No hace falta recurrir a la ciencia ficción para hallar seres vivos asombrosos, empeñados en contradecir nuestras ideas preconcebidas sobre cómo funciona la naturaleza. Por ejemplo, centrémonos en las complejas relaciones entre plantas y hongos. Sí, ya sé; probablemente he elegido este tema porque soy botánico y micólogo… 🙂
Por cierto, las fotos proceden de nuestra web de Myco-UAL o de Pixabay, libres de derechos.
Típico moho descomponedor (Penicillium sp.).
Dado que los hongos carecen de clorofila, no pueden fabricar su propia comida y han de buscarse la vida de otro modo. En los ecosistemas, desempeñan tres roles fundamentales. Por un lado, muchos son descomponedores. Junto con las bacterias, son los grandes basureros y recicladores de la biosfera. De hecho, podríamos imaginar un mundo sin animales. Plantas y hongos bastan para que la vida perdure.
Mosca parasitada por Entomophthora muscae. Una vez muerto el insecto, el hongo expulsa sus esporas abriéndose paso entre las placas del exosqueleto, al estilo de un xenomorfo… 🙂
Otros hongos son parásitos. A nosotros nos provocan molestas micosis, a veces letales, pero realmente se ceban con las plantas. Los hongos son los principales causantes de enfermedades en los vegetales. Oídios, royas, carbones, tizones… Cualquier agricultor sabrá de lo que estoy hablando.
Pero no todo en la vida es pudrir o parasitar. Muchos hongos son simbiontes mutualistas. Es decir, se asocian con otros organismos para mutuo beneficio. Todos habremos oído hablar de los líquenes, simbiosis entre hongos y algas o cianobacterias, pero la simbiosis más importante de todas, la que mantiene viva la biosfera, es la de las micorrizas.
Los populares y sabrosos níscalos (Lactarius deliciosus) forman micorrizas con las raíces de los pinos.
En las micorrizas, el micelio del hongo está asociado a la raíz de una planta. El hongo protege a su socio y le facilita diversos nutrientes del suelo. A cambio, la planta le da azúcares y otros productos de la fotosíntesis. La simbiosis funciona muy bien. De hecho, más del 90 % de las plantas en los ecosistemas naturales necesitan hongos para sobrevivir. Sin ellos, perecerían.
Micelio fúngico visto al microscopio.
Un inciso, para los no aficionados a la Micología: las setas son los cuerpos fructíferos, el equivalente a los «frutos» de los hongos. El cuerpo de estos suele ser filamentoso, una telaraña viva llamada micelio. En algunos casos, los micelios pueden ser enormes. El récord lo posee un ejemplar de Armilaria ostoyae en Norteamérica (Oregón, concretamente), que ocupa más de 9 km2. Las setas son sólo la punta del iceberg…
Setas de Armillaria ostoyae.
Visto lo anterior, uno podría tener la impresión de que las plantas están condenadas al triste papel de la «damisela en apuros» de los cuentos: necesitan al apuesto príncipe, digo, hongo, para que las mantenga y defienda, mientras ellas se dedican a preparar la comida, cual solícitas amas de casa a la antigua usanza. Por supuesto, la relación es mucho más compleja, nada que ver con un cliché tan burdo. La simbiosis es un equipo, un aprovechamiento mutuo bien equilibrado.
Y en cuanto a las relaciones de parasitismo… Bien, a veces se cambian las tornas, y la planta es la villana de la película. 🙂
Hay plantas sin clorofila que funcionan como auténticos vampiros. Muchas de ellas, como el muérdago, los jopos o la cuscuta, chupan la savia de otras plantas, dejándolas hechas una lástima. E incluso algunas se atreven a abusar de los hongos. Forman micorrizas con ellos, sí, pero no aportan nada a cambio. Simplemente parasitan al hongo.
Monotropa uniflora, la planta fantasma.
El ejemplo más espectacular es el de las plantas del género Monotropa. En inglés se las conoce como ghost pipes o ghost plants, las pipas o plantas fantasma. En verdad tienen un aire espectral, cual fantasmas pálidos que brotan del umbrío suelo del bosque. Pertenecen a la misma familia que los brezos (si hay algún lector gallego, asturiano, cántabro o vasco, estará familiarizado con estas plantas), pero a diferencia de ellos, carecen de clorofila, pues no la necesitan. Toman todo lo esencial a partir de un pobre hongo (en concreto, de la famila Russulaceae, la misma a la que pertenecen nuestros amados níscalos y rúsulas).
Más ejemplares de planta fantasma.
De hecho, este parasitismo es incluso más retorcido. El hongo forma a su vez micorrizas con las raíces de los árboles. Eso implica que, en última instancia, la planta fantasma usa al hongo como puerta de acceso para robar sus nutrientes a los árboles.
Lo dicho: la naturaleza nunca dejará de sorprendernos e inspirarnos… 😉
Ahora que ha visto la luz la serie The Last of Us, protagonizada por Pedro Pascal y Bella Ramsey, cabe recordar que en una de las primeras entradas del blog ya tratamos sobre el magnífico videojuego de la PS3 en el cual se basa. Échale un vistazo, amigo lector, para ponerte en situación.
En aquella entrada comentábamos que The Last of Us nos presenta un mundo postapocalíptico con una base científica sólida. En este caso, el hongo de las hormigas zombis, Ophiocordyceps unilateralis , muta y es capaz de infectar a los seres humanos. Por cierto, en muchos sitios se refieren a él como Cordyceps, pero algunas especies que antes se ubicaban en ese género se hallan ahora en Ophiocordyceps.
Hormiga parasitada por Ophiocordyceps unilateralis (fuente: www.nsf.gov)
Como diversos parásitos, desde virus hasta gusanos, los hongos del género Ophiocordycepsmodifican el comportamiento de sus hospedantes para maximizar la dispersión de las esporas. En el caso de las hormigas zombis, los pobres insectos son obligados a colgarse de hojas y ramas, de tal modo que las esporas del hongo caigan sobre otras hormigas. En el caso de The Last of Us, imitan al virus de la rabia: convierten a sus víctimas en criaturas dementes y feroces, que atacan a los demás para propagar al parásito.
No hay nada de sobrenatural en esto, sino que es una consecuencia de la evolución: los que se reproduzcan y se dispersen mejor tendrán más éxito y acabarán imponiéndose. A lo largo del tiempo, eso da lugar a interacciones realmente asombrosas entre parásitos y hospedantes. Ya lo hemos discutido en otras entradas del blog.
La verdad, asusta pensar en lo que ocurriría si padeciéramos una pandemia de Cordycepsu Ophiocordyceps. Por fortuna, parece que estos hongos se han especializado en parasitar artrópodos o trufas de ciervo, de momento. 🙂
En realidad, ocurre lo contrario: somos nosotros los que nos comemos a los Ophiocordyceps. Al menos, a una de sus especies: Ophiocordyceps sinensis.
Este hongo es un parásito de orugas de polillas de la familia Hepialidae. Se da en ciertas zonas del Tíbet, Nepal y Bután, normalmente por encima de los 3500 metros de altitud. Es una fuente de ingresos para muchas comunidades de la zona, que lo buscan y recolectan. O. sinensis puede alcanzar precios muy elevados en el mercado.
Este hongo no tiene interés culinario, sino medicinal, ya que es muy apreciado en medicina tradicional asiática. No entraremos aquí en el peligro de la sobreexplotación de este recurso, o la posible competición entre los procedentes de orugas recogidas a mano en el campo frente a los cultivados en laboratorio. Simplemente, queremos hacer notar que, en la actualidad, Ophiocordycepsno es un peligro para el Homo sapiens, sino que es el ser humano el que amenaza la existencia del hongo. Desde su punto de vista, los monstruos somos nosotros.
Ahora que se aproximan las entrañables fechas navideñas (aunque, a juzgar por la decoración en tiendas y supermercados, la Navidad empezó justo después del Día de Todos los Santos), vamos con una entrada más ligera, a modo de reflexión ociosa. 😉
A los seres humanos nos encanta tener las cosas claras y no complicarnos la vida. Por eso, a la hora de clasificar lo que sea, preferimos las dicotomías: dividirlo en dos partes. Nos ayuda a tomar decisiones, aunque por el camino se pierden las sutilezas. Así, clasificamos lo que nos rodea como bueno o malo, rojo o facha, animal o vegetal, correcto o incorrecto, nosotros o ellos… Nada de medias tintas; encasillar algo o alguien en una de dos opciones, sin más, ahorra pensar (e incluso cuestionarse las propias creencias).
