¿De dónde surge la creencia de que las antiguas culturas de la Edad del Bronce necesitaron ayuda exterior para construir las pirámides?
Empecemos por los extraterrestres. Muchos de los que fuimos adolescentes en la década de 1970 caímos subyugados por los libros de Erich von Däniken. Este prolífico autor suizo vendió millones de ejemplares que popularizaron su teoría de los dioses astronautas. Extraterrestres poseedores de una avanzadísima tecnología fueron los responsables de construir ciertos artefactos o erigir determinados monumentos que la gente de la Antigüedad, pobrecilla, no era capaz de llevar a cabo dado su primitivismo cultural. Las grandes pirámides, por ejemplo. Éstas, junto a las líneas de Nazca, el astronauta de Palenque y similares, indicaban una intervención alienígena. Sin la ayuda de los dioses astronautas, ¿cómo habrían podido ver la luz tales maravillas?
Las teorías de von Däniken tuvieron un eco tremendo. Hoy son consideradas un claro ejemplo de pseudociencia, y sus afirmaciones han sido refutadas. Sin embargo, fueron tomadas a pies juntillas por mucha gente (un servidor de ustedes incluido, lo confieso), e incluso influyeron en películas de ciencia ficción como Stargate o Prometheus.
No nos extenderemos aquí sobre el tema de los dioses astronautas en la ciencia ficción. Al respecto, es recomendable leer este excelente artículo de Mario Moreno Cortina. En realidad, los dioses astronautas son la versión moderna de una corriente de pensamiento anterior, muy extendida. Nos referimos a la que defiende la existencia de la Atlántida u otras civilizaciones perdidas que medraron hace muchos miles de años. Desaparecieron por culpa de cataclismos varios, pero hubo supervivientes que preservaron sus conocimientos y fueron los responsables de guiar a nuestros atrasados antepasados por la senda del progreso. Y les enseñaron a construir pirámides, cómo no.
Helena Petrovna Blavatsky (fuente: es.wikipedia.org)
La principal difusora de esta idea fue Helena Petrovna Blavatsky (1831-1891), una peculiar figura muy famosa en su época, y hoy bastante olvidada. Como no me parecía correcto hablar de su obra sólo de oídas, busqué por Internet su libro más representativo, La doctrina secreta, que a estas alturas está libre de derechos de autor. Di con una edición en español, de traducción manifiestamente mejorable, y me la leí. Entera.
2783 páginas. Se dice pronto. En fin, la lectura de La doctrina secreta ha sido la responsable en buena parte de que la presente entrada haya tardado algo más de lo previsto. Al menos, proporciona material suficiente para futuras aportaciones al blog . Además de interesantes cuestiones científicas y pseudocientíficas, su influencia en la literatura fantástica ha sido grande.
Emblema de la Sociedad Teosófica, cofundada por H. P. Blavatsky (fuente: en.wikipedia.org)
Disculpen la digresión. Blavatsky recogió una serie de ideas que ya circulaban entre los círculos académicos decimonónicos, las mezcló con invenciones de su propia cosecha y las aderezó con las partes que no le repugnaban del darwinismo. El resultado fue La doctrina secreta. Sin entrar en detalles (eso lo dejaremos para el futuro), Blavatsky proponía una peculiarísima evolución del ser humano, cíclica y basada en el número 7. Había 7 «razas-raíz», con las correspondientes subrazas y variantes. Cada una de ellas era más corpórea y menos espiritual que la precedente, y solía ser borrada de la faz de la Tierra por un cataclismo. Aunque no del todo.
Centrémonos en el tema que nos ocupa. Para Blavatsky, las actuales razas humanas eran fruto de creaciones separadas. Por ejemplo, la tercera raza-raíz habitaba el antiguo continente de Lemuria, y algunas de sus subrazas acabaron apareándose con animales. En fin, cosas que pasan. 🙂 Según Blavatsky, sus últimos representantes degenerados eran los aborígenes australianos.
La cuarta raza-raíz ocupó la Atlántida, y alcanzó grandes cotas de civilización. Bueno, algunas de sus subrazas perseveraron en el bestialismo, y dieron lugar a los grandes simios (sí, para Blavatski los simios descendían del hombre, y no al revés). Otras subrazas se comportaron de forma más normal, pero al final también acabaron echándose a perder (y la Atlántida fue tragada por el mar, como es sabido). Sin embargo, algunos atlantes sobrevivieron y pasaron sus conocimientos a los nuevos representantes de la quinta raza-raíz. Sobre todo a los arios, los descendientes de las razas más espirituales, que habían surgido en el Tíbet o cerca de él, así como a otros pueblos. Y sí, esos conocimientos fueron los responsables de construir la Gran Pirámide.
Estas teorías nos pueden parecer pintorescas, estrafalarias, divertidas incluso, pero ejercieron una considerable influencia a finales del siglo XIX y principios del XX. Blavatsky las mezclaba con fragmentos de ciencia recogidos de aquí y allá, lo que les otorgaba una pátina de apariencia científica, de respetabilidad. Muchos las creyeron, aunque si las lees con un mínimo de cultura científica, te rechinan los dientes.
Y no eran inocentes, pues las teorías de Blavatsky fueron empleadas para justificar el racismo. Recomendamos la lectura del libro La cruzada de Himmler, de Christopher Hale; sobre todo, el capítulo introductorio, que nos sitúa en aquella época y nos pone delante de un tema que no podemos soslayar: el eurocentrismo. O dejémonos de rodeos: el racismo, a secas.
El hecho de que pueblos considerados primitivos y atrasados fueran capaces de edificar monumentos tan admirables como las pirámides resultaba irritante, por decirlo suavemente. Tenían que haber sido otros, como los sabios arios, herederos del conocimiento de la Atlántida. No unos africanos como los egipcios, descendientes de otras subrazas. O como los nativos americanos, que a saber de dónde venían. Las razas «inferiores» no podían mostrar tanta destreza.
Lo de los dioses astronautas es sólo la versión con maquillaje moderno de las teorías de Blavatsky. La idea que subyace es la misma: nuestros antepasados eran primitivos o inferiores, e incapaces de llevar a cabo magnas obras de ingeniería. Necesitaron ayuda de «seres superiores», tecnológica o espiritualmente hablando. Estas líneas de pensamiento son los rescoldos de una época en que los europeos miraban por encima del hombro a otras culturas.
No estamos de acuerdo con ellas. Aplicando, como dijimos en otras entradas, el principio de parsimonia (o sea, la navaja de Occam), nos quedamos con la hipótesis más simple. En la Edad del Bronce había personas tan listas y espabiladas como ahora, tanto en Eurasia como en África o en América. Más aún, al iniciarse la civilización y empezar a elaborar grandes obras de irrigación, estaban acostumbradas a coordinar la acción de cientos y miles de hombres en un proyecto común. Y aprendían de los errores. Para construir la Gran Pirámide pasaron por más de un siglo de edificar pirámides, cada vez más complejas. Independientemente, los nativos americanos también sabían apilar piedras, y utilizaban los edificios más sencillos como base para construir otros más amplios sobre ellos, como muñecas rusas.
Somos el producto de milenios de civilización, de guerras, de logros y fracasos de los que la Humanidad es la única responsable. Honremos la memoria de nuestros antepasados, que no necesitaron de ayuda alienígena para sus logros. O para complicarse la vida.