana (Ursus arctos pruinosus) lo hizo más tarde (hace unos 343.000 años). Ambas subespecies no se han mezclado debido a la compleja geografía de la zona. Asimismo, el oso negro himalayo (Ursus thibetanus laniger) pudo separarse de los osos negros asiáticos hace unos 475.000 años. Además, el hecho de que unas poblaciones quedaran aisladas y empezaran a evolucionar por su cuenta puede correlacionarse con las glaciaciones de la región.

 Himalayan bearOso negro del Himalaya (Ursus thibetanus laniger), otro candidato a yeti (fuente: en.wikipedia.org)

No sé a ustedes, pero a mí me maravilla que con unas muestras de ADN seamos capaces de reconstruir historias que se hunden en los abismos del tiempo. Es la metáfora que empleó Darwin, que considera la vida como un arbusto enmarañado del cual brotan constantemente nuevas ramas, dando lugar a formas maravillosas, mientras que otras van desapareciendo. Tanto da que los yetis resulten ser osos en vez de homínidos. Artículos como los que comentamos nos ayudan a conocer mejor el mundo en que vivimos, y nos impulsan a amarlo y querer conservarlo.

Blavatsky y el miedo al mono (VI)

Para H. P. Blavatsky, la evolución humana también se regía por los ciclos y el nº 7 (véanse las entradas anteriores). En nuestro mundo (el 4º de la cadena septenaria) van a aparecer 7 «razas raíz» (root races) por separado, una tras otra. Respaldaba semejante afirmación basándose en diversas cosmogonías, e insistía en que tarde o temprano la Ciencia tendría que aceptar todas estas enseñanzas ocultistas.

Fuente: versión inglesa; puede descargarse en www.theosociety.org

Los primeros hombres aparecieron hace 300 millones de años, nada menos (o sea, a finales del periodo Carbonífero). Al principio los hombres eran etéreos, pero en el ciclo descendente fueron haciéndose más materiales. Recordemos: los ciclos comienzan en lo etéreo y acaban en lo espiritual, en una doble línea de evolución física y moral. En un momento dado, lo espiritual y lo material se equilibrarán. Luego, en la fase ascendente del ciclo, el espíritu se irá afirmando a costa de lo físico, al tiempo que ganará experiencia y sabiduría. Algo así:

Según Blavaysky, la Primera Raza estaba compuesta por sombras astrales de sus Progenitores, hombres gigantescos, etéreos, que aún no conocían el sexo. Tampoco tenían mente, inteligencia ni voluntad. Surgió en un continente hoy desaparecido, la Tierra Sagrada Imperecedera.

La segunda raza raíz emanó de la primera y apareció en el continente de Hiperbórea, situado muy al norte (aunque su clima era bastante benigno). El cuerpo humano era todavía gigantesco y etéreo, aunque algo más condensado y menos inteligente que espiritual. Es una pena que seres tan etéreos no hayan podido dejar fósiles… 🙂

Tampoco tenían sexo, por cierto. ¿Cómo se reproducían? Pues… digamos que las ideas de Blavatsky eran un tanto peculiares. La lectura de La Doctrina Secreta deja perplejo al biólogo, en un caso palmario de comicidad no buscada. Además, para acabar de confundirnos, el proceso de reproducción tuvo también 7 etapas en cada Raza, e iba cambiando con el tiempo.

Blavatsky, basándose en las formas de vida más simples que hoy podemos ver, decía que al principio la reproducción era asexual, como la brotación inconsciente que ocurre en ciertas plantas o amebas. Más tarde los seres humanos pasarían a ser ovíparos, luego ovovivíparos, luego se desarrolló la placenta… Ah, los primeros seres humanos eran andróginos. La separación por sexos tardaría bastante en aparecer. Blavatsky veía una evolución lineal de la reproducción, que tendría los siguientes pasos: fisiparismo, brotación, esporas, hermafroditismo intermedio y unión verdaderamente sexual.

En resumen, la vida de las dos primeras razas raíz debió de ser de lo más aburrida. 🙂 De hecho, según Blavatsky, ni siquiera tuvieron historia propia, igual que tampoco el inicio de la tercera raza. Por tanto, ocupémonos de ésta, porque a partir de aquí las cosas se ponen interesantes.