La dicotomía principal, que en gran medida condiciona nuestras vidas, es la de «nosotros o ellos». Por supuesto, «nosotros» es un grupo bien delimitado, perfectamente definido, nítido. Y todo lo que no encaje ahí se convierte en «ellos». Hasta cierto punto, esta forma de pensar no debería sorprendernos. Es probable que la heredásemos de nuestros lejanos ancestros, animales sociales que vivían en grupos pequeños, cohesionados, lo que para ellos suponía el mundo familiar, conocido. Todo aquello ajeno al grupo podía ser peligroso o, como mínimo, extraño.
El problema es que otorgamos exactamente la misma categoría a «nosotros» que a «ellos», lo cual implica un fallo garrafal. Lo único que «ellos» tienen en común es no ser «nosotros». En realidad, son muchos más y enormemente diversos. La dicotomía resulta inadecuada.
La Ciencia no es ajena a este problema. Por ejemplo, durante siglos se dividió a los seres vivos en animales o plantas. Mientras que un animal es algo bien definido, dentro de las plantas se incluía a todo aquello que no fuera animal. Por eso, los botánicos acabamos estudiando organismos de lo más diverso y escasamente emparentados entre sí (plantas verdaderas, pero también hongos, algas, ciertas bacterias…).
Esta dicotomía se abandonó hace décadas, pero a los libros de texto, siempre a remolque del progreso científico, les costó mucho tiempo reconocerlo. Hoy, en nuestros institutos se enseña el sistema de 5 reinos de Whittaker… que fue propuesto en 1969, hace más de medio siglo, y ya está desfasado. 😦
Una dicotomía inapropiada que sigue muy presente en los libros de texto es la de dividir a los animales en vertebrados e invertebrados. Queda claro lo que es un vertebrado, pues nosotros también lo somos: un animal metamérico con simetría bilateral, esqueleto interno, etc. Entonces, ¿qué es un invertebrado? Pues todo aquello que no es vertebrado, claro. O sea, otra vez la dicotomía de «nosotros» frente a «ellos»: otorgar la misma categoría a un grupo pequeño y bien definido frente a otro inmenso y diverso, cuyo único nexo común es la no pertenencia al primero.
Resulta injusto poner al mismo nivel a vertebrados e invertebrados. De hecho, los biólogos clasificamos a los animales en filos (phylum; plural: phyla) o tipos. Cada uno responde a una organización corporal distinta. Hay unos 31, según autores. Bien, ¿cuántos de ellos ocupan los vertebrados? Pues solo uno. Y ni siquiera eso; en realidad, los vertebrados son un subfilo dentro del filo de los cordados.
Los invertebrados ocupan los 30 filos restantes (y parte del de los cordados). En ellos encontramos animales tan distintos como un pulpo, una mariposa, un coral, una lombriz, un erizo de mar, una esponja… Lo único que tienen en común es el hecho de no poseer cuerpos vertebrados, pero son inmensamente diferentes. Cada filo es un mundo.
Así, si seguimos dividiendo el mundo animal en vertebrados e invertebrados, los alumnos quizá no capten la gran biodiversidad que existe en nuestro planeta. Claro, es muy difícil desterrar todas estas dicotomías, que forman parte de nuestro acervo cultural desde hace milenios. Por otro lado, enseñar a unos alumnos de primaria o secundaria tantos filos puede ser una pesadilla docente. En fin, nadie dijo que ser maestro fuera fácil… 😉
Bueno, amigo lector, esperamos que estas reflexiones prenavideñas no te hayan resultado prolijas o indigestas. Te deseamos unas felices fiestas, que sobrevivas a las cenas con la familia y que no perezcas por un atracón de polvorones y otras exquisiteces. 🙂
La provincia de Ica (Perú) es rica en hallazgos arqueológicos, entre los cuales figuran las piedras talladas, unas andesitas mesozoicas alteradas por la erosión en las que resulta fácil grabar dibujos y símbolos. Así lo han hecho diversas culturas que habitaron la zona, legándonos imágenes de flores, peces, animales diversos, etc. Sin embargo, un cierto número de ellas pueden calificarse como ooparts: objetos fuera de contexto o anacronismos. Muestran escenas que no casan con lo que sabemos de las civilizaciones precolombinas. De hecho, más bien parecen caer dentro del ámbito de la ciencia ficción: seres humanoides conviviendo con dinosaurios, operaciones quirúrgicas avanzadas…
Asombroso, ¿verdad? A los españolitos de a pie nos abrió los ojos en 1975 el libro de J. J. BenítezExistió otra humanidad. A muchos nos impresionó y convenció de que en la Tierra hubo otras civilizaciones hace más de 65 millones de años.
La historia de las piedras de Ica había empezado la década anterior. La resumiremos, pues puede leerse con más detalle aquí.
En 1966, al Dr. Javier Cabrera le regalaron una extraña piedra que tenía grabado un pez. El doctor interpretó que se trataba de una especie extinta hacía millones de años, y eso, según él, espoleó su curiosidad. Así, empezó a adquirir piedras talladas, primero suministradas por Carlos y Pablo Soldi, y finalmente por su mayor proveedor, Basilio Uchuya. En las décadas siguientes, el Dr. Cabrera llegó a poseer miles de piedras, e incluso fundó su propio museo para exhibirlas.
¿Por qué son tan especiales? Pues porque en ellas vemos imágenes de dinosaurios no avianos y otras criaturas prehistóricas, extinguidas hace millones de años. También hallamos seres humanoides que parecen poseer una avanzada tecnología, practican operaciones quirúrgicas, se pelean con los susodichos dinosaurios… Asimismo, hay mapas que no se corresponden con los continentes actuales. En suma, si esas piedras talladas fueran genuinas, deberíamos admitir que hace millones de años existió otra humanidad, lo que nos obligaría a reescribir la historia de la vida en nuestro planeta.
Según el Dr. Cabrera, el Hombre del Gliptolítico, como denominó a aquellos seres, cohabitó con los dinosaurios, creó genéticamente al hombre moderno y se largó de la Tierra por culpa de alguna catástrofe cósmica. Como cabría esperar, estos hallazgos atrajeron la atención de numerosos «especialistas» en las pseudociencias, no sólo J. J. Benítez y Jiménez del Oso. El mismísimo von Däniken se pasó por allí. Incluso miembros de la realeza, como la reina Sofía en España, adquirieron alguna de esas piedras.
En la década de 1970, todo parecía posible. Ay, cómo pasa el tiempo. Por desgracia, el asunto de las piedras de Ica tiene toda la pinta de ser un fraude, y bastante tosco. Ahora, más viejos y tal vez algo más sabios, podemos revisarlo y maravillarnos de nuestra credulidad acrítica en aquellos tiempos. En fin, vayamos por partes.
El hecho de que nunca se revelara el lugar donde se hallaron las piedras ya tendría que habernos hecho sospechar de que allí había gato encerrado. Sin una estratigrafía válida, es imposible fechar los hallazgos. La edad de las piedras no nos sirve pues, obviamente, será mayor que la de los grabados, pero sin poder estudiar el lugar donde se desenterraron, ¿cómo datarlos?
Por otro lado, como ya expusimos en una de las primeras entradas del blog, los fraudes suelen tener éxito porque nos dicen lo que queremos oír. Pueden acomodarse a nuestros prejuicios (véase el caso del hombre de Piltdown) o, como aquí, contarnos una historia apasionante de humanidades desconocidas, abnegados héroes descubridores que luchan contra el paradigma imperante, la cerrazón mental de los «científicos oficiales», esas malvadas criaturas que, fruto de oscuros contubernios, son incapaces de admitir lo obvio… 🙂
Basilio Uchuya fabricando una piedra tallada, más falsa que un billete de 3 euros 🙂 (fuente: pueblosoriginarios.com)
Pero los fraudes caen, tarde o temprano. Cuando las autoridades peruanas detuvieron a Basilio Uchuya por (supuestamente) traficar con antigüedades, el huaquero tuvo que reconocer que de antigüedades, nada de nada. Él las fabricaba. Bueno, él y más gente, pues los turistas las demandaban, pagaban su buen dinero y de algo había que vivir…
Lo disparatado, lo estrafalario de lo que se mostraba en las piedras hizo que científicos y arqueólogos no se las tomaran en serio. Y por si faltaba algo, en 1998 Vicente París ofreció pruebas inequívocas de fraude. Por ejemplo, microfotos que probaban el uso de pinturas actuales o de papel de lija. Por supuesto, los partidarios de la existencia de esa humanidad gliptolítica, como algunos la denominaron, aducen que la falsedad de unas piedras no implica que todas lo sean. Pero, aquí entre nosotros, es para mosquearse…
Algunas de las incongruencias de las piedras talladas tendrían que habernos hecho sospechar, ya por aquel entonces, que se trataba de un fraude, y bastante burdo. Hoy, que conocemos mucho más sobre lo dinosaurios, los fallos son aún más palmarios. Veamos unos cuantos, sin prisa pero sin pausa.
