Monstruos imposibles (III)

Para terminar con los gigantes que caminan sobre dos patas, dediquemos unas palabras a los realmente grandes. O sea, Godzilla. 🙂

Gojira 1954 Japanese posterFuente: es.wikipedia.org

En la Wikipedia leemos que las distintas versiones del entrañable monstruo japonés alcanzan de 50 a 108,2 m de altura, y pesan de 20.000 a 90.000 toneladas. Si tenemos en cuenta que el Titanic desplazaba 52.310 toneladas, imaginemos el peso de un transatlántico sostenido por dos patas…

Si el gigantismo impone limitaciones a los animales caminantes, peor lo tienen los voladores. Mientras que el peso sube en función del cubo, la superficie alar sólo lo hace al cuadrado. Por tanto, conforme se aumenta de tamaño crecen desmesuradamente los problemas de sustentación. Veámoslo con un ejemplo aeronáutico.

Consideremos un avión de dimensiones modestas, como el Bombardier CRJ200. Transporta 50 pasajeros. Mide 27,77 m de largo, su superficie alar es de 48,35 m2 y su peso máximo al despegar de 24.091 kg. Comparémoslo con un gigante: el Antonov An-225.

El An-225 (84 m) triplica la longitud del CRJ200. Su volumen se ajusta a lo que cabría esperar según la ley cuadrático-cúbica; el peso máximo al despegar es de 640.000 kg, nada menos. Pero el An-225 no es una mera copia aumentada de un avión más pequeño. En tal caso, no podría volar. Observemos la imagen siguiente, en la cual hemos reducido los dibujos de ambos aviones aproximadamente al mismo tamaño.

CRJ_AnFuente: Google imágenes.

Para sostener un peso casi 27 veces mayor, las alas tienen que aumentar su superficie desproporcionadamente. Compárenlas en el dibujo. Si el An-225 mantuviera las proporciones del CRJ200, su superficie alar sería de unos 435 m2. Sin embargo, en realidad es mucho mayor: 905 m2. E incluso eso es insuficiente para mantener al An-225 en el aire. Fue necesario ponerle más motores, y mucho más potentes.

Los seres vivos no tienen la posibilidad de añadir motores turbofán adicionales. El empuje que pueden generar los músculos es limitado. Un ave grande tiene que aumentar desproporcionadamente la superficie de sus alas, pero sólo hasta cierto punto. Le queda el recurso de intentar bajar peso sin perder resistencia; por ejemplo, con huesos huecos. Sin embargo, el tamaño no puede crecer indefinidamente. El ave voladora mayor de la que se tiene noticia fue Pelagornis sandersi, que vivió hace unos 25 millones de años. Tenía el aspecto de un albatros gigante. Su envergadura alar alcanzaba los 7,4 m, y su peso no excedía los 40 kg gracias a que, entre otras cosas, sus huesos eran huecos y había reducido la musculatura hasta el mínimo imprescindible.

 Quetzscale1Fuente: es.wikipedia.org

Los pterosaurios, con otro esquema corporal, alcanzaron dimensiones mayores, aunque no demasiado. Quetzalcoatlus northropi tenía una envergadura alar de 11 m, con un peso estimado de hasta 250 kg. Hay científicos que piensan que era incapaz de volar con esa masa. Estaba en el límite de lo que la naturaleza permite a un animal volador más pesado que el aire.

MothraMothra y Godzilla (fuente: popcultureaddict.com)

Por eso son imposibles las criaturas voladoras como Mothra, otro simpático monstruo japonés colega de Godzilla. En sus distintas versiones, según la Wikipedia, pesa de 15.000 a 25.000 toneladas. Para comparar, el mayor buque de la Armada Española, el Juan Carlos I, desplaza 26.000 toneladas. Pero Mothra tiene las proporciones de una polilla. Por más que la envergadura alar sea de 75 a 250 m, son insuficientes para sustentar tanto peso. Y no digamos si pretendía posarse en el suelo, con esas patitas que parecen alambres… 🙂

En resumen: un animal volador gigante no puede tener las proporciones de uno pequeño. Ha de cambiar su aspecto, pero eso tiene un límite. Para que pudieran existir monstruos como Mothra o Godzilla, habría que rediseñar completamente el cuerpo. O recurrir a la magia. O emplear otros materiales que no fueran músculos, huesos y tendones. O incorporar globos de algún gas más ligero que el aire.

