Evolución, ciencia y ficción

Sin duda, amigo internauta, te habrás topado muchas veces con expresiones al estilo de: «El hombre desciende del mono», «Los mamíferos son más evolucionados que los reptiles», «La supervivencia del más apto», «En la sociedad sólo prevalecen los más fuertes, como dijo Darwin», etc. Estas sentencias, clichés más bien, forman parte de nuestra cultura. Las asumimos como lo más natural del mundo, pero no siempre fue así. Ni lo es actualmente, ya que mucha gente reniega de todo aquello que huela a darwinismo.

1859 es una fecha clave para la cultura occidental. En ese año se publicó la primera edición de El origen de las especies, la obra más conocida del naturalista inglés Charles Darwin. Hoy es difícil hacerse una idea cabal de la convulsión que supuso ese libro para la Ciencia, la Filosofía o la Religión de la época. En verdad, el Origen fue (y es) un torpedo directo a la línea de flotación de ciertos valores considerados sagrados por el pensamiento judeocristiano. No obstante, muchas personas lograron compatibilizar su fe religiosa con la aceptación de las tesis darwinistas. Quizá esto se deba a que no alcanzaron a comprender sus implicaciones más profundas.

La teoría de la evolución, tal como fue concebida por Darwin (e interpretada y modificada por sus seguidores) proporcionó una visión novedosa, radicalmente distinta, del origen de las especies y del propio ser humano. De ser el culmen de la Creación, el hombre pasó a considerarse como otro animal más, emparentado con los viles simios. Este golpe al orgullo humano ha sido comparado en ocasiones con el que propinó Copérnico siglos atrás, al proponer que la Tierra no era el centro del universo. Pero las consecuencias del darwinismo son mucho más serias. Por primera vez, alguien sugería un modo coherente de explicar la complejidad de la naturaleza en el que Dios era prescindible. Las controversias y discusiones que han tenido lugar desde 1859 han enriquecido nuestro acervo cultural, a la vez que nos han abierto nuevos horizontes de pensamiento e investigación. Desde entonces, la Biología no ha sido la misma. El mundo vivo cobra sentido a la luz de la evolución.

El darwinismo o, mejor dicho, el pensamiento evolucionista, ha invadido otras áreas del saber más allá de la Biología con éxito dispar. En ocasiones se ha empleado como una excusa aureolada de rigor científico para justificar atrocidades tales como la eugenesia o el recorte de ayudas sociales a los desfavorecidos. El llamado darwinismo social pretendía demostrar que las desigualdades entre razas o clases tenían un origen biológico. En tal caso, ¿para qué molestarse en dedicar tiempo y recursos, si la supervivencia del más apto era una ley natural? ¿Inspiró realmente el darwinismo a los nazis? ¿Y a los comunistas? ¿Cuántas personas sufrieron o murieron por culpa de estas teorías?

La Literatura, por supuesto, también ha recogido el guante de la evolución. Por sus especiales características, la ciencia ficción incluye novelas y cuentos donde la evolución es el eje central de la trama: culturas «más o menos evolucionadas» que otras, evolución en entornos alienígenas, regresiones evolutivas… Por desgracia, lo que aparece en muchas de estas obras demuestra que los autores no han aprehendido la peligrosa idea de Darwin (como la calificó Daniel Dennett).

Y es que, en suma, el darwinismo y otras teorías evolutivas no han sido adecuadamente entendidas por la gente. Abundan las ideas falsas y frivolidades al respecto. Con la evolución pasa como con la Ecología: es una palabra que se aplica a cualquier cosa, en muchas ocasiones sin demasiado fuste ni conocimiento de causa. Por eso, queremos aportar nuestro granito de arena a la divulgación de un tema tan importante, con múltiples implicaciones sociales y culturales.

En próximas entradas iremos tratando diversos aspectos de la teoría evolutiva y sus conexiones con la sociedad, la literatura, etc. Confiamos, amigo internauta, en que sean de tu agrado e interés.