Su origen estuvo en Lemuria, un continente cuyos restos actuales son Australia, Nueva Guinea, las islas Salomón… Esta raza ya poseía un cuerpo compacto de tamaño gigantesco. Se trataba de seres más astutos que espirituales, y al cabo del tiempo su estatura fue menguando y se hicieron más racionales. No obstante, no será hasta la cuarta raza raíz, la atlante, cuando desarrollen el intelecto y el lenguaje. Esta cuarta raza evolucionará en otro continente perdido, la Atlántida. Según Blavatsky, sólo se puede hablar de hombres a partir de la 1ª mitad de la raza atlante, pero no adelantemos acontecimientos. Centrémonos en la tercera raza, el origen de los simios… y el miedo al mono.

Map of Lemuria Mapa de Lemuria por William Scott-Elliot (fuente: en.wikipedia.org)

Es sabido que a Blavatsky (y no sólo a ella) le horrorizaba que pudiéramos proceder de algún mono. Por eso, insistía una y otra vez en que ocurrió al contrario. Los monos provenían de los hombres (de hecho, hablaba de la «descendencia antinatural» del hombre). Nosotros descendíamos de algo superior, pues lo superior no se originaba a partir de lo inferior.

Para reafirmar que no descendíamos de los monos, Blavatsky veía a los seres humanos como algo aparte de los animales. Intentó demostrar que la Anatomía Comparada no confirmaba el darwinismo. Afirmó que no había eslabones intermedios entre el hombre y el animal. Más aún, no nos veía como animales. Éramos otra cosa, más «noble». Para demostrarlo, buscó desesperadamente diferencias anatómicas entre ellos y nosotros y las exageró. Creía sinceramente que el salto del mono al hombre era insalvable.

 Quatrefages BNF GallicaJean Louis Armand de Quatrefages de Bréau (fuente: fr.wikipedia.org)

No es de extrañar que a Blavatsky le cayera tan bien Jean Louis Armand de Quatrefages (1810-1892). Este biólogo francés, hoy algo olvidado, dividió la naturaleza en cinco reinos separados: sideral, mineral, vegetal, animal y humano. No tenía nada en contra de la evolución, siempre que no se aplicara al ser humano al cual, como vemos, situaba en un reino aparte. O sea, música celestial para los oídos de Blavatsky. 🙂 No como el odioso Darwin y su teoría de que éramos parte de la naturaleza como cualquier otro ser vivo… Qué horror. 🙂

En serio, llama la atención cómo mucha gente se ofende cuando le dicen que Homo sapiens pertenece al Reino Animal. Pero no nos desviemos del tema.

Para sustentar sus afirmaciones, Blavatsky primero debía demostrar que nuestra especie existía desde tiempos muy remotos. Y, a continuación, que los seres de esos tiempos remotos eran más «perfectos» que los actuales. Así, dijo que el hombre primitivo conocido por la ciencia era superior en algunos aspectos al de ahora. O que el mono más antiguo conocido era menos antropoide que las especies modernas. Por tanto, el mono era un hombre degenerado, y no lo que pretendía el darwinismo. Más aún; predijo que nunca se hallarían formas de transición entre hombres y simios.

En fin, Blavatsky no iba para profeta… 🙂

También pensaba que el registro fósil demostraba que los animales de tiempos remotos eran mucho mayores que los actuales (compárese un dinosaurio con una lagartija…). Eran más complejos y “perfectos” que los de hoy. ¿Por qué no pudo pasar lo mismo con el hombre? También defiende que en tiempos remotos tuvieron que existir hombres gigantescos, para poder luchar con los enormes monstruos que entonces dominaban la Tierra. En épocas reicientes, en cambio, los animales gigantes fueron desapareciendo, y de ellos sólo quedan reliquias, como elefantes e hipopótamos.

¿Cómo se originaron los monos a partir de los hombres? Pues la culpa la tuvo la promiscuidad de los hombres irresponsables de la tercera raza, que dieron lugar al eslabón perdido que se convirtió en el antecesor del mono. Zoofilia, lujuria, bestialismo… Llámenlo ustedes como les plazca. En serio. 🙂

Bueno, en realidad los distintos tipos de simios y monos se originaron en diversos momentos por medio de distintos bestialismos de diversas subrazas humanas. Queda un poco lioso, la verdad. Las justificaciones de estos cruces contra natura, la viabilidad de los híbridos y demás afirmaciones blavatskianas harán las delicias de los biólogos:

Para disculpar estos accesos de bestialismo desenfrenado, Blavatsky comentaba que el hombre primitivo no tenía mente ni alma cuando engendró, con un monstruoso animal hembra, a los antepasados de una serie de monos. Así, los grandes simios poseían una chispa de la esencia puramente humana, pero el hombre no tenía ni una pizca de sangre de mono.