En primer lugar, la calidad técnica de las piedras no casa con la supuesta tecnología que exhiben. Dicho de otro modo, los grabados son más bien cutres. Según los defensores de la humanidad gliptolítica, esta poseía una tecnología avanzadísima, superior a nuestra actual civilización. Caramba, si esos humanoides decidieron preservar su sabiduría en forma de piedras grabadas, los dibujos se nos antojan muy infantiles:
A la izquierda, grabado hecho supuestamente por unos seres avanzadísimos hace millones de años. A la derecha, dibujo hecho hace unos siglos por un miembro de nuestra atrasada especie. Compárese la diferencia de calidad… (fuente: es.wikipedia.org) 😉
Los defensores de su autenticidad aducen que en varias piedras hay mapas que reflejan un mundo distinto al actual. De acuerdo, la deriva continental hace que los continentes vayan dando tumbos de un sitio a otro, pero los mapas de las piedras no es que sean muy detallados, precisamente:
Para tratarse de la obra de una civilización avanzadísima, el mapa no es un prodigio de la cartografía… (fuente: Wikipedia).
También consideran que una prueba de que aquellos humanoides eran muy avanzados se refleja en su dominio de la cirugía. Bueno, el instrumental que usan más bien parece propio de un carnicero que de un cirujano… E insistamos en la poca calidad de los dibujos, sin demasiados detalles:
El instrumental empleado en esta operación craneal no es precisamente un bisturí láser. Y tampoco estaría mal que el cirujano usara mascarilla… 🙂 (fuente: Wikipedia).
Dejando aparte ciertas piedras que muestran escenas pornográficas y otras asaz pintorescas, mi alma de biólogo amante de la Taxonomía pide que me centre en la fauna que muestran. Véase, por ejemplo, esta:
1: Brontosaurus. 2: Tyrannosaurus. 3: Pteranodon. 4: Stegosaurus. 5: Triceratops. (fuente: a partir de lacienciaysusdemonios.com)
Tenemos cuatro dinosaurios y un pterosaurio volador (que no es un dinosaurio). Cuando se piensa en dinosaurios, mucha gente cree que todos vivieron al mismo tiempo. Y eso, me temo, se aplica al que talló la piedra. Pero si nos zambullimos en los abismos del tiempo, la era Mesozoica fue un periodo vastísimo, pues duró 185 MA (millones de años). Nos tememos que unos cuantos de esos dinosaurios (y el pterosaurio) no coincidieron en el pasado. ¿Hace cuánto que vivieron? Pues: Stegosaurus: 156-144 MA. Brontosaurus: 155-152 MA. Pteranodon: 86-84,5 MA. Triceratops (por cierto, no tenía 5 dedos funcionales en las patas, como aparece en la piedra) y Tyrannosaurus: 68-66 MA.
O sea, un brontosaurio y un tiranosaurio están más alejados entre sí que el tiranosaurio de nosotros, pues los dinosaurios no avianos se extinguieron hace unos 66 MA. Juntarlos todos, como en la saga de Parque Jurásico, es una incongruencia grave, un anacronismo tremendo.
Los partidarios de la humanidad gliptolítica podrían aducir que quizás esta habitó el planeta durante el Jurásico y el Cretácico, casi 90 MA, y a lo mejor la piedra es una especie de catálogo, pero eso es demasiado tiempo. Demasiado. Por otro lado, pese a lo difícil que es dejar restos fósiles, estamos hablando de tantos MA que es inevitable que quedaran más vestigios de aquellos individuos. Y ni rastro de ellos, oigan.
Algunas escenas muestran a esos humanoides luchando o siendo atacados por dinosaurios. Uno de los mayores disparates es contemplar a saurópodos, unas bestias herbívoras y de enorme tamaño, devorando humanos:
Dinosaurio saurópodo herbívoro agarrando por el pescuezo a un hombre gliptolítico de considerable tamaño (fuente: lacienciaysusdemonios.com).
Por cierto, ¿con qué cazaban a los tiranosaurios y similares? Puesto que se trataba de una civilización avanzada, cabría esperar que usaran armas de fuego, pistolas de rayos, qué se yo… Pero nada de eso. Cuchillos y hachas… 🙂
Titánica lucha entre un tiranosaurio (o algo parecido) y un par de hombres gliptolíticos. Yo apostaría por el dinosaurio (fuente: Pueblos Originarios).
Otras piedras contradicen lo que hoy conocemos sobre los dinosaurios no avianos. Algunas sugieren que los hombres gliptolíticos les practicaban la cesárea a los dinosaurios, o que algunos de estos eran vivíparos:
Parto de dinosaurio. Por suerte para la madre, el bebé no tiene placas en el lomo… 🙂
Hoy sabemos que los dinosaurios pertenecen a la rama del árbol de la vida de los arcosaurios, cuyos representantes vivos son las aves (auténticos dinosaurios) y los cocodrilos (estos no son dinosaurios, pero quedn muy próximos). Y todas las especies que conocemos, todas, son ovíparas. Asimismo hemos hallado fósiles de huevos de dinosaurios de muy distintas familias. Conclusión: eran ovíparos.
En otras piedras se sugiere que algunos dinosaurios podrían sufrir metamorfosis, como los anfibios:
Presunta metamorfosis de un Stegosaurus (Fuente: eugeniotait.info).
Biológicamente parece imposible. Los dinosaurios son amniotas; al igual que otros reptiles, aves o mamíferos, no sufren metamorfosis. Sí, existieron dinosaurios con hábitat acuático, como Spinosaurus, pero no sufrían metamorfosis. Más bien podrían equipararse a enormes cocodrilos. En suma, no hay ni rastro de renacuajos de dinosaurio, ni nada que apoye su existencia.
Los defensores de la humanidad gliptolítica arguyen que eso es un motivo para creer que aquellos humanoides conocían cosas que a nosotros se nos escapan; por tanto, se trata de una prueba de la autenticidad de las piedras. Claro, otra posibilidad es que quienes falsificaron las piedras no tenían ni idea de cómo funcionan los arcosaurios ni de los mecanismos de la evolución y metieron la pata. Aplicaré el principio de parsimonia, como buen científico, y me quedaré con la última hipótesis. 😉
Ah, la piedra del presunto dinosaurio marsupial me ha llegado al alma. Sin comentarios: 😀
Pero si hay algo que hoy nos muestra la falsedad de los grabados, dejando aparte incongruencias temporales o biológicas, es el propio aspecto de los dinosaurios. La Paleontología ha avanzado mucho en las últimas décadas y, ¿saben una cosa? Los dinosaurios de las piedras de Ica tienen el aspecto de los que aparecían en los libros de la década de 1960, cuando eran vistos como unos restiles torpes y lentos. Además, son los más populares en aquellos años.
Por ejemplo, fíjense en la imagen del tiranosaurio que vimos más arriba peleándose con el tipo del hacha, y compárese con la que hoy es más aceptada, después de los últimos descubrimientos. Frente a un tiranosaurio gordinflón que arrastra la cola como si fuera la de un vestido de novia y que mantiene el torso vertical (como el primer Godzilla, para entendernos), hoy lo representamos con el torso horizontal, la cola tiesa para hacer de contrapeso, aspecto de formidable depredador… Tal que así:
Lo mismo puede aplicarse al brontosaurio. Los saurópodos no eran tan gordos ni arrastraban las colas por el suelo. Además, ¿por qué en las piedras no hay velocirraptores, o dinosaurios emplumados? ¿Por qué no hay ni un Carnotaurus, un Argentinosaurus u otros dinosaurios que vivieron precisamente en lo que hoy es Sudamérica? Pues porque en aquellos años no aparecían en los libros de divulgación. Es tan simple como eso.
En resumen, todo se explica si nos fijamos en la foto siguiente. Aquí vemos a Basilio Uchuya mostrando una lámina con ilustraciones de los dinosaurios de aquellos años. Son idénticos a los de las piedras: la idea que en la década de 1960 se tenía de los dinosaurios. Más claro, agua:
Los disparates e incongruencias son innumerables. Para no cansarte, amigo lector, mencionaré alguno más. Aquí se ve un intento de relacionar las piedras con las pistas de Nazca, uno de los hitos arqueológicos favoritos de los defensores de la teoría de los antiguos astronautas:
El problema es el mono de la cola en espiral. Tiene toda la pinta de un mono araña. Los monos americanos (platirrinos) evolucionaron hace unos 40 MA. O sea, muchos MA después de que los supuestos hombres gliptolíticos se marcharan de nuestro planeta en busca de pastos más verdes. Vamos, que hay que ser muy ingenuo para no darse cuenta de que tanto el mono como el colibrí que aparecen en las piedras se han copiado a partir de fotos de las pistas de Nazca, para parecer más misteriosas, a ver si cuela…
Y sobre el hombre mono, mejor corramos un tupido velo: 😀
En fin, dejémoslo ya. Quizá lo más interesante de este caso no son las piedras en sí, sino cómo solemos aceptar ciertas teorías sin el más básico espíritu crítico. Ahí radica la grandeza de la Ciencia: combinar el sentido de la maravilla con un sano escepticismo constructivo.