La marca mínima

A veces queremos escribir un relato fantástico cuya acción transcurre en un mundo muy diferente al nuestro. Entonces existe el problema del entorno. Ya sea de fantasía o ciencia ficción, el relato transcurre en un tiempo o lugar muy diferente al que conocemos. Nuestra idea puede ser mostrar un solo aspecto, un detalle del mismo que es la esencia del relato. Para darle forma podemos vernos obligados a perdernos en detalles descriptivos sobre lo que diferencia el entorno del relato de nuestro propio mundo. Ese detallismo puede hacer que la idea original, sencilla pero eficaz, se vea alargada, estirando el tiempo narrativo más de lo deseable.

La solución es lo que se suele llamar la marca mínima. La idea es dejar que ese mundo obedezca a las mismas reglas que el nuestro en todo, salvo en lo que la idea le obliga a ser diferente. Así no tenemos que describir una biología, unas costumbres, un idioma diferentes… Basta con dejar el mayor parecido posible para que nos centremos en explicar bien la esencia de nuestra historia, sin perdernos en los detalles.

Se trata pues de una economía de medios. La ciencia ficción ha empleado mucho este recurso en las series de televisión: recordemos a nuestros esforzados exploradores de la galaxia hallando cada semana una nueva civilización… con la cual entablan contacto enseguida pues hablan el mismo idioma, usan los mismos medios de comunicación y sus costumbres son idénticas en todo, salvo en aquello que, expresamente, queremos destacar como diferente. Desde luego esto permite un gran ahorro en tiempo y medios para rodar una serie de televisión. También economiza al espectador, lector en el caso de un relato, todas las largas explicaciones sobre cómo logran descifrar el idioma y todo lo demás.

Caso aparte son los mundos creados precisamente para poder disfrutar de toda una amplia gama de diferencias, de multitud de situaciones y ambientes distintos. Desde El Señor de los Anillos a La guerra de las galaxias, pasando por numerosos autores que han creado magistralmente sociedades diferentes para extasiarnos con sus detalles, como Jack Vance en su serie de La Tierra moribunda.

En estos mundos, completos y maravillosos, sí vale la pena extenderse. Si queremos en cambio centrarnos en una sola idea, economicemos medios, contemos sólo lo imprescindible; Allan Poe nos enseñó que un cuento es mucho mejor si se centra en una idea concisa y bien explicada. No llenemos de paja los relatos y sepamos distinguir cuándo es menester una ambientación extensa y diligente, y cuándo basta con resaltar lo imprescindible.

Drácula, Lombroso y prejuicios

En este mundo que nos ha tocado vivir hay notables diferencias entre personas y colectivos: ricos y pobres, listos y menos espabilados, poderosos y débiles, emprendedores y fatalistas, dominantes y sumisos, respetuosos de la ley y criminales… Desde tiempo inmemorial, los seres humanos hemos tratado de explicar tal diversidad. ¿Se debe a que unas personas son mejores que otras? O las desigualdades ¿son fruto del devenir histórico, del tipo de sociedades que hemos forjado a lo largo de milenios? Expresado de otro modo: ¿somos distintos porque así lo dicta nuestra herencia genética, nuestra naturaleza, o es el ambiente el que nos moldea?

Como es lógico, la primera respuesta (las desigualdades sociales y de otro tipo se explican por la herencia) ha sido y es la preferida de los que mandan, de los que quieren conservar sus privilegios. Para ellos, ¿qué sentido tendría diseñar políticas que busquen la igualdad, que ofrezcan oportunidades a los más desfavorecidos? Si la habilidad, la inteligencia o la capacidad emprendedora se heredan, ¿para qué molestarse en ayudar a los que, por nacimiento, son incapaces de dar más de sí? Sería tirar el dinero, ¿verdad? Por tanto, mejor dejar las cosas como están. Los ricos mandan sobre los pobres, los hombres sobre las mujeres y la raza blanca sobre las «inferiores», porque así lo impone la naturaleza. Darwinismo social puro y duro.

A Darwin, que era un tipo bastante decente, le repugnaba el darwinismo social. Aplicar las teorías que explican la formación de especies a la sociedad humana le parecía un desatino. Pero qué se le va a hacer; en las sociedades occidentales, durante el siglo XIX y buena parte del XX, predominaba la idea de que las diferencias entre personas y sociedades se debían a factores innatos. La posibilidad de que las desigualdades se pudieran corregir mediante políticas sociales y educativas sonaba a propaganda revolucionaria, de izquierdas. A los que querían arreglar las cosas se les calificaba de ignorantes bienintencionados, como mínimo: los muy insensatos iban contra las «leyes de la naturaleza». Para demostrarlo, se recurrió a la ciencia, la herramienta más poderosa que poseemos para tratar de entender el mundo que nos rodea.