Blavatsky intentó proporcionar pruebas de que esos hombres gigantescos y bestiales existieron. Además de discutibles hallazgos científicos, se basó en textos antiguos, los bíblicos entre ellos, que aseguraban que antiguamente había gigantes. Y que les gustaban las hijas de otros más que las suyas.

Todo esto resultaría incluso divertido si no fuera por las derivaciones racistas que tiene. Para Blavatsky, existían algunas razas inferiores humanas que derivaban de estas razas medio animales. Incluso llegó a sugerir que su extinción frente a otras razas humanas más avanzadas era inevitable. Pero de eso nos ocuparemos en la próxima entrada.

Blavatsky y el miedo al mono (V)

No sé lo que pensarán los físicos, químicos y astrónomos al leer las teorías de H. P. Blavatsky, pero los biólogos nos quedamos patidifusos. Sobre todo, cuando llegamos a lo que otorga sentido a la Biología: la evolución.

Blavatsky creía que todo evolucionaba, pero era partidaria de una evolución ordenada, predecible, respetuosa con sus ciclos septenarios y plena de espiritualidad. Con razón abominaba del darwinismo, pues este era la antítesis de sus ideas.

Man is But a WormFuente: en.wikipedia.org

Blavatsky aborrecía el materialismo, más que nada porque negaba la existencia del misterioso «principio vital». En La Doctrina Secreta criticaba ferozmente las «repulsivas especulaciones de la ciencia materialista». El desdén que sentía hacia el materialismo era visceral; basta con fijarse en la forma de escribir y los epítetos que empleaba. En algunos momentos llega a ponerse melodramática, hablando de lo desesperados que están los científicos y de que «el misterio es la fatalidad de la Ciencia». Se quejaba de que los evolucionistas materialistas recibieran honores inmerecidos por teorías que podían ser efímeras. Incluso llegó a predecir la caída de la teoría de la selección natural. Tal como han ido las cosas, no iba para profeta, precisamente… 🙂

Como mucho, Blavatsky le concedía al darwinismo algo de exactitud en cuestiones secundarias. No negaba que el hombre físico fuera el simple producto de las fuerzas evolutivas de la Naturaleza, pero el interno, espiritual y psíquico no era cosa de los materialistas. Por cierto, en toda su obra destaca el empeño de casar los descubrimientos científicos con lo que aparece en los textos sagrados de diversas religiones.

Blavatsky, envidiosa quizá del prestigio de la Ciencia, removió cielo y tierra en busca de sabios que compartieran sus ideas o que pudieran ser utilizados para defenderlas. Según sus palabras, «Sabemos que los evolucionistas verdaderos y honrados están de acuerdo con nosotros». No hace falta ser un lince para adivinar a quiénes no consideraba honrados, e incluso los llegó a tachar de «asesinos intelectuales y morales de las generaciones futuras». En resumen, queda bien claro que le repugnaba la «fuerza ciega y falta de designio» de la selección natural.

Entre los científicos famosos a los que recurrió destaca A. R. Wallace, el padre, junto con Darwin, de la teoría de la evolución por selección natural. Como explicábamos en otra entrada, Wallace no podía explicar la aparición de algo tan complejo como el cerebro humano por selección natural, lo que le llevó a creer en el espiritismo. No obstante, da la impresión de que su favorito era Jean Louis de Quatrefages, hoy bastante olvidado. También le gustaba más Lamarck que Darwin. Es lógico; algunas ideas lamarckianas parecían compatibles con las ocultistas; sobre todo, la «tendencia a la perfección»:

Fuente: versión inglesa; puede descargarse en www.theosociety.org

Pero entremos en materia. Una de las virtudes de la Ciencia es que ha ido bajando al ser humano del pedestal en el que se había colocado, integrándolo en el cosmos. En cambio, buena parte de la tradición cultural occidental, y en eso Blavatsky no era una excepción, ha tendido a considerarnos algo aparte, algo especial. Sin embargo, los astrónomos, por mucho que le doliera a Blavatsky, nos demuestran que nuestro mundo está hecho de los mismos materiales que el resto del universo. Somos polvo de estrellas; nuestros átomos proceden de antiguos soles que estallaron en forma de supernova. Y Darwin nos vino a demostrar que tampoco somos algo aparte de los animales, sino otra especie más, producto de la contingencia evolutiva.