Hagamos historia. Quienes pasamos nuestra infancia y adolescencia en la España de la década de 1970 recordamos aquellos tiempos apasionantes, cuando nuestro país pasó de la dictadura a la democracia y sobrevivimos, pese a todos los pronósticos. 😉
En esos años sólo había una televisión, la oficial, con dos cadenas (¿os acordáis de lo que era el UHF?). 😀 Tal vez por eso nos sabíamos de memoria la programación, y aguardábamos con ansia a nuestros programas favoritos. Entre ellos había algunos que nos apasionaban: los de ciencias ocultas. O dicho en términos actuales, la divulgación pseudocientífica.
Ya por aquel entonces, temas como los ovnis, el espiritismo, los dobladores de cucharas, las civilizaciones prehumanas y similares tenían su hueco en la pequeña pantalla. Y nos lo creíamos todo porque, al fin y al cabo, salía en la tele. Cuando eres un niño o un adolescente, eso te marca.
Podemos citar a una de las figuras señeras, Fernándo Jiménez del Oso. Su programa Más Allá tenía unos buenos índices de audiencia. Sin duda, nos despertaba el sentido de la maravilla, e impulsó la aparición de revistas y colecciones de libros sobre pseudociencias. Algunas gozaban de unas ventas que cualquier humilde escritor de fantasía o ciencia ficción envidiaría. Confieso que tengo la colección completa de la revista Mundo desconocido, y unos cuantos de aquellos entrañables libros de la colección Otros mundos (Editorial Plaza y Janés), con sus tapas duras y las líneas doradas en la portada que recordaban a un reloj de arena…
La colección Otros Mundos… Ay, qué recuerdos… 🙂
En fin… El tiempo pasa, y uno va adquiriendo el sano escepticismo (sin perder el imprescindible sentido de la maravilla) que otorga una formación científica. Cuando sometemos a escrutinio las afirmaciones de las pseudociencias, que de jóvenes creíamos a pies juntillas, resulta que se derrumban cual castillo de naipes. En mi caso, mis gustos se fueron apartando de ellas para centrarse en la ciencia ficción y la fantasía. Ahí, al menos, los autores no pretendían engañarnos, sino que nos ofrecían honestamente sus apasionantes universos inventados… lo que nos impulsó a crear los nuestros. Pero bueno, eso ya es otra historia. 😉
De todos modos, uno no puede sino recordar con cariño aquellos tiempos. Y ahora, décadas después, no estaría mal revisitar uno de los libros que más me impactaron en su momento. Me refiero a Existió otra humanidad (1975), de Juan José Benítez.
La verdad, lo que se contaba en aquel libro me impresionó. Además, era la época en que estaban muy de moda los dioses astronautas de Erich von Däniken, autores como Charles Berlitz, Peter Kolosimo… Pero dejémonos por el momento de ovnis, tríangulos de las Bermudas y parapsicología, y centrémonos en un tema concreto: la posible existencia de civilizaciones tecnológicas complejas, miles o millones de años antes de la aparición de Homo sapiens.
Un siluriano original de la serie Dr. Who. Fuente: en.wikipedia.org.
El tema, cómo no, también ha recibido la atención de los científicos. De hecho, de ahí proviene la hipótesis siluriana, llamada así en honor de la serie de ciencia ficción Doctor Who. Si entiendes el inglés, amigo lector (algo imprescindible hoy para estar al tanto de los últimos avances científicos), aquí tienes enlaces a un interesante vídeo al respecto, así como al artículo original (siempre es aconsejable acudir a las fuentes, en vez de hablar de oídas). Traducimos el resumen del artículo:
Si una civilización industrial hubiera existido en la Tierra muchos millones de años antes de nuestra era, ¿qué huellas habría dejado y serían detectables hoy en día? Resumimos la probable huella geológica del Antropoceno, y demostramos que, aunque clara, no diferirá mucho en muchos aspectos de otros acontecimientos conocidos en el registro geológico. A continuación, proponemos pruebas que podrían distinguir de forma plausible una causa industrial de un acontecimiento climático que se produce de forma natural.
¿Qué trazas de antiguas civilizaciones se conservarían al cabo de millones de años? No podemos confiar en que alguien acabe convertido en fósil, pues el proceso es más raro de lo que parece y la naturaleza es caprichosa. Mejor sería buscar indicios físico-químicos de sociedades industriales anteriores al Antropoceno. No obstante, los autores del artículo señalan que cuanto más dure una sociedad, más sostenible será y menos tenderá a dejar huellas. En resumen, podría resultar difícil distinguir si una extinción masiva ha sido provocada por el colapso de esas presuntas civilizaciones o por causas naturales. Asimismo, sería discutible que otras civilizaciones produjeran plásticos u otros compuestos contaminantes como nosotros, fácilmente detectables.
Y al final del artículo:
Aunque dudamos seriamente que haya existido una civilización industrial anterior a la nuestra, plantear la pregunta de una manera formal que articule explícitamente cómo podría ser la evidencia de dicha civilización plantea sus propias preguntas útiles relacionadas tanto con la astrobiología como con los estudios del Antropoceno.
Prudencia científica… A diferencia de lo que muchos pseudocientíficos creen, por haberlo oído en labios de algún youtuber afín, en el artículo nunca proponen que haya habido una civilización anterior a la nuestra. Simplemente, estudian la dificultad de detectarla y sugieren que conforme se perfeccionen nuestros métodos de análisis, podremos afinar a la hora de buscar trazas de actividad industrial en el remoto pasado… o en otros mundos.
En quienes propongan la existencia de esas civilizaciones recae la carga de la prueba. Para los científicos, si alguien plantea una hipótesis, debe apoyarla en pruebas sólidas que se ajusten a la evidencia. Y hasta ahora, no hay ninguna de que hayan existido otras humanidades en la Tierra anteriores a la nuestra.
Entonces, ¿en qué se apoyan los pseudocientíficos cuando postulan su existencia? A falta de registro fósil y otras evidencias, se basan en los ooparts: objetos incongruentes, inexplicables para su época… El problema es que existen explicaciones, sí, y más sencillas. En tal caso, la Ciencia aplica el principio de parsimonia: las hipótesis más simples son las más probables. Sobre todo, si las pseudocientíficas se basan en malas interpretaciones o en fraudes.
Y eso nos lleva a Existió otra humanidad. En aquel libro que tanto nos impactó de jóvenes, J. J. Benítez deja caer que en el Mesozoico, hace por lo menos 66 millones de años, seres humanoides con una tecnología avanzada convivieron con los dinosaurios. Todo eso se basa en unas piedras grabadas, las famosas piedras de Ica.
En esta piedra de Ica vemos a un individuo cabalgando un Triceratops (fuente: lacienciaysusdemonios.com).
Nos ocuparemos de ellas en la segunda parte de esta entrada. Toma ya, cliffhanger… 🙂
Según el Diccionario de la Real Academia, una ucronía es una «reconstrucción de la historia sobre datos hipotéticos». O sea, el resultado de preguntarse: «¿Qué habría ocurrido si…».
Se han escrito innumerables ucronías, y no sólo por los autores de ciencia ficción. Algunas de ellas son realmente magníficas, y especulan sobre realidades alternativas en las que las potencias del Eje vencieron en la Segunda Guerra Mundial, la Armada Invencible derrotó a la flota inglesa, los mongoles conquistaron toda Europa, los neandertales fueron la especie humana predominante… No las citaremos aquí. Te animamos, amigo lector, a investigar por tu cuenta y disfrutar de la imaginación de los escritores.
En esta entrada nos fijaremos en una de tantas posibles ucronías: ¿Y si el Imperio Romano no hubiera caído? ¿Y si hubiera llevado a cabo la revolución industrial durante su época más gloriosa, el siglo II, fomentando el uso a gran escala de máquinas de vapor? ¿Cómo sería el mundo actual? ¿Nos habríamos ahorrado los años oscuros de la Edad Media? ¿O la primera bandera desplegada en la Luna exhibiría el lema «SPQR»? 🙂
Sin embargo, la pregunta del millón tal vez sea: ¿Por qué esa revolución industrial no ocurrió?