Y para terminar esta serie de entradas veraniegas, en la última dejaremos los gigantes y nos ocuparemos de los enanos. 🙂

Solaris (y IV)

La última versión cinematográfica de Solaris (Steven Soderbergh, 2002) es la menos fiel a la novela de Lem, sin duda. Además, es la primera que procede de un país no eslavo.

Transcurrieron 30 años entre la película de Tarkovski y la de Soderbergh. Esta última es una obra de Hollywood, con James Cameron como uno de sus productores. Aparte del progreso en los efectos especiales, ha habido una adaptación a los gustos del público. Salvo Kelvin (George Clooney) y Gibarian (Ulrich Tukur), los demás protagonistas han cambiado sus nombres respecto a la novela. Hari es ahora Rheya (Natascha McElhone), Snaut es Snow (Jeremy Davies) y Sartorius se ha convertido, tras mudar sexo y raza, en la doctora Gordon (Viola Davis). Por corrección política, supongo.

Algo queda de la novela, pero buena parte se ha perdido o modificado. Veamos los tres aspectos que comentábamos en las entradas previas. He visionado la versión original subtitulada. Y ahora vienen spoilers

1.- Solaris y el sentido de la maravilla.

Olvídense del océano, las simetríadas y demás fantásticas creaciones de Lem. Aquí, Solaris es un cuerpo celeste de naturaleza indeterminada (¿un planeta?), envuelto en un sudario de jirones de niebla azul. Queda muy bonito, con unos efectos especiales sobrios y bien logrados, pero no es lo mismo. En cuanto a la estación, ya no se cierne sobre el océano planetario, sino que se limita a orbitar en torno a Solaris. Y de la Solarística y sus controversias académicas, ni rastro. En el fondo, el escenario futurista se ha convertido en el marco para contar un relato cuya fortaleza no recae en la ciencia ficción, precisamente.

2.- El ambiente malsano y opresivo de la estación.

Algo de eso hay a la llegada de Kelvin: soledad, sangre seca, un niño misterioso… Pero muy poco, si lo comparamos con la novela y las anteriores versiones cinematográficas.

SOLARIS THEATRICAL ONE SHEET MECHANICAL • ART MACHINE JOB# 5136 • 10/09/02

Queda claro que esta versión de Solaris se centra en la historia de amor…

3.- Enamorarse de un fantasma.

De eso va la película. Nada queda del confuso existencialismo de Tarkovski (1972) o del intento de divulgar el relato de Lem (versión soviética de 1968). Se trata tan sólo de una historia de amor, de arrepentimiento, de redención. Nada más y nada menos.

Reconozcámoslo: George Clooney reacciona de forma más creíble que Donatas Banionis (en la película de Tarkovski) cuando se topa con su esposa muerta. Sin duda, expresa mejor sus sentimientos. Hace lo normal en estos casos: llevarse un susto de muerte y salir corriendo. 🙂 Por su parte, la dra. Gordon cumple con su papel de emular a Sartorius en su recelo a los visitantes. En cuanto al joven Snow, actúa todo el rato como si estuviese drogado. O como si su objetivo fuera desconcertar a Kelvin.

Por cierto, tuve la impresión de que los personajes se empeñaban en susurrar, más que hablar. Puede que sean figuraciones mías, o que se deba a las características de la lengua inglesa, de fonética muy distinta a la rusa de las otras versiones.

El final me pareció satisfactorio, la conclusión adecuada para un relato que versa sobre el perdón, la redención y las segundas oportunidades. De hecho, el escenario de ciencia ficción es una excusa para poder contar una historia de amor sin intentar, como en el caso de Tarkovski, imitar a Dostoyevski y sus cuestiones sobre el sentido de la existencia y lo que significa ser humano.

En resumen, me ha gustado, aunque tampoco figurará entre mis favoritas. Desde luego, si alguien busca adentrarse en el universo literario de Lem gracias a esta película, mejor que pruebe con otra cosa.