Fuente: www.darwinproject.ac.uk

Esto último era una completa abominación para Blavatsky. El hombre debía ser algo aparte, muy distinto a los groseros animales, ¿verdad? Para ella, nunca habíamos formado parte del reino animal.  Era una afrenta tan sólo planteárselo.

Veamos su visión de la evolución, y pido disculpas si resulta algo confusa. Lo primero que aparece en un planeta es el reino mineral, luego el vegetal y después la vida humana. Pongamos un ejemplo. En su cadena septenaria de mundos (véase la entrada anterior), primero se desarrolla el reino mineral en el globo A. Cuando está plenamente desarrollado, inunda y pasa al globo B. Entonces empieza el desarrollo vegetal en el A. Y luego la vida humana. Al irse completando, cada reino va pasando al globo siguiente. El mineral va con un globo de ventaja sobre el vegetal, y ésta sobre la vida humana.

O sea, y esto es muy importante, la aparición del hombre es MUY ANTIGUA, sólo precedida por los reinos mineral y vegetal. Para ello se apoyará en sabios como Quatrefages, y en el hecho de que en su época los científicos todavía no tenían métodos fiables para datar los fósiles o saber cuál era la edad de la Tierra.

Minerales, vegetales, hombres… ¿Y los animales?¿Cuándo aparecieron? ¿Y los monos, esos de los que los malvados darwinistas piensan que descendemos? 🙂

Punch, 18 May 1861, 'Monkeyana' Wellcome L0031419Fuente: commons.wikimedia.org

Pues resulta que, para Blavatsky, no descendemos por línea directa de antepasados muy antiguos, y no digamos de los monos. Es al revés. Ellos descienden de nosotros. En serio.

Asimismo, a lo largo de La Doctrina Secreta buscó desesperadamente cualquier indicio científico que ratificara la existencia de un insalvable abismo entre hombre y mono. Además, objetó que algunos seres no evolucionaban, ni se elevaban a un tipo más alto. Blavatsky pensaba que lo mismo ocurría con el hombre, que no variaba desde sus primeros restos fósiles.

Un problema al que se enfrentaron los primeros evolucionistas fue el de la fuente de variación en los seres vivos. La selección natural va escardando y permitiendo la supervivencia de los más adaptados, pero no explica cuál es el origen de las diferencias de los organismos. Hoy sabemos que se debe a mutaciones en el ADN, pero en aquella época no se tenía ni idea. Y cómo no, Blavatsky y los ocultistas tenían la respuesta que eludía a los científicos: la fuente de variación se debía a «los tipos-raíces primordiales procedentes de lo astral».

Sí, paciente lector, ya sé que en la anterior entrada dije que esta sería la última, pero parece que el espíritu de madame Blavatsky se dedica a sabotear mis buenos propósitos. Necesitaremos una entrada más para explicar cómo es posible que los monos desciendan de nosotros. Se trata de una historia muy entretenida, plena de bestialismo, bajas pasiones, gigantes menguantes, distintas humanidades, continentes perdidos… Y quizá haga falta otra entrada para hablar del origen de las distintas «razas» humanas, pues no todas proceden de… Pero no adelantemos acontecimientos. 🙂

Blavatsky y el miedo al mono (I)

En una entrada anterior, cuando discutíamos las teorías pseudocientíficas que atribuyen la construcción de las grandes pirámides a antiguas civilizaciones, citamos a Helena Petrovna Blavatsky (1831-1891). Fue una de las principales impulsoras de la Teosofía, una doctrina bastante popular en la segunda mitad del siglo XIX. Su génesis, así como los distintos movimientos, seguidores y gurús que de ella derivan, aparecen muy bien relatados en el libro El mandril de Madame Blavatsky, de Peter Washington.