Hay quienes defienden que todos los grandes logros de las civilizaciones pretéritas son obra de alienígenas, atlantes o similares. Por tanto, dan por sentado que nuestros antepasados eran tontos o incapaces, y nada más lejos de la realidad. De hecho, egipcios, griegos y romanos, sin ir más lejos, eran bastante ingeniosos, además de hábiles. Por ejemplo, el famoso mecanismo de Anticitera nos demuestra que podían construir computadoras analógicas, o algo parecido.
En resumen, los romanos disponían de la habilidad y los conocimientos para empezar a desarrollar máquinas complejas, como la de vapor. También conocían el carbón. ¿Por qué no se embarcaron en una aventura tan prometedora? Bueno, reducir la respuesta a un único factor es simplificar mucho las cosas, pero hay algo que destaca por encima de todo lo demás. Un ejemplo actual puede ayudarnos a comprenderlo.
Los primeros automóviles eléctricos se diseñaron en el siglo XIX, y a principios del XX había modelos de coches perfectamente funcionales. Sin embargo, entraron en declive a partir de la década de 1910, y fueron sustituidos por los que llevaban motores de combustión interna, alimentados por gasolina o gasoil. ¿Por qué?
Pues, entre otras cosas, porque se descubrieron yacimientos de petróleo que convirtieron a sus derivados en una fuente de energía abundante y barata. Además, los motores de combustión interna funcionaban muy bien. Eso frenó los intentos de mejorar el rendimiento de los vehículos eléctricos. A la larga, esto ha resultado perjudicial. El empleo masivo del petróleo ha devuelto a la atmósfera megatoneladas de carbono que estaban ocultas en las entrañas del planeta, con las consecuencias que todos conocemos.
Algo parecido ocurrió con el Imperio Romano. Tenían conocimientos y habilidades para haber desarrollado máquinas que mejoraran el rendimiento del trabajo, sabían lo que era el carbón… No obstante, existía una alternativa más barata y fácil de usar: los esclavos.
El propósito último de las máquinas es facilitar o hacer mucho más eficaz el trabajo. Sin embargo, en el mundo grecolatino de la Antigüedad, las sociedades se basaban en la esclavitud. Los esclavos podían hacer todo el trabajo, hasta las tareas más duras o ingratas. Constituían una fuente de energía renovable, por decirlo así, fácil de manejar… ¿Para qué complicarse la vida desarrollando la máquina de vapor?
Cualquier emprendedor romano sería presa del desánimo si lo intentara. Se gastaría un montón de dinero para nada. Cualquier revolución industrial requiere una infraestructura a gran escala (por ejemplo, de vías férreas para las locomotoras de vapor), lo que implica, entre otras cosas, la intervención del Estado. Pero habiendo esclavos baratos, ¿qué gobernante abogaría por semejante inversión? Mejor dejar las cosas como estaban. Ya se sabe: si funciona, no lo toques. Los intentos aislados de progresar se ahogarían en un mar de indiferencia.
Claro, lo que en un momento puede parecer una bicoca, a la larga encierra las semillas de su propia destrucción. Un imperio basado en la esclavitud no tenía futuro, pero ¿quién podía preverlo?
Es muy humano creer que somos el centro del cosmos, que cuanto nos rodea debe amoldarse a nuestras expectativas y que todo tiene un propósito último. Por desgracia, conforme aumenta nuestro conocimiento del universo descubrimos que la Tierra es apenas una mota de polvo imperceptible perdida en una de tantas y tantas galaxias. Vivimos en un universo enorme e indiferente, que seguirá funcionando exactamente igual cuando hayamos desaparecido. Sin embargo, nos cuesta resignarnos. Igual que un niño pequeño cuando se niega a ver o escuchar algo que le incomoda, pretendemos que la naturaleza se ajuste a nuestros deseos.
Puesto que la Ciencia es, sin duda, la mejor herramienta a nuestra disposición para averiguar cómo funcionan las cosas, nos enfadamos cuando no nos da las respuestas que queremos. Con tal de no admitir que podemos estar equivocados, tratamos de hacer pasar por Ciencia algo que no lo es, siempre que sirva para confirmar nuestros más arraigados prejuicios. O, en el peor de los casos, mandamos callar a los científicos, esos aguafiestas, para que los malditos datos no dañen nuestros preciosos sentimientos.
Cualquier historiador de la Ciencia podrá citar ejemplos de pseudociencias que fueron adoptadas por líderes políticos o religiosos para justificar sus creencias. Hay casos a lo largo y ancho del espectro ideológico, tanto a babor como a estribor. Algunos son cómicos o simplemente chocantes, mientras que otros han provocado la muerte de millones de personas, desastres ecológicos, miseria y dolor…
Entre lo pintoresco, rozando lo estrambótico, pensemos en ciertos ecopacifistas veganos estrictos que se niegan a aceptar la existencia de animales carnívoros. Mejor dicho, piensan que se trata de algo anormal que debería corregirse, bien sea exterminando a los sanguinarios e insolidarios depredadores, o bien cambiándoles la dieta (mediante Ingeniería Genética o por las bravas). Esta famosa escena de Futurama lo describe a la perfección: 🙂
Por desgracia, otros casos no tienen nada de cómico. Véase el ejemplo del negacionismo por parte de la extrema derecha frente al hecho de que las temperaturas están subiendo año tras año en nuestro planeta. Tenemos que adaptarnos al cambio climático y aprender a convivir con él, pero si ciertos líderes lo niegan y dejan de tomar medidas ahora que aún estamos a tiempo, pues mal vamos…
El siglo XX nos proporciona ejemplos palmarios de doctrinas pseudocientíficas que se hicieron pasar por científicas. Sin ir más lejos, pensemos en lo que ocurrió con la Ciencia alemana durante el nazismo, cuando se negaron a aceptar la teoría de la relatividad y otros aspectos de la nueva Física por el hecho de que Einstein fuera judío. Y de lo que hicieron con la Biología y su uso torticero de la teoría de la evolución, o de la «Cosmología aria», mejor no hablar. Recomendamos la lectura del libro de Eslava Galán Enciclopedia nazi contada para escépticos, tan divertido como triste y desolador a la vez, donde todo esto se explica bastante mejor de lo que podríamos hacerlo aquí.
En esta entrada vamos a centrarnos en uno de los casos de pseudociencia (o de sumisión de la Ciencia a la política, según se mire) que más daño y muertes han causado: el lysenkoísmo. Es ideal para mostrarnos lo que ocurre cuando pretendemos que la naturaleza se ajuste a una ideología concreta. Es algo que todos los biólogos tenemos (o deberíamos tener) siempre presente.
Retrocedamos a la primera mitad del siglo XX, y ubiquémonos en la Unión Soviética en tiempos de Stalin. Después de la Revolución, la agricultura soviética no pasaba por sus mejores momentos. Se había primado a la industria frente al campo, y entre colectivizaciones agrarias forzosas, purgas de kulaks y decisiones poco acertadas, las cosechas iban de capa caída. En cuanto a los campesinos, afirmar que andaban desmotivados sería quedarse cortos. De hecho, muchos preferían que la cosecha se perdiera a entregársela al Gobierno. Para hacerse una idea de cómo se había llegado a aquella situación, volvemos a recomendar otra obra de Eslava Galán, tan amena como sobrecogedora: La revolución rusa contada para escépticos.
En medio de ese panorama desolador apareció la persona menos indicada para arreglarlo: un ingeniero agrónomo llamado Trofim Lysenko (1898-1976). Estuvo en el momento y lugar precisos, y se las apañó para obtener el máximo beneficio personal. Con el respaldo de Stalin, se convirtió en el amo y señor de la Biología y la Agronomía soviéticas. Y pasó lo que tenía que pasar. 😦
Lysenko dijo a las autoridades soviéticas justo lo que querían y necesitaban oír. Un científico «del pueblo», no uno de esos estirados académicos que hacían experimentos en sus laboratorios, había descubierto el modo de mejorar las cosechas, de hacer crecer las plantas en épocas que normalmente no lo hacían, anunciando un futuro más que próspero para la Humanidad (y gloria para la URSS, claro). Además, sus supuestos «descubrimientos» se publicaban en medios populares, no en revistas científicas con revisión por pares y todo eso. Y por si faltaba algo, sus teorías se adaptaban a la visión marxista (o a lo que entendían por marxismo) en la URSS. Pero vayamos por partes…
Trofim Lysenko (fuente: es.wikipedia.org)
Sin entrar en detalles para no cansarte, amigo lector, Lysenko se dedicó a someter a diversas variedades de trigo (y otras plantas) a cruzamientos varios, y luego a someterlas a tratamientos de frío (que él denominaba vernalización), humedad… Así, pretendía obtener más y mejores cosechas por año, sembrando los cultivos incluso en épocas que no eran las idóneas. Sin entrar a discutir las bondades de la vernalización, que algunas tiene, el problema era que Lysenko creía que esas modificaciones, esas «mejoras» eran heredables. Sus teorías sobre la herencia de los caracteres adquiridos recordaban al lamarckismo, así como a los trabajos de Iván Michurin (1855-1935), otro autodidacta que renegaba de las teorías de Mendel y los genetistas.