Y eso es todo, amigos. De verdad, esto de comentar películas puede llegar a fatigar. En la próxima entrega cambiaremos de tema. 🙂

Solaris (III)

Resulta difícil obviar ciertos prejuicios a la hora de comentar una película como Solaris (Солярис, 1972), de  Andréi Tarkovski. Muchos intelectuales la ensalzan; aparentemente, eres un zote si no caes rendido ante tamaña maravilla del séptimo arte. En cambio, otros piensan que es un tostón que aburre a las ovejas. No hay término medio.

Solyaris_ussr_posterSolaris, 1972 (fuente: en.wikipedia.org)

Es sabido que cierto sector de la intelectualidad europea tiende a loar la cinematografía que procede de cualquier país que no sea Estados Unidos. Y ahí me surge la duda. La veneración hacia la película de Tarkovski, ¿se debe a su calidad intrínseca, o a que es uno de los pocos filmes de ciencia ficción con pretensiones rodado en la URSS?

He intentado no dejarme influenciar por la polémica. Como indicamos en las entradas previas, primero me leí la novela de Lem y a continuación vi la película de Ishimbayeva y Nirenburg (1968). Con esos precedentes, me dispuse a enfrentarme a la que algunos consideran la respuesta soviética a 2001: A Space Odyssey.

Aquí, entre nosotros: me quedo con 2001. Argumentémoslo. 🙂

Ante todo, Solaris no me parece una mala película, aunque en algunos momentos me resulta lenta y cansina. Por otro lado, es algo menos fiel a Lem que la versión televisiva de 1968. Asimismo, comprendo perfectamente que si alguien la ve sin haber leído antes la novela, puede aburrirse o no entender nada.

De acuerdo, el lenguaje cinematográfico es diferente al literario. Sin embargo, mientras que la versión de 1968 trata de adaptar el relato de Lem sin otra pretensión que la de divulgarlo entre el gran público, me da la impresión de que Tarkovski, valiéndose de Lem, nos cuela su propia visión del cosmos y el sentido de la vida. Una visión que, por cierto, se me antoja confusa.

El archivo que he visionado (versión original en ruso subtitulada) dura 2 horas y 46 minutos, nada menos. Aviso: spoilers a porrillo a partir de ahora. 🙂

solaris_lagoEscena junto al lago, al inicio de la película (fuente: cinemasailor.com)

Mientras que la novela se inicia con la llegada de Kelvin a la estación de Solaris, en la película eso no ocurre hasta el minuto 43. O sea, casi tres cuartos de hora (que se dice pronto) transcurren en una dacha situada en medio del bosque. En ese espacio de tiempo, el protagonista pasa largos ratos contemplando el lago, o bien se expone a pillar una pulmonía o a que lo parta un rayo calándose bajo la tormenta, pensativo él. También hay un momento en que un personaje secundario (Berton) viaja en coche. Son casi 5 minutos de autopistas (filmadas en Japón, por cierto) y planos del interior del vehículo. Supongo que Tarkovski quería decirnos algo con todo eso. Yo no consigo pillarlo. Lo siento.

Lo mismo me ocurre con las escenas en las que sale un caballo. Supongo que tendrá un significado profundo, una simbología que me confieso incapaz de aprehender. O a lo mejor es que a Tarkovski le gustaban los caballos y le hacía ilusión que apareciera alguno en la película. A saber.

De todos modos, en este lento inicio se explica al espectador, mediante vídeos y programas de televisión, qué es el océano de Solaris y las controversias de la Solarística. Nos presenta una situación estancada: la Humanidad se enfrenta a una entidad alienígena, posiblemente inteligente, de dimensiones planetarias, pero la comunicación con ella parece imposible. La Solarística degenera. Es un resumen sucinto, pero adecuado, de las jugosas (y prolijas) discusiones académicas que aparecen en la novela.

Bueno, han pasado tres cuartos de hora y Kelvin ha llegado a la estación de Solaris. Consideremos los tres aspectos de la novela que comentábamos en la primera entrada de esta serie. ¿Qué es de ellos en la película?

solaris_oceanoEl océano de Solaris (fuente: cinemasailor.com)

El carácter extraño, alienígeno e inquietante del océano queda patente, aunque echo en falta que se hubieran gastado algo más en efectos especiales para mostrarnos alguna simetríada o estructuras similares capaces de despertar nuestro sentido de la maravilla, como ocurre en la novela. En los planos del océano sólo hay olas, discretos remolinos y nubes. ¿Problemas de presupuesto? En la versión de 1968 eso era justificable (al fin y al cabo, estaba pensada para la TV, en plan Estudio 1), pero aquí podrían haberse estirado un poco más. 2001, que vio la luz cuatro años antes, exhibía unos efectos especiales muy superiores a los de Solaris.