Helena Petrovna BlavatskyHelena Petrovna Blavatsky (fuente: es.wikipedia.org)

Así, picado por la curiosidad y porque es aconsejable acudir a los textos originales en vez de hablar de oídas o por referencias, busqué en Internet La doctrina secreta, obra cumbre de Blavatsky, donde se exponen en profundidad sus ideas. Como se trata de una obra antigua y descatalogada, puede encontrarse con facilidad en pdf, Y me la leí. Fue duro acabar sus 2783 páginas, como ya comenté entonces. 🙂

emb_logoEmblema de la Sociedad Teosófica, cofundada por H. P. Blavatsky (fuente: en.wikipedia.org)

Antes de considerar la visión pseudocientífica blavatskiana del cosmos, nos detendremos en algo que me llamó poderosamente la atención conforme leía capítulo tras capítulo de La doctrina secreta: ¿Por qué Blavatsky no podía soportar que el hombre descendiera del mono? Dicho de otro modo: ¿Qué hay de malo en que Homo sapiens haya evolucionado a partir de antepasados simiescos?

La publicación en 1859 de El origen de las especies supuso un antes y un después, y no sólo para la Biología. La obra de Charles Darwin, entre otras cosas, conectaba al ser humano con el resto de criaturas de la Tierra. Muchas personas aceptaron sin problemas la teoría de la evolución por selección natural, dado el rigor de las pruebas y los argumentos presentados por Darwin. Otras la rechazaron, incluso de forma vehemente. Blavatsky perteneció a este último grupo.

origin_of_species_title_pagePortada de la 1ª edición de El origen de las especies (fuente: es.wikipedia.org)

A lo largo de La doctrina secreta queda patente que su autora sentía una mezcla de repugnancia e indignación ante el darwinismo. Se lo tomaba casi como una afrenta. Podríamos decir que Blavatsky rebusca hasta debajo de las piedras para intentar hallar algo, lo que sea, que le permita rebatir que nuestra especie procede de unos simios. Al leerla me dio la impresión de que la reacción de la autora era visceral, basada en la emoción, aunque luego tratara de justificarla con supuestas pruebas.

Antes de analizar las peculiares propuestas blavatskianas sobre la evolución, merece la pena reflexionar sobre ese «miedo al mono» que, por cierto, no es exclusivo de Blavatsky. La cofundadora de la Sociedad Teosófica expresa algo muy extendido en el pensamiento occidental. En buena medida nuestra cultura, nuestra filosofía, se basan en que el hombre es algo especial, un ser aparte de las criaturas de la naturaleza. Hay un salto cuántico entre los demás animales y nosotros. De hecho, hay quien se ofende por el hecho de que los seres humanos seamos considerados meros animales.

elmonoLa famosa etiqueta del Anís del Mono ¿se mofa de Darwin?

¿Por qué nos creemos tan especiales? El supuesto abismo entre Homo sapiens y el resto se debe, más que nada, a que todas las especies próximas a la nuestra, como los neandertales o los denisovanos, se extinguieron hace miles de años. Probablemente, también influye que en el Mediterráneo Oriental, la zona donde nace nuestra tradición cultural (filosofía griega, creencias judeocristianas) no había grandes antropoides. Gorilas y chimpancés se parecen demasiado a nosotros, y pueden hacernos reflexionar sobre si realmente somos tan distintos.

Darwin lo puso todo patas arriba. No sólo propuso una teoría científica que explicaba la riqueza de la vida sin necesidad de recurrir a un Diseñador. Además, mostró cómo éramos una rama más del frondoso Árbol de la Vida y que todos los seres estábamos emparentados. Buceando en el océano del tiempo, siempre encontraríamos un antepasado común. Necesitaríamos retroceder unos seis millones de años para dar con el ancestro que compartimos con los chimpancés.  Nos separamos de la rama que dio origen a los dinosaurios y aves hace más de 320 millones de años. Para dar con el antepasado común de champiñones y seres humanos aún tendríamos que sumergirnos unos cuantos cientos de millones de años más. Pero tarde o temprano, el ancestro estará ahí.

Editorial cartoon depicting Charles Darwin as an ape (1871)Una de las más famosas caricaturas de Darwin (fuente: es.wikipedia.org)

A lo largo de los siglos, los científicos contribuyeron a enterrar la idea de que todo el cosmos giraba en torno al ser humano. Copérnico comenzó a cavar la fosa, al proponer que la Tierra no era el centro del Universo. William Herschel preparó un bonito ataúd, al observar el espacio profundo y mostrar que el Sistema Solar era uno más dentro de un universo de vastedad inconcebible. Y Darwin clavó la tapa, al indicar que la complejidad de la vida podía haber aparecido sin recurrir a causas sobrenaturales, y que nosotros éramos una especie más.