Puede afirmarse que se juntó el hambre con las ganas de comer. Lysenko, que no andaba muy fuerte en Matemáticas, despreciaba la teoría de los genes como transmisores de la herencia. Las teorías de Lysenko, además, casaban perfectamente con la ideología soviética. Los genes no importaban; en cambio, el ambiente lo era todo. Las plantas podían ser modificadas manipulándolas, igual que los hombres podían ser educados en el comunismo, y esos cambios se transmitirían a su descendencia. Todo muy bonito, muy épico.
Nikolái Vavílov (fuente: es.wikipedia.org)
Por supuesto, Lysenko no aceptaba crítica alguna. Pobre del que le llevara la contraria; con el apoyo de Stalin se convirtió en el peor de los déspotas. Las ideas de Mendel, de los genetistas, incluso el darwinismo, fueron tildados de idealistas, de pseudociencia burguesa, de ideología contrarrevolucionaria. Muchos científicos soviéticos que opinaban que lo de Lysenko era poco más que palabrería fueron encarcelados, e incluso condenados a muerte. El gran botánico Nikolái Vavílov, uno de los mejores biólogos de su época, acabó muriendo de hambre en la cárcel, en 1943. Como cabía esperar, Lysenko hizo limpieza de todos aquellos que no le daban la razón. La Biología soviética, una de las más avanzadas del mundo, retrocedió de golpe varias décadas. A las ciencias agrarias tampoco les iría mucho mejor.
Además de odiar la Genética, Lysenko cometió otro grave error, fruto de su ideología. Estaba convencido de que las plantas de la misma «clase» no competirían entre ellas, sino que colaborarían todas a una, como la clase obrera. En serio. 🙂 Por eso propuso a los agricultores que sembraran las plantas muy juntas, en marcos de plantación densos. Las plantas, de ese modo, se apoyarían entre sí, defendiéndose contra las plagas, incrementando el rendimiento de las cosechas…
Por desgracia, a la naturaleza le importan un rábano nuestras ideas políticas. Las plantas no se comportaron como el ideal Homo sovieticus, cantando a coro La Internacional mientras gritaban consignas contra el gorgojo capitalista o el pulgón opresor. Apretujadas unas contra otras, sembradas a veces en condiciones que no eran las óptimas, lucharon desesperadamente por arrebatar a sus competidoras cada átomo de nutrientes, cada molécula de agua, cada fotón de luz.
El resultado final fue catastrófico. El desprecio hacia cualquier sólida teoría científica que no se adecuara al lysenkoísmo condujo a pérdidas en las cosechas y a hambrunas que causaron millones de muertos. Y la cosa no se quedó en la URSS. Hubo países, como China, que adoptaron los métodos de Lysenko incluso después de que este fuera desacreditado en su país. Lo pagaron millones de personas, que murieron de hambre.
Dicen que no hay mal que cien años dure, ni cuerpo que lo soporte. Tras la muerte de Stalin en 1953, se inició un proceso de desestalinización que permitió a los pobres científicos asomar la cabecita, como los caracoles después de la lluvia, y empezar a criticar el lysenkoísmo. Finalmente, Lysenko fue desacreditado y apartado de sus cargos (aunque siguió cobrando un sueldo y viviendo sin apreturas hasta el día de su muerte). Su despótico reinado sobre la Biología y la Agronomía soviéticas había terminado, pero esas disciplinas tardarían mucho en recuperarse, si es que alguna vez lo lograron.
Otros países que sí tuvieron en cuenta los principios de la Genética y el manejo de las cosechas obtuvieron variedades de cereales de mayor rendimiento, crecimiento rápido y resistencia a las enfermedades. Pero esa es otra historia. La nuestra acaba aquí, y resultaría incluso divertida si no fuera porque millones de inocentes, desde humildes campesinos hasta acreditados científicos, murieron de forma horrible por esa manía tan nuestra de creer que a la naturaleza le importan algo las ideologías y las expectativas humanas.
Ojalá aprendamos de los errores cometidos por quienes nos precedieron.
Es bien sabido que el exceso de radiación puede dañarnos o matarnos. Unos seres vivos resisten la radiactividad mejor que otros, pero en altas dosis deja a nuestro ADN hecho unos zorros, con fatales consecuencias para la salud.
No obstante, existen microbios con una capacidad de aguante asombrosa. Así, las geobacterias (género Geobacter) pueden oxidar metales radiactivos como el uranio. Los iones de uranio se convierten en aceptores finales de electrones, pasando de solubles a insolubles. Por eso, estas bacterias pueden servir para limpiar de uranio los acuíferos contaminados.
Dejemos las geobacterias para otra ocasión, y tratemos de justificar el título de la entrada. Hay hongos que no sólo son capaces de aguantar niveles de radiactividad que freirían a otros seres vivos, sino que se alimentan de ella. En pocas palabras, pueden usar la radiación gamma como fuente de energía, igual que las plantas aprovechan la luz solar.
Retrocedamos hasta 1986. Aquel fatídico 26 de abril, en la desdichada central nuclear de Chernóbil voló la tapa del reactor nº 4, provocando el mayor accidente nuclear de la historia. No volveremos a relatar lo sucedido, pues en Internet puede encontrarse información de sobra al respecto. Años después, en 1991, los científicos se percataron de que unos mohos negros crecían en lo que quedaba del reactor nº 4.
Ya en el laboratorio, se comprobó que había hongos que medraban mejor con unos niveles de radiactividad 500 veces superiores a los normales. En concreto se estudiaron 3 especies: Cladosporium sphaerospermum (un moho que crece por doquier y que come cualquier cosa), Exophiala dermatitidis (otro hongo capaz de alimentarse de lo más diverso) y Cryptococcus neoformans (una levadura que puede provocar criptococosis en seres humanos).
Moho del género Cladosporium.Podría decirse que estos hongos son el equivalente a una mala hierba.
Desde luego, hay numerosos organismos extremófilos, capaces de vivir en ambientes extremos. También es bien sabido que existen hongos capaces de alimentarse de las cosas más insospechadas, pero en el caso que nos ocupa se han superado. 🙂 Estos hongos no crecen a pesar de la radiactividad, sino gracias a ella. La radiación gamma les da fuerza, los nutre. Por eso han sido bautizados como hongos radiotróficos: los que se alimentan de radiación.
La clave de su éxito radica en la molécula que les otorga su típico color oscuro: la melanina. En efecto, amigo lector: esa sustancia que nos permite broncearnos cuando tomamos el sol. Muchos seres vivos la producimos, y nos protege de la luz ultravioleta. En el caso de estos mohos negruzcos, la melanina no sólo evita que la radiación gamma los aniquile. De algún modo que aún no queda claro, consigue convertir los rayos gamma en energía química, al igual que la clorofila permite hacer lo mismo con la luz solar en el caso de las plantas. Y con esa energía crecen y se multiplican.
Los hongos nunca dejarán de sorprendernos; palabra de micólogo. 🙂
Esta capacidad de aguantar dosis tremendas de radiación también puede tener aplicaciones prácticas. Como curiosidad, entre 2018 y 2019 se realizó un experimento en la Estación Espacial Internacional para evaluar si estos hongos radiotróficos (en concreto, C. sphaerospermum) podrían emplearse como protección contra la radiación en el espacio. Aquí puede consultarse el artículo. Parece que la cosa promete. 🙂
Quién sabe si en las futuras colonias marcianas estos mohos podrían usarse como escudos antirradiación. Me temo que no podremos evitar que los hongos nos acompañen en la posible colonización del planeta rojo. Ojalá que lo hagan como amigos, y no como los de esta novela: 😀
Es probable, amigo lector, que alguna vez hayan perturbado el sosiego de tu hogar unas esquivas criaturas, los duendes. Desde tiempo inmemorial se han dedicado a incordiar a la gente, golpeando paredes y techos, haciendo ruidos diversos o arrojando piedrecillas. Antiguamente les gustaba jugar a los naipes, trenzar las crines de los caballos… Hoy es más habitual que abran y cierren puertas o trasteen con los interruptores de la luz. En el fondo, se trata de travesuras inofensivas. Es bien sabido que los duendes se llevan bien con los niños, quienes incluso llegan a verlos a veces. Son más habituales en las casas deshabitadas, pues el ruido y la actividad humana les molestan, e incluso pueden ahuyentarlos o acabar con ellos.