En segundo lugar, el ambiente malsano y desquiciado de la estación y sus moradores, tan logrado en la novela (y en la versión de 1968), aquí no es tan acusado. Se me antoja más extraño o absurdo que desasosegante. Supongo que es problema mío. Por algún motivo, me deja frío la interpretación de Donatas Banionis (Kelvin). No sé, es como si estuviera embotada su capacidad de expresar sentimientos.

Solaris_protagDonatas Banionis (Kelvin) y Natalia Bondarchuk (Hari) (fuente: http://www.clasicartfilms.com)

Por ejemplo, cuando despierta y se encuentra con su mujer, muerta diez años antes, apenas reacciona. En la versión de 1968, Kelvin, en cuanto se da cuenta de que no es un sueño, se lleva un susto monumental, pobrecillo. Lógico; no me negarán ustedes que la situación acojona. En cambio, aquí da la impresión de que se lo toma con cierta pachorra, valga la expresión. Tampoco parece muy afectado cuando se deshace de la copia de Hari en la cápsula, ni tampoco al final, cuando acaban definitivamente con ella. Y tenía que haberse quedado hecho polvo, ¿no? Otros actores expresan más emotividad en sus interpretaciones, a mi entender. Es el caso, por ejemplo, de Natalia Bondarchuk (Hari). Me impresionó su actuación en la escena del suicidio y la resurrección.

Más diferencias con la novela: se muestran abiertamente otros visitantes, aparte de Hari. Uno de ellos, la muchacha de azul que ronda la estación, no se parece en nada a la «monstruosa Afrodita negra» que describe Lem. En la novela, los visitantes son ominosos; aquí, simplemente pintorescos. Se pierde buena parte de la inquietud que transmite el texto original.

En tercer lugar, tenemos la interacción entre Kelvin y el fantasma de Hari, lo que más puede emocionar al espectador. En la versión de 1968 así lo entendieron, como ya comentamos. Aquí también, pero me temo que Tarkovski desvirtúa lo que Lem nos quería decir. O sea, se vale de los personajes de Lem como pretexto para endosarnos sus ideas y dudas sobre el sentido de la vida y otras profundas cuestiones metafísicas.

Hay escenas que no aparecen para nada en la novela, como la fiesta de cumpleaños de Snaut, con los llantos de Hari, los exabruptos de Sartorius, las inconsistencias de Snaut y una cierta indolencia de Kelvin. Los diálogos son mayormente de Tarkovski, no de Lem. Aquí, igual que en otras escenas de la última parte de la película, los personajes discuten sobre si los seres humanos han perdido el sentido de lo cósmico, se contrapone al amor frente a la ciencia (como si ambas cosas fueran necesariamente incompatibles…), filosofan sobre qué significa ser humano, etc. Confieso que en algún momento de esas discusiones me quedé perplejo, como cuando la cámara hace un zoom a la oreja de Kelvin hasta mostrarnos los pelillos, y se queda ahí un rato. Sigo sin pillar la simbología.

Solaris_SartoriusAnatoli Solonitsyn (Sartorius) (fuente: gizmodo.com)

Sí, Tarkovski usa a Lem para contarnos la historia que le interesa. Y francamente, prefiero lo que Lem nos ofrece. Dicho sea de paso, una vez que me vi la película y redacté el borrador de esta entrada, y mientras buscaba por Internet datos sobre los actores y demás, me enteré de que el propio Lem manifestó que no le gustaba la versión de Tarkovski. No me extraña. Según el escritor polaco, el cineasta había intentado hacer una obra en plan Dostoyevski, y eso no era lo que él quería contar. Y no digamos el final…

En fin, concluyamos. ¿Me ha gustado la película? Pues sí, aunque no figurará entre mis favoritas. Tiene aspectos interesantes, y en algunos puntos es fiel a Lem, pero en ocasiones resulta muy lenta, y cuando Tarkovski empieza a divagar sobre el sentido de la vida me parece prolija y confusa. Supongo que, como no soy intelectual ni crítico de cine, lo que para mí es confusión para otros será profundidad. Me gusta Tarkovski sólo en los momentos en que sigue a Lem. Qué se le va a hacer.