El orgullo humano, mejor dicho, el orgullo de muchos humanos no pudo digerir una píldora tan amarga. Queríamos seguir siendo especiales, únicos.  Quién sabe si Blavatsky construyó todo el edificio de la doctrina teosófica precisamente para eso, para sentir que pertenecía a algo especial, por encima del común de los mortales. Pero el darwinismo le recordaba que, quizá, no éramos tan gran cosa.

Finalizaremos con una anécdota. En su libro, Peter Washington cuenta que Blavatsky tenía una colección de animales disecados, entre los que destacaba un mandril vestido con chaqueta y corbata, que portaba el manuscrito de una conferencia sobre El origen de las especies. Desde luego, no perdía ocasión de despreciar al darwinismo.

En fin, el tiempo acaba por poner a cada uno en su sitio. Darwin es considerado hoy como uno de los científicos más insignes de todos los tiempos. En cambio, pocos recuerdan a Blavatsky, y la imagen que ha quedado de ella es más bien de embaucadora. Sic transit gloria mundi.

¿Cuánto tardaría un mono en escribir el Quijote?

Dicen que todas las comparaciones son odiosas. Más aún: en algunos casos son tramposas o están mal planteadas.

Consideremos el darwinismo. Puesto que las mutaciones son la fuente de variabilidad necesaria para la evolución, y suelen ocurrir al azar, a ello se aferran los negacionistas para intentar desmontar esta teoría. Se valen de una comparación, inspirándose en el teorema del mono infinito. Copiamos de la Wikipedia:

El teorema del mono infinito afirma que un mono pulsando teclas al azar sobre un teclado durante un periodo de tiempo infinito casi seguramente podrá escribir finalmente cualquier texto dado. En el mundo angloparlante se suele utilizar el Hamlet de Shakespeare como ejemplo, mientras en el mundo hispanohablante se utiliza el Quijote de Cervantes.

Este teorema es más profundo de lo que parece, y sirve para ilustrarnos sobre las leyes estadísticas. De hecho, en un tiempo infinito el mono acabaría por teclear infinitas veces cualquier texto. Sin embargo, la edad de nuestro planeta no es infinita, y de ahí la aparente imposibilidad de que el orden se obtenga por azar, lo que invalidaría la teoría de la evolución.

Monkey-typingFuente: es.wikipedia.org

Empecemos por lo simple. Supongamos que tenemos una máquina de escribir con 27 teclas que corresponden a las letras del alfabeto español, y a un sufrido mono adiestrado para teclear al azar, a razón de una pulsación por segundo. La probabilidad de que acierte una letra concreta es de una entre 27.

Para calcular la probabilidad de que escriba por azar una palabra de dos letras, como por ejemplo «da», debemos multiplicar 1/27 x 1/27. Haciendo números, al mono le llevaría algo más de 12 minutos acertar. Si pensamos en una palabra de 3 letras, como «pez», le ocuparía casi 5 horas y media. Y si vamos añadiendo letras, la posibilidad de éxito va cayendo en picado.

Por ejemplo,  una palabra de 10 letras, como «darwinismo», le llevaría alrededor de 6,5 millones de años. Con una de 12 letras, como «incompetente», tardaría más de 4.759 millones de años (tiempo algo superior a la edad de la Tierra). Y una de 13 letras, como «perfectamente», le ocuparía unos 128.505 millones de años. O sea, más de 9 veces la edad estimada del universo.

Chimpanzee seated at typewriterFuente: en.wikipedia.org

Consideremos el Quijote. Rebuscando por Internet, nos enteramos de que tiene 2,034,611 caracteres con espacios, nada menos. Si teclear al azar una palabra larga ocuparía al mono mucho más de la edad del universo, da vértigo calcular lo que necesitaría para escribir el Quijote. Ni recurriendo a una legión de monos, cada uno encargado de una pequeña parte del libro, podría concluirse en un tiempo razonable. Necesitaríamos un tiempo infinito.

