Es muy humano creer que somos el centro del cosmos, que cuanto nos rodea debe amoldarse a nuestras expectativas y que todo tiene un propósito último. Por desgracia, conforme aumenta nuestro conocimiento del universo descubrimos que la Tierra es apenas una mota de polvo imperceptible perdida en una de tantas y tantas galaxias. Vivimos en un universo enorme e indiferente, que seguirá funcionando exactamente igual cuando hayamos desaparecido. Sin embargo, nos cuesta resignarnos. Igual que un niño pequeño cuando se niega a ver o escuchar algo que le incomoda, pretendemos que la naturaleza se ajuste a nuestros deseos.
Puesto que la Ciencia es, sin duda, la mejor herramienta a nuestra disposición para averiguar cómo funcionan las cosas, nos enfadamos cuando no nos da las respuestas que queremos. Con tal de no admitir que podemos estar equivocados, tratamos de hacer pasar por Ciencia algo que no lo es, siempre que sirva para confirmar nuestros más arraigados prejuicios. O, en el peor de los casos, mandamos callar a los científicos, esos aguafiestas, para que los malditos datos no dañen nuestros preciosos sentimientos.
Cualquier historiador de la Ciencia podrá citar ejemplos de pseudociencias que fueron adoptadas por líderes políticos o religiosos para justificar sus creencias. Hay casos a lo largo y ancho del espectro ideológico, tanto a babor como a estribor. Algunos son cómicos o simplemente chocantes, mientras que otros han provocado la muerte de millones de personas, desastres ecológicos, miseria y dolor…
Entre lo pintoresco, rozando lo estrambótico, pensemos en ciertos ecopacifistas veganos estrictos que se niegan a aceptar la existencia de animales carnívoros. Mejor dicho, piensan que se trata de algo anormal que debería corregirse, bien sea exterminando a los sanguinarios e insolidarios depredadores, o bien cambiándoles la dieta (mediante Ingeniería Genética o por las bravas). Esta famosa escena de Futurama lo describe a la perfección: 🙂
Por desgracia, otros casos no tienen nada de cómico. Véase el ejemplo del negacionismo por parte de la extrema derecha frente al hecho de que las temperaturas están subiendo año tras año en nuestro planeta. Tenemos que adaptarnos al cambio climático y aprender a convivir con él, pero si ciertos líderes lo niegan y dejan de tomar medidas ahora que aún estamos a tiempo, pues mal vamos…
El siglo XX nos proporciona ejemplos palmarios de doctrinas pseudocientíficas que se hicieron pasar por científicas. Sin ir más lejos, pensemos en lo que ocurrió con la Ciencia alemana durante el nazismo, cuando se negaron a aceptar la teoría de la relatividad y otros aspectos de la nueva Física por el hecho de que Einstein fuera judío. Y de lo que hicieron con la Biología y su uso torticero de la teoría de la evolución, o de la «Cosmología aria», mejor no hablar. Recomendamos la lectura del libro de Eslava Galán Enciclopedia nazi contada para escépticos, tan divertido como triste y desolador a la vez, donde todo esto se explica bastante mejor de lo que podríamos hacerlo aquí.
En esta entrada vamos a centrarnos en uno de los casos de pseudociencia (o de sumisión de la Ciencia a la política, según se mire) que más daño y muertes han causado: el lysenkoísmo. Es ideal para mostrarnos lo que ocurre cuando pretendemos que la naturaleza se ajuste a una ideología concreta. Es algo que todos los biólogos tenemos (o deberíamos tener) siempre presente.
Retrocedamos a la primera mitad del siglo XX, y ubiquémonos en la Unión Soviética en tiempos de Stalin. Después de la Revolución, la agricultura soviética no pasaba por sus mejores momentos. Se había primado a la industria frente al campo, y entre colectivizaciones agrarias forzosas, purgas de kulaks y decisiones poco acertadas, las cosechas iban de capa caída. En cuanto a los campesinos, afirmar que andaban desmotivados sería quedarse cortos. De hecho, muchos preferían que la cosecha se perdiera a entregársela al Gobierno. Para hacerse una idea de cómo se había llegado a aquella situación, volvemos a recomendar otra obra de Eslava Galán, tan amena como sobrecogedora: La revolución rusa contada para escépticos.