Bueno, y ahora, a por la de Soderbergh (2002). Ay, qué largo se me está haciendo esto… 🙂

Ciencia, ignorancia y viejas películas de ciencia ficción (y III)

En una entrada anterior comentamos que el cine fue utilizado en determinado momento para menoscabar la figura del científico, pues éste, en muchas ocasiones, suele mostrar un espíritu crítico, hace preguntas incómodas, da respuestas que no agradan a los poderes establecidos, mete el dedo en la llaga… Pero incluso sin ese interés expreso en desprestigiar, el caso es que el cine (y por extensión, la TV, la prensa diaria y los videojuegos) casi nunca da una imagen adecuada de la ciencia y los científicos.

sabio_locoEl cliché del científico loco  (fuente: es.wikipedia.org)

La ciencia es la herramienta más eficaz que poseemos para obtener respuestas del mundo que nos rodea. Por desgracia (o por suerte), el universo es mucho más complejo de lo que podríamos llegar a imaginar y no funciona según nuestros deseos. Más aún; en ocasiones se comporta en contra del «sentido común»: es contraintuitivo. Por eso, los descubrimientos y conceptos científicos suelen requerir una explicación pausada para ser comprendidos. Asimismo, la labor del científico es, en su mayor parte, lenta, metódica y ordenada.

Tras observar detenidamente un determinado fenómeno, el científico elabora una hipótesis que puede explicarlo, pero para que sea aceptada por los colegas debe ser probada. Así, se diseñan experimentos y los resultados obtenidos pueden confirmar la hipótesis, o bien refutarla. Si la hipótesis resiste los experimentos y explica bien el fenómeno, puede acabar convirtiéndose en ley. Sin embargo, nunca será considerada una verdad absoluta. Quizá, tarde o temprano, algún hecho contradiga esa teoría, la cual tendrá que ser modificada o reemplazada por otra. Así progresa la ciencia.

Más aún: publicar un trabajo científico en una revista de postín tampoco es fácil. Debe pasar por una «revisión entre pares» (muchos de los cuales tienen el colmillo retorcido) y, algo esencial, debe indicar la metodología usada, para que cualquier otro científico pueda repetir el experimento (verificando o refutando así la teoría).

Por lo demás, salvo las excepciones que hay en cualquier otra profesión, los científicos suelen ser gente normal, con las mismas aficiones y preocupaciones que cualquier ciudadano. Un servidor de ustedes es científico (biólogo, concretamente), y puedo asegurarles que cuando nos reunimos varios colegas es más frecuente que hablemos de fútbol, política, cultura o el clima, como cualquier hijo de vecino, que… En fin, la idea que el cine da sobre los científicos suele estar a años luz de la realidad. 😦

Hasta cierto punto, es lógico. El cine, sobre todo el más taquillero, requiere espectacularidad, inmediatez, que el público no se duerma en la butaca o se largue de la sala a mitad de la sesión. Todo lo contrario que la vida cotidiana del científico. Una existencia más o menos tranquila, en muchos casos impartiendo clases en la universidad, o rellenando solicitudes de financiación para poder investigar… ¿Quién pagaría por ver algo así? Por eso, al cine de siempre le ha resultado mucho más atractiva la magia que la ciencia. La magia es algo inmediato; no como la ciencia, que requiere una larga serie de pasos intermedios para obtener fruto (y no siempre). En magia basta con un poco de entrenamiento para empezar a conseguir resultados tangibles. Asimismo, también es más asequible para el espectador. En vez de prolijas explicaciones, recurres a la fuerza, al mana, a poderes místicos, y todos contentos. El espectáculo puede continuar.

Uno de los motivos que hacen tan popular a la serie Star Wars es esa mezcla entre ciencia, tecnología y magia (porque lo de la Fuerza, a pesar del intento de explicación con los midiclorianos esos, es pura magia). Y esta última es la que queda como más importante y espectacular. No importa que para acabar con los enemigos, un drone armado con unos cuantos misiles Hellfire sea mucho más efectivo que una espada láser. Al público le gusta más esta última. La magia genera más simpatías que la tecnología.