La evolución de los seres vivos depende de la aparición de mutaciones al azar. Muchos de los que niegan el darwinismo argumentan que, dada la improbabilidad de que el mono escribiera un simple cuento corto al azar en menos de trillones de años, ¿qué decir de algo como un ser vivo, mucho más complejo que un libro? Por tanto, la teoría de la evolución por selección natural ha de estar equivocada. ¿Verdad?

Eh, un momento. Recurrir al mono infinito para rebatir la evolución resulta problemático. La comparación, más que odiosa, es inválida, porque no tiene en cuenta algo esencial. Sí, la evolución se nutre de mutaciones azarosas, pero ¿dónde está en esa comparación el factor corrector que supone la selección natural?

La selección natural se ocupa de preservar a los más adaptados al medio. Su labor de escarda es bastante eficaz, y si la tenemos en cuenta a la hora de hacer una comparación simiesca, las cosas cambian un montón. Veamos cuánto tardaría nuestro mono en teclear al azar el Quijote si introducimos en la comparación algo equivalente a la selección natural. Pero antes, ocupémonos de su bienestar. ¿Es que nadie piensa en los monos? 🙂

monoarmarioFuente: arctarus.wordpress.com

Si ponemos a un pobre mono sentado delante de una máquina de escribir y lo obligamos a teclear sin cesar a razón de una pulsación por segundo, en pocos días tendremos un mono muerto. O en el mejor de los casos, un mono tan estresado que en cuanto nos vea intentará arrancarnos los testículos a mordiscos. Para evitar tan trágicos desenlaces, mejoraremos las condiciones laborales del mono. Al fin y al cabo, el pobre tendrá que comer, dormir, ir al baño…

Para facilitar los cálculos, emplearemos números redondos. ¿Qué tal si reducimos su jornada de trabajo a 10 horas al día? Y que sean 5 días por semana, que también tendrá derecho a visitar a la familia, hacer senderismo, salir de fiesta… Asimismo, le concederemos unas breves vacaciones. Pongamos que teclea 50 semanas al año, lo cual hace un total de 2500 horas. ¿Es un régimen laboral abusivo? Sin duda, aunque, por desgracia, muchísimos seres humanos trabajan en condiciones bastante peores.

 Typing monkeyFuente: de.wikipedia.org

Ocupémonos de la máquina de escribir. Estamos en el siglo XXI, caramba. Empleemos un ordenador, a ser posible con un teclado adaptado al mono. Puesto que éste sólo sabe pulsar una tecla a la vez, le sería imposible escribir las mayúsculas, las vocales acentuadas o algunos signos de puntuación. Por tanto, démosle un teclado con 100 teclas que incluya mayúsculas, minúsculas, cifras, signos, barra espaciadora… Claro, con tantas teclas, la posibilidad de que el mono acierte al azar es aún más baja, una de cada cien. Y si encima tiene vacaciones y todo eso, necesitaríamos todavía más tiempo…

Pero ¿qué ocurre si entra en juego la selección natural?

Necesitamos algo que nos permita preservar los aciertos y descartar los fallos, y para eso está el ordenador. Cada vez que el mono se equivoque al teclear, el carácter se borrará. En cambio, cada vez que acierte, el carácter se grabará y conservará. Más o menos, como la selección natural. Bien, hagamos números ahora.

Por término medio, el mono acertará una de cada 100 pulsaciones. Pongamos que cada 100 segundos logra que se grabe una letra (o una cifra, o un espacio; lo que toque). Eso quiere decir que al cabo de una hora habrá grabado 36 aciertos. Y con el régimen laboral que tiene, en un año habrá guardado 90.000 caracteres con espacios.

Y así, preservando los aciertos y descartando los errores, en aproximadamente 22,6 años el mono habrá escrito el Quijote de cabo a rabo. En nuestro hipotético ejemplo, entra dentro de lo posible. Un chimpancé puede vivir más de 40 años, y confiamos en no haberle hecho esa vida demasiado miserable. Más aún: si repartimos el trabajo entre varios monos, acabarán mucho antes (y el mono no se sentirá tan solo). 🙂

monosimpsonFuente: elpais.com

En resumen: ojo con las comparaciones simplistas o traídas por los pelos. Suelen ser bastante tramposas. Por otro lado, no infravaloremos el papel de la selección natural. Nuestro planeta ha tenido más de 4000 millones de años para ir escardando y preservando las adaptaciones más eficaces, y seguirá haciéndolo. Gracias a eso estamos aquí.