En medio de ese panorama desolador apareció la persona menos indicada para arreglarlo: un ingeniero agrónomo llamado Trofim Lysenko (1898-1976). Estuvo en el momento y lugar precisos, y se las apañó para obtener el máximo beneficio personal. Con el respaldo de Stalin, se convirtió en el amo y señor de la Biología y la Agronomía soviéticas. Y pasó lo que tenía que pasar. 😦
Lysenko dijo a las autoridades soviéticas justo lo que querían y necesitaban oír. Un científico «del pueblo», no uno de esos estirados académicos que hacían experimentos en sus laboratorios, había descubierto el modo de mejorar las cosechas, de hacer crecer las plantas en épocas que normalmente no lo hacían, anunciando un futuro más que próspero para la Humanidad (y gloria para la URSS, claro). Además, sus supuestos «descubrimientos» se publicaban en medios populares, no en revistas científicas con revisión por pares y todo eso. Y por si faltaba algo, sus teorías se adaptaban a la visión marxista (o a lo que entendían por marxismo) en la URSS. Pero vayamos por partes…
Sin entrar en detalles para no cansarte, amigo lector, Lysenko se dedicó a someter a diversas variedades de trigo (y otras plantas) a cruzamientos varios, y luego a someterlas a tratamientos de frío (que él denominaba vernalización), humedad… Así, pretendía obtener más y mejores cosechas por año, sembrando los cultivos incluso en épocas que no eran las idóneas. Sin entrar a discutir las bondades de la vernalización, que algunas tiene, el problema era que Lysenko creía que esas modificaciones, esas «mejoras» eran heredables. Sus teorías sobre la herencia de los caracteres adquiridos recordaban al lamarckismo, así como a los trabajos de Iván Michurin (1855-1935), otro autodidacta que renegaba de las teorías de Mendel y los genetistas.
Puede afirmarse que se juntó el hambre con las ganas de comer. Lysenko, que no andaba muy fuerte en Matemáticas, despreciaba la teoría de los genes como transmisores de la herencia. Las teorías de Lysenko, además, casaban perfectamente con la ideología soviética. Los genes no importaban; en cambio, el ambiente lo era todo. Las plantas podían ser modificadas manipulándolas, igual que los hombres podían ser educados en el comunismo, y esos cambios se transmitirían a su descendencia. Todo muy bonito, muy épico.
Por supuesto, Lysenko no aceptaba crítica alguna. Pobre del que le llevara la contraria; con el apoyo de Stalin se convirtió en el peor de los déspotas. Las ideas de Mendel, de los genetistas, incluso el darwinismo, fueron tildados de idealistas, de pseudociencia burguesa, de ideología contrarrevolucionaria. Muchos científicos soviéticos que opinaban que lo de Lysenko era poco más que palabrería fueron encarcelados, e incluso condenados a muerte. El gran botánico Nikolái Vavílov, uno de los mejores biólogos de su época, acabó muriendo de hambre en la cárcel, en 1943. Como cabía esperar, Lysenko hizo limpieza de todos aquellos que no le daban la razón. La Biología soviética, una de las más avanzadas del mundo, retrocedió de golpe varias décadas. A las ciencias agrarias tampoco les iría mucho mejor.
Además de odiar la Genética, Lysenko cometió otro grave error, fruto de su ideología. Estaba convencido de que las plantas de la misma «clase» no competirían entre ellas, sino que colaborarían todas a una, como la clase obrera. En serio. 🙂 Por eso propuso a los agricultores que sembraran las plantas muy juntas, en marcos de plantación densos. Las plantas, de ese modo, se apoyarían entre sí, defendiéndose contra las plagas, incrementando el rendimiento de las cosechas…
Por desgracia, a la naturaleza le importan un rábano nuestras ideas políticas. Las plantas no se comportaron como el ideal Homo sovieticus, cantando a coro La Internacional mientras gritaban consignas contra el gorgojo capitalista o el pulgón opresor. Apretujadas unas contra otras, sembradas a veces en condiciones que no eran las óptimas, lucharon desesperadamente por arrebatar a sus competidoras cada átomo de nutrientes, cada molécula de agua, cada fotón de luz.
El resultado final fue catastrófico. El desprecio hacia cualquier sólida teoría científica que no se adecuara al lysenkoísmo condujo a pérdidas en las cosechas y a hambrunas que causaron millones de muertos. Y la cosa no se quedó en la URSS. Hubo países, como China, que adoptaron los métodos de Lysenko incluso después de que este fuera desacreditado en su país. Lo pagaron millones de personas, que murieron de hambre.
Dicen que no hay mal que cien años dure, ni cuerpo que lo soporte. Tras la muerte de Stalin en 1953, se inició un proceso de desestalinización que permitió a los pobres científicos asomar la cabecita, como los caracoles después de la lluvia, y empezar a criticar el lysenkoísmo. Finalmente, Lysenko fue desacreditado y apartado de sus cargos (aunque siguió cobrando un sueldo y viviendo sin apreturas hasta el día de su muerte). Su despótico reinado sobre la Biología y la Agronomía soviéticas había terminado, pero esas disciplinas tardarían mucho en recuperarse, si es que alguna vez lo lograron.
Otros países que sí tuvieron en cuenta los principios de la Genética y el manejo de las cosechas obtuvieron variedades de cereales de mayor rendimiento, crecimiento rápido y resistencia a las enfermedades. Pero esa es otra historia. La nuestra acaba aquí, y resultaría incluso divertida si no fuera porque millones de inocentes, desde humildes campesinos hasta acreditados científicos, murieron de forma horrible por esa manía tan nuestra de creer que a la naturaleza le importan algo las ideologías y las expectativas humanas.
Ojalá aprendamos de los errores cometidos por quienes nos precedieron.