La magia es poderosa, y un mago experto puede convertirse en una amenaza terrible. Éste es el argumento de muchos relatos y películas. El problema es que en el fondo todos sabemos que la magia y lo sobrenatural no existen. En cambio, la ciencia sí, y desde el siglo de las Luces ha ido adquiriendo cada vez más prestigio. De hecho, a mucha gente le fascina. No obstante, como puede ser complicada o aburrida para el gran público, los cineastas la han modificado. Dan una imagen falsa de ella, donde la ciencia parece magia y los científicos hechiceros. O, al menos, bichos raros.

Llegados a este punto, nos viene a la mente la tercera ley de Clarke: «Cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia». Sin embargo, no son lo mismo. En la ciencia importa mucho el camino a seguir, las relaciones entre causas y efectos, los pasos intermedios. Al cine, igual que al periodismo sensacionalista, le importa más el resultado, el titular espectacular, captar la atención.

Igual que el mago, el científico de ficción quiere jugar a ser dios. Emplea conocimientos arcanos y prohibidos para salirse con la suya, sin importarle las consecuencias. Carece de empatía; le da igual que la gente sufra, sea desgraciada o muera por culpa de sus investigaciones. Lo peor del caso es que ese cliché ha calado hondo en la sociedad, gracias a la influencia del cine fantástico y de CF. La imagen del sabio loco, carente de empatía, es la que mucha gente tiene en mente. Un ejemplo actual podemos verlo en el videojuego The Evil Within (y sus contenidos descargables). Aunque el encanto principal del juego reside en su atmósfera gore y la habilidad para esquivar a los diversos monstruos que quieren matar de forma horrible al personaje, merece la pena detenerse en algunas de las parrafadas que los «científicos» largan de vez en cuando. Nos muestran a unos individuos inhumanos, carentes de compasión, para los que el fin justifica los medios, cual crueles brujos diabólicos. Véase, por ejemplo, del minuto 5:00 al 7:30.

Qué ironía… Si nos paramos a pensarlo, las desgracias que aquejan al mundo actual no son obra de los científicos, sino en buena medida de políticos y dirigentes que habitualmente no son científicos y usan la ciencia y la tecnología sin comprender sus implicaciones ni pensar a largo plazo. Y así nos va. En muchos casos, los científicos están en el otro bando, denunciando los desastres que se cometen.

Pero volvamos al cine y la TV. Puesto que el trabajo cotidiano del científico puede ser tan tedioso como contemplar el proceso de secado de una pared recién pintada, el cine ha tratado de retocarlo para que el público se divierta. No hay que dejar que la realidad te estropee una buena historia. Eso ha producido unos cuantos clichés, que a todos nos serán familiares:

  • Desde niño, el científico es un bicho raro: una criatura inadaptada, incapaz de relacionarse con los demás de modo «normal», inmaduro emocionalmente, excéntrico… En el fondo, su papel queda reducido al de bufón para que, al compararlos con él, los protagonistas caigan más simpáticos al espectador, ya que son guapos, simpáticos, ligan más…
  • Ese comportamiento infantil continúa en la edad adulta. Cuando no se convierte en un malvado, el científico puede ser presentado como un excéntrico o como alguien un tanto ridículo. Aparte de El profesor chiflado, hay innumerables ejemplos. Seguro que a ti también te vienen a la mente unos cuantos, amigo internauta.
  • Los conocimientos adquiridos por el científico le permiten saber de todo. Más o menos, como los protagonistas de C.S.I., que lo mismo saben hacer una PCR (a velocidad de vértigo; en la vida real, se lleva su tiempo) que una cromatografía de gases, conocen al dedillo la anatomía humana, dominan la Botánica, la Entomología, saben disparar cualquier arma… En suma, alcanzan un nivel de omnisciencia equiparable al de algunos tertulianos radiofónicos. 🙂
  • Y podríamos seguir con más clichés y tópicos, pero preferimos dejarlo aquí, para no resultar demasiado prolijos. Por supuesto, hay notables excepciones: excelentes películas donde la ciencia es tratada con rigor (nada de ruidosas explosiones en el vacío, atentados flagrantes contra las leyes de Newton, etc.), pero lo dejaremos para otra ocasión.