Pirámides (I)

Como es sabido, algunos pueblos de la Antigüedad construyeron enormes pirámides que hoy siguen despertando nuestra admiración. Sus artífices vivieron en los albores de la civilización, en lugares tan distantes como Egipto y Mesoamérica.

Centrémonos en los egipcios y los mayas. Monumentos similares en distintos continentes, sociedades con un nivel tecnológico de la Edad del Bronce… Por eso, hay quienes piensan que sus pirámides forzosamente deben tener un origen común. Alguien enseñó a esos pueblos «primitivos» a edificar tan imponentes edificios de piedra. Los candidatos son diversos: extraterrestres, civilizaciones perdidas como la Atlántida… Otros opinan que fueron los propios egipcios, poseedores de una tecnología hoy perdida, quienes viajaron hasta América para enseñar a los mayas. Son teorías atractivas, y muchos libros pseudocientíficos se han publicado al respeto. Por supuesto, más de un autor de ciencia ficción las ha recogido como argumento para sus novelas (o películas, o series de TV).

giza_alienFuente: www.ancient-code.com

Como el internauta curioso podrá comprobar, proliferan los sitios donde se «demuestra» que es imposible que nuestros antepasados pudieran construir unas pirámides tan enormes. Más aún: si civilizaciones tan separadas constuyeron edificios similares, debe deberse a un origen común, ¿no? ¿O hay otra alternativa?

Bien, vayamos por partes. Ocupémonos primero del problema del origen común. Puede ser interesante considerarlo desde el punto de vista de un biólogo. 🙂

Al igual que egipcios y mayas tienen en común las pirámides, en la naturaleza vemos que hay muchos seres vivos que comparten caracteres similares. Por ejemplo, el esqueleto de nuestros brazos y piernas es similar al de aves, anfibios o reptiles: un hueso que las conecta al cuerpo, a continuación dos huesos y al final un montón de huesecillos que forman las manos o los pies. Véase:

Homology vertebrates-esFuente: es.wikipedia.org

Como nos indica el registro fósil, estas similitudes se deben a que han sido heredadas de un antepasado común. En este caso, hablamos de homologías. Así, nuestras piernas y las patas de una salamandra son homólogas, pues ambas proceden de un antiguo ancestro: un vertebrado tetrápodo.

Estupendo, dirán los piramidólogos: eso apoyaría la idea de que las pirámides egipcias y mayas son homólogas, con un origen común (atlante o extraterrestre, a elegir). ¿Verdad?

No necesariamente. Existe otra posibilidad.

En la Naturaleza, los parecidos no siempre se deben a la herencia común. En tal caso no hablamos de homologías, sino de analogías. Los caracteres similares pueden adquirirse de forma independiente; por ejemplo, debido a que el medio ambiente somete a animales, plantas y demás seres a presiones selectivas parecidas.

Veamos un ejemplo. Hay muchos animales voladores, capaces de desplazarse por el aire gracias a sus alas. Por lo que sabemos, éstas surgieron de forma independiente al menos cuatro veces a lo largo de la Historia de la Vida: en los insectos, pterodáctilos, aves y murciélagos. Sí, en esos cuatro casos encontramos alas, pero no han sido heredadas de un antepasado común. En cada uno de esos grupos zoológicos la evolución propició, a su manera, la habilidad de volar. Sus alas son análogas, no homólogas.

Baste otro ejemplo, esta vez vegetal. Las cactáceas (o sea, los cactus) son plantas magníficamente adaptadas a la sequía:

cactus

No obstante, hubo plantas de familias diferentes, no emparentadas estrechamente con los cactus, que se enfrentaron a similares condiciones ambientales (calor, escasez de agua…). La selección natural hizo que, de forma independiente, adoptaran un aspecto parecido al de los cactus. Por ejemplo, algunas euforbiáceas:

euforbia

O algunas asclepiadoideas:

asclepia

Parecen cactus pero, insistamos, no lo son. No heredaron los tallos carnosos y las espinas de un antepasado común. En cada familia botánica los obtuvieron por su cuenta.

En resumen, los parecidos no implican obligatoriamente un origen común. Entonces, ¿son las pirámides egipcias y mayas homólogas o análogas? En la próxima entrada lo discutiremos.