Si echamos un vistazo a la Wikipedia, comprobamos que hay muchas criaturas sobrenaturales en distintos países que cabrían dentro de la acepción de duende(poltergeist, leprechaun, goblin, trasgo, gnomo, domovói, elfo…). Algunos son más maliciosos que otros, rozando incluso lo siniestro. Aquí nos ceñiremos al típico duende de la tradición castellana, más molesto que otra cosa.
Muchos han intentado averiguar la naturaleza duendina, mayormente seguidores de las pseudociencias. Si abordamos el tema con un prudente escepticismo, es probable que los actos atribuidos a duendes tengan explicaciones naturales, sin necesidad de recurrir a entes fantásticos. No obstante, echaremos un vistazo a la obra de alguien que se tomó a los duendes muy en serio y escribió un libro sobre ellos. Aparte de lo curioso que resulta, también nos servirá para ilustrar las diferencias entre su forma de tratar el asunto y la actitud científica; sobre todo, en lo concerniente al principio de autoridad.
La obra en cuestión es El ente dilucidado, escrita por Fray Antonio de Fuentelapeña. La primera edición data de 1676 (y hubo una 2ª en 1677; supongo que se vendió…). Yo tengo el libro publicado en 1978 por la Editora Nacional (Madrid). Consta de 1836 párrafos numerados, que ocupan más de 700 páginas. Se ha respetado la ortografía del siglo XVII, con letras que ya no usamos, pero eso no dificulta demasiado su lectura.
El ente dilucidado es considerado una excentricidad dentro de la literatura de nuestro Siglo de Oro. De hecho, el antropólogo Julio Caro Baroja, en su Jardín de flores raras (1993), le dedica un par de páginas, tildándolo de extravagante. De acuerdo, el libro es raro de narices, y en muchas ocasiones provoca una hilaridad no buscada, pero Fray Antonio merece mi respeto. Escribir un texto de tales dimensiones supone un trabajo ímprobo; queda claro que el tema le apasionaba.
Claro, su método de razonar no es científico, sino filosófico. Aristotélico y escolástico, más bien. Fray Antonio da por sentada la existencia de los duendes (a los que también llama trasgos o fantasmas), que se dedican a realizar las travesuras que comentamos al principio. Así lo dictan innumerables testigos a lo largo de los siglos y, por supuesto, muchas Autoridades (sí, con mayúscula). Si ellas lo afirman, tiene que ser verdad: magister dixit. Y ahí está el problema.
En Epistemiología, el principio de autoridad obliga a aceptar cualquier afirmación o teoría que aparezca en los textos considerados ciertos, sin debate científico. Dichos textos no abarcan sólo a las Sagradas Escrituras, sino a muchas obras que nos legó la Antigüedad Clásica: las de Aristóteles, Hipócrates, etc.
El método científico huye como de la peste del principio de autoridad. De acuerdo, los científicos respetamos a nuestros colegas más eminentes, y sus afirmaciones son seriamente consideradas, pero deben basarse en la evidencia, someterse al escrutinio de la comunidad científica, ser refutables… Y si la evidencia o los experimentos están en contra de una teoría, por muy importante que sea la persona que la propone, será desechada o modificada.
En El ente dilucidado vemos lo que ocurre cuando se aplica el principio de autoridad a rajatabla, en vez del método científico. Ojo: eso no implica que Fray Antonio fuera un ignorante. Todo lo contrario; da la impresión de que había leído mucho y tenía bastante que decir. El problema era casar la realidad con lo que contaban las Autoridades. Si Aristóteles o Plinio afirmaban que los duendes existían, que había gente con cabeza de perro, que ciertos animales atacaban a los adúlteros o que las serpientes nacían de la médula espinal de los cadáveres, pues había que aceptarlo a pies juntillas. Lo divertido (sin pretenderlo el autor) llega cuando trata de explicar todo eso racionalmente.
Confieso que, como biólogo, he disfrutado con el libro de Fray Antonio. Mucho de lo que afirma tiene que ver con la Zoología y la Botánica o, mejor dicho, con lo que se opinaba en la Antigüedad sobre animales y plantas, la Fisiología, la gestación y mil cosas más relacionadas con la Historia Natural. Por desgracia, la lectura llega a hacerse pesada, e incluso irritante, más que nada por la manía de saltar de un tema a otro sin orden ni concierto, simplemente porque le interesa. Por momentos llega a recordar a esos estudiantes con déficit de atención, que se distraen con el vuelo de una mosca. En realidad, los párrafos que tratan estrictamente sobre los duendes no son tantos; de haberse ceñido al tema, el libro habría quedado muchísimo más corto.
Cuando le apetece hablar de algo, se pone a a ello aunque no venga a cuento. Así, llama la atención la cantidad de espacio que dedica a tratar las virtudes del número 7. O que el alma entra en el feto a los 40 días de la concepción en el caso del hombre, y 80 en la mujer (feministas sensibles, absténganse de leer textos antiguos)…
Pero basta de digresiones y volvamos a los duendes. Que existen no lo duda nadie, ya que así lo afirman incontables Autoridades. Además, en el mundo se encuentran cosas mucho más sorprendentes así que ¿por qué no nuestros duendes? Pero dando por sentado que existen, ¿qué son? Tras estudiarlo mucho, Fray Antonio llega a la conclusión de que son animales invisibles. De hecho, algunos animales invisibles existen, según afirman las Autoridades, ¿no?
Si los duendes viven y sienten, lo cual se deduce de su comportamiento, como mínimo tienen que ser animales. Además, son corpóreos (dan golpes, juegan a los naipes…), aunque de naturaleza tan sutil que resultan invisibles al ojo humano (salvo el infantil), igual que otros animales que cita (según las Autoridades).
Sigamos. Los duendes surgen por generación espontánea de los vapores corruptos de los sótanos de las casas, no mediante coito (y lo demuestra). Además, mueren, e indica cómo puede acabarse con ellos (básicamente, haciendo mucho ruido). Asimismo, Fray Antonio concluye que no son hombres, pues a juzgar por sus acciones no parecen demasiado espabilados. De hecho, hay animales más listos que ellos, como se prueba consultando a las Autoridades (y mezclando observaciones reales con otras absolutamente disparatadas). Tampoco son ángeles, pues estos no se dedican a tonterías como tirar piedras o trenzar las crines de los jamelgos. Tampoco son demonios, ya que los duendes no buscan la perdición de los hombres; simplemente son revoltosos. Y menos aún se trata de almas en pena, que las pobres están para otras cosas. Por tanto, son animales.
Aquí, Fray Antonio aprovecha para deleitarnos con sus habituales digresiones, apabullándonos con anécdotas sobre el comportamiento de los animales, e incluso afirma que estos poseen sombras de virtud. La combinación de casos reales con las puras citas fantásticas sobre animales inexistentes es encantadora.
Si los duendes son animales, tendrán que comer. Cómo no, se alimentan de los mismos vapores gruesos que los han generado. En cuanto a beber, puede que lo hagan a escondidas, o que no lo necesiten, o que los mismos vapores les proporcionen la humedad necesaria. Luego discute si duermen, excretan, tienen sangre o no, gozan de sentidos… Es curioso comprobar que Fray Antonio no acepta todo lo que afirman las Autoridades, e incluso llega a aplicar en algunos casos la navaja de Occam, pero eso ocurre en contadas ocasiones. El principio de autoridad campa a sus anchas en El ente dilucidado.
Sigamos. Después de preguntarse si los duendes mueren (por supuesto, ya que son animales), la capacidad de digresión de Fray Antonio alcanza proporciones épicas. Se pone a hablar de los sentidos animales, de las plantas e incluso de las aguas, de las formas intermedias entre animales y vegetales, si hay alimentos que prolongan la vida, si es peor el hambre que la sed, cómo es la digestión, cuáles son las causas de muerte, cómo una cítara excita a otra, si los cadáveres sangran a la vista de su asesino… Sigue brincando de un tema a otro sin orden ni concierto, mezclando datos correctos con disparates, pero ya se sabe: magister dixit.