Esperamos que estas reflexiones un tanto desordenadas sobre la percepción de la ciencia y su relación con el cine te hayan resultado amenas. Un libro interesante para profundizar en el tema, y sobre todo en el papel de los medios de comunicación en el desprestigio de lo científico, es La razón estrangulada, de Carlos Elías. El autor conoce bien el tema, ya que es químico a la vez que periodista. Un aviso: si eres de letras, este libro podría herir tu sensibilidad. Avisado quedas, amigo internauta. 😉

L-r_estrangulada

Rehacer los relatos

Recientemente he revisionado algunas viejas películas de terror. Entre ellas, cómo no, estaban algunas sobre nuestro monstruo favorito: la criatura de Frankenstein.

Probablemente la mejor película sobre el tema sea la de 1931, dirigida por James Whale y estrenada en España con el título «El doctor Frankenstein».  No menos buena es la divertida parodia «El jovencito Frankenstein», dirigida por Mel Brooks en 1974.

Naturalmente se trata en ambos casos de adaptaciones bastante libres de la novela de Mary Shelley. Y aquí es donde surge lo interesante: ¿Quién y qué es Frankenstein en las películas, y por qué? Se trata de un Doctor, un médico (Neurocirujano en el caso de la película de Mel Brooks). En cuanto a su criatura, se nos presenta como un ser monstruoso, un delincuente, debido a que se equivocan de cerebro al crearlo (sic), poniéndole el de un criminal, en un caso, y un cerebro «anormal» en el segundo. De cualquier manera en las películas la criatura es una masa embrutecida, un ser hecho de trozos de cadáver recosidos o atornillados. Normalmente actúa como un deficiente mental y las películas dan de él una imagen de cabeza cosida, con tuercas y de ralo pelo negro sobre una frente demasiado alta.

En la novela todo es distinto: Frankenstein no es un doctor, pues ni tan siquiera termina la carrera al huir después de haber dado vida a la criatura en su cuarto, cuando todavía es un estudiante. ¿Por qué la posteridad le ha regalado un título académico del que carece? También es frecuente que se refieran a él como médico, cuando en la novela es un estudiante de química. ¿Por qué cambian la ciencia? La criatura por su parte no ha sido hecha «a pedazos» en la novela, y no tiene ninguna anomalía cerebral de ningún tipo. ¿Por qué la posteridad ha convertido a la criatura en un deficiente mental? Aunque las diferencias son numerosas, sólo una más: en todas las películas e ilustraciones que recuerdo la criatura es de pelo negro o calva, cuando el único detalle de su aspecto físico que se describe en el libro, junto con su gran tamaño, es que tiene una larga cabellera rubia.

Parece que con el tiempo cada generación ha adaptado la historia de Frankenstein a su manera, y la imagen que perdura y domina sobre las demás es la que nos ofrece, más de cien años después de haberse escrito el libro, el cine de terror.

El joven estudiante que abandona la carrera se convierte así en doctor. ¿Para darle más credibilidad intelectual al personaje, tal vez? La química, ciencia que estaba de moda en el momento de escribirse la novela, se convierte en medicina. ¿Es más creíble para el espectador moderno? Los útiles químicos que emplea en su habitación el joven estudiante se convierten en chisporroteantes artilugios eléctricos en la torre de un castillo, probablemente porque quedaba mejor en pantalla. El monstruo se tiñe su pelo rubio y se nos convierte en moreno. ¿Para los anglosajones de principios del siglo XX era inadmisible que el monstruo deforme, física y moralmente, que redibujan tenga aspecto nórdico? Y lo más curioso de todo; el ser inteligente, sensible, que ha leído «El paraíso perdido» de Milton, y ha llorado «Las Penas Del Joven Werther» al leer a Goethe, se vuelve un deficiente que, en lugar de tratar de convencer a su creador con inteligentes razonamientos, capaces de conmover al lector, apenas sabe emitir un gruñido.

No solo se ha adaptado la historia que se relata en la novela: prevalecen en el imaginario popular unos sucesos, personajes y situaciones completamente diferentes. La brillante novela de Mary Shelley, que nos hablaba de ciencia, teología, filosofía y también de familia y soledad, la hemos convertido en algo completamente distinto. Que sea mejor o peor da lo mismo, pero es evidente que rehacemos continuamente las historias que más nos impresionan.