Por fin, acercándonos al final, discute las causas de los duendes desde un punto de vista aristotélico (causa material, formal, eficiente y final). Y puestos ya, da una definición final de duende: animal invisible, o casi invisible, trasteador. Así lo distingue de los animales invisibles que no trastean, o de los que trastean y no son invisibles. 🙂
Si hemos sobrevivido hasta aquí, nos quedan los párrafos finales, en los que Fray Antonio se ocupa de resolver algunas dudas, mayormente sobre temas que nada tienen que ver con duendes. La parte en que considera al cuerpo del hombre como un microcosmos, y lo compara con el macrocosmos, es hilarante. Por cierto, como cualquier persona culta, sabía que la Tierra es redonda. Que tomen nota los terraplanistas…
Siguen páginas muy curiosas sobre la generación espontánea de duendes y otros bichos, e incluso si el cuerpo humano puede producir fuego. Y luego discute si los duendes pueden volar, ya que a veces parecen golpear el suelo e inmediatamente después el techo. Esta, para mí, es una de las partes más curiosas del libro, porque Fray Antonio demuestra ciertos conocimientos científicos, sobre todo en lo que respecta al principio de Arquímedes y los conceptos de peso y densidad. Por lo que aquí nos interesa, si nosotros podemos nadar en el agua, en la cual pesamos poco, algo similar les ocurre a los duendes en el aire. Podría decirse que pueden impulsarse y nadar en él, para poder así aporrear los techos.
Y por acabar con cuestiones físicas, Fray Antonio habla de la posibilidad de construir una ciudad submarina, aunque lo ve poco viable. Finalmente trata sobre el tema de si puede el hombre volar. Incluso propone la construcción de una máquina voladora que no tendría nada que envidiar a las de Da Vinci. Pero a diferencia de este, da muestra de buen juicio e indica que no funcionaría, si tenemos en cuenta la tecnología de la época. Las alas tendrían que ser desmesuradas para aguantar el peso humano, y por medios mecánicos, a fuerza de músculos, no se podría ejercer el empuje necesario para levantar el vuelo.
No seré yo quien se burle de El ente dilucidado. De acuerdo, en el fondo es un despropósito, pero nos permite viajar a otra época. Una época de gente erudita, como Fray Antonio, pero con un modo de pensar completamente ajeno a la Ciencia moderna, inadecuado para desentrañar los misterios de la naturaleza. Un mundo condenado a la extinción.
Recordemos que el libro apareció en 1676. Unos años antes, en 1668, Francesco Redi había publicado Esperienze intorno alla generazione degl’insetti, donde dio un golpe mortal a la teoría de la generación espontánea, demostrando que las moscas no surgían de la carne podrida, sino de los huevos de otras moscas. Las Autoridades estaban equivocadas. Poco después (1687), Isaac Newton publicaría sus Principia Mathematica, y nuestra visión del mundo cambiaría por completo y para siempre.
Fray Antonio vivía en un universo mental que agonizaba, pero aún no se había dado cuenta. En fin, nos quedaremos con su interés por los duendes. Yo creo que al final les tomó cariño. De hecho, parece que quiere reivindicarlos, acabar con su mala fama, e incluso piensa que en el fondo son buenos, porque cuidan de las casas. Puede ser. Yo agradecería que el que tengo en la mía deje de dar portazos, encender de vez en cuando la luz y hacer que el perro se quede mirando fijamente a lugares donde no hay nada. Y que pare de cambiar de sitio los libros en la biblioteca. Y eso de que el ruido fuerte acaba con ellos es mentira. El heavy metal no les afecta. Al mío le gusta Sabaton. 🙂
Los parásitos despiertan en nosotros miedo y horror por el daño que causan a sus víctimas, entre las cuales nos contamos. Al mismo tiempo, no podemos evitar sentirnos fascinados por sus retorcidos ciclos vitales. Numerosas obras de ficción se han inspirado en ellos, desde la saga de Alien, basada en las avispas parasitoides, hasta el excelente videojuego The Last of Us, que nos muestra lo que el hongo de las hormigas zombis (Ophiocordyceps unilateralis) podría hacer si mutara y nos atacara. Todo un apocalipsis zombi…
Además de para alimentarse, los parásitos utilizan a sus anfitriones u hospedantes para propagar y dispersar a su progenie. Una vez que el pobre anfitrión ha cumplido su misión, no es raro que muera. Ha dejado de ser útil, así que… No obstante, la evolución sigue caminos insospechados. Si algo incrementa las posibilidades de transmitir tus genes a la descendencia, es probable que prospere.
En la entrada anterior decíamos que un buen parásito es un mal patógeno. No es una regla general, claro, pero en muchas ocasiones se cumple. Recordemos: los parásitos son organismos que viven a costa de otros, mientras que los patógenos son los que causan enfermedad. Muchos parásitos nos enferman, como el maldito coronavirus (ah, acabo de ir a que me inyecten la tercera dosis de vacuna con ARNm; por el bien propio y el de los demás, debemos ponérselo difícil al virus). En cambio, hay parásitos que no liquidan a su anfitrión, y con ello pueden aprovecharse de él durante mucho más tiempo. Resulta un buen negocio.
Por supuesto, lo de «perdonar la vida» no es una acción voluntaria. Virus, bacterias u hongos, pongamos por caso, carecen de cerebro; no razonan. Simplemente, si ese comportamiento aporta beneficios a la hora de sobrevivir, pues se irá transmitiendo de generación en generación, mejorándose cada vez más.
Demos el siguiente paso evolutivo. ¿Y si, además de «perdonarle la vida», optamos por «cuidar» a nuestro anfitrión? Más aún, ¿y si le ofrecemos algo a cambio de que nos alimente?
En muchos casos, la colaboración (o simbiosis mutualista, hablando con propiedad) deriva del parasitismo. Tanto al parásito como al anfitrión les va mejor juntos que por separado, especialmente en entornos difíciles. Podríamos mostrar infinidad de ejemplos, pero nos limitaremos a uno que implica a árboles y hongos.
Coriolopsis gallica es un ejemplo de hongo yesquero capaz de alimentarse de madera (en este caso, el poste de un invernadero).
Dentro del reino de los hongos, en la clase Agaricomycetesencontramos a los más conocidos y vistosos, como las setas y los yesqueros. Algunos de ellos se alimentan de madera, causándonos cuantiosas pérdidas económicas.
Aquí donde la ven ustedes, Armillaria mellea es una seta que puede convertirse en feroz parásita de árboles, llegando a matarlos (por cierto, es comestible).
Otros, por desgracia para sus víctimas, devoran la madera de árboles vivos. Así ocurre con muchos yesqueros, y con algunas setas como Armillaria mellea. Por lo general, sus esporas entran a través de heridas en el tronco o las ramas. El micelio del hongo invade la madera, descomponiéndola. Cuando aparecen en el tronco los cuerpos reproductores fúngicos, es señal de que el hongo se halla bien establecido en las entrañas de su presa. El árbol queda muy debilitado, hasta el punto que un viento fuerte puede quebrar el tronco. Muerto el árbol, el hongo puede seguir alimentándose de sus restos mortales.
Sin embargo, algunos de estos hongos no llegan a matar al árbol. Se limitan a devorar la madera inactiva de su interior (el duramen), pero sin tocar la zona más externa, por donde circula la savia. Por tanto, el árbol sigue viviendo con normalidad:
De hecho, puede que al árbol le venga de perlas que le quiten un peso de encima, en forma de madera muerta inútil. Quizás, incluso, consiga una mayor estabilidad estructural frente a temporales, vendavales… Más aún: esos árboles huecos proporcionan cobijo a multitud de animales (mamíferos, aves…). Sus excrementos contribuirán a fertilizar el suelo en torno al árbol. Y no digamos el incremento de biodiversidad que supone para los ecosistemas forestales…
En los árboles ahuecados por los hongos puede instalarse una gran diversidad de animales del bosque… 🙂 (fuente: mlp.fandom.com).
Así funciona la vida… La colaboración no surge de una especie de pacto sagrado de ayuda mutua, sino de la evolución del parasitismo. La evolución depende de cambios al azar, algunos de los cuales mejoran las perspectivas de supervivencia de los implicados. Por tanto, a lo largo de millones de años, las interrelaciones entre organismos tenderán a hacerse cada vez más eficaces, maravillándonos. Pero no surgieron por arte de magia; simplemente se trata de adaptaciones, como muy bien comprendió Darwin.
Un ejemplo de las peculiares criaturas que pueden instalarse en los troncos de árboles (fuente: amazon.com). 🙂
El "Mundo de los Ángeles" es un Mundo luminoso, al mismo tiempo que sorprendente, inimaginable e incomprensible para la consciencia del ser humano, que no hay que razonar demasiado, sólo lo justo. Busca esa razón "dentro" de tu Corazón y encontrarás las verdaderas respuestas.