Fijémonos en un aspecto concreto. Los criminales, ¿nacen o se hacen? ¿Se pueden evitar muchos delitos a base de educación y medidas políticas para disminuir las desigualdades? O ¿hay gente mala de nacimiento, y el único remedio es encerrarla o ajusticiarla? Los partidarios de esta última hipótesis buscaron un respaldo científico (o, al menos, que sonase a científico), y vaya que si lo hallaron…

Cesare Lombroso (fuente: commons.wikimedia.org)

 

Cesare Lombroso (1835-1909) fue un médico italiano que alcanzó gran fama como criminólogo. Para él, existía el criminal nato: las tendencias antisociales tienen origen genético. De acuerdo, puede haber alguna influencia ambiental, pero los criminales lo son, en buena medida, porque nacen así. Se trata de una hipótesis evolucionista del carácter biológico de la conducta criminal. Reproducimos esta cita suya, copiada de la Wikipedia:

«En realidad, para los criminales natos adultos no hay muchos remedios: es necesario o bien secuestrarlos para siempre, en los casos de los incorregibles, o suprimirlos, cuando su incorregibilidad los torna demasiado peligrosos.»

No entraremos aquí en sus discusiones con jueces y abogados, sobre si los asesinos natos son inimputables y lo que habría que hacer con ellos. Nos interesa lo que Lombroso proponía para reconocer a los criminales natos y, por tanto, poder actuar sobre ellos antes de que cometieran algún crimen. Según él, había ciertos rasgos físicos que permitían identificar a los criminales: forma de las orejas, de la barbilla, del cráneo… O sea, que si tu fisionomía presentaba ciertos rasgos, sería mejor encerrarte para que no delinquieras. Según su interpretación de la biología evolutiva (que revolvería las tripas al pobre Darwin), tales características se debían a atavismos, a regresiones evolutivas. En el fondo, los criminales natos eran como niños, esclavos de sus pasiones, que prevalecían sobre el intelecto.

Retratos de criminales en el libro «L’uomo delinquente» de C. Lombroso (fuente: commons.wikimedia.org)

 

Para qué engañarnos, a las teorías de Lombroso no hay por dónde agarrarlas. Su metodología científica era manifiestamente mejorable, como se diría en lenguaje políticamente correcto. Relaciones causa-efecto traídas por los pelos, establecimiento de teorías a partir de unas pocas observaciones que corroboraban los prejuicios imperantes… Por ejemplo, si los criminales presentaban rasgos atávicos simiescos, eso implicaba que los animales tenían una inclinación natural hacia el crimen. Si los animales eran buenos, la teoría de Lombroso se caía, así que se puso a buscar ejemplos de criminalidad en los animales y en las «razas inferiores» (negros, gitanos, etc.). Por supuesto, rebuscando y rebuscando los encontró; el mundo real siempre se ajusta a nuestros prejuicios. 😦

Hoy, las ideas de Lombroso están desacreditadas. Sus ejemplos llegan en ocasiones a ser hilarantes. Sin embargo, en su época cayeron en terreno abonado, y fueron tomadas en serio durante bastantes años. De hecho, cualquier persona culta las conocía y, dado el prestigio de la ciencia, las aceptaba.

Y eso nos lleva a Drácula. El de verdad, el de Bram Stoker. 🙂

Para las referencias, utilizaremos una edición del libro de dominio público.

Stoker conocía las teorías de Lombroso, y las refleja perfectamente en su descripción de Drácula. Por ejemplo, en la pág.10 Harker describe al conde, el cual posee la fisionomía típica del hombre delincuente de Lombroso: orejas puntiagudas (un atavismo considerado simiesco), cejas muy espesas y que casi se tocaban sobre la nariz, la forma de ésta… Más aún, en la pág. 206 Mina dice:

«En los criminales existe esa peculiaridad. Es tan constante en todos los países y los tiempos, que incluso la policía, que no sabe gran cosa de filosofía, llega a conocerlo empíricamente, que existe. El criminal siempre trabaja en un crimen…, ese es el verdadero criminal, que parece estar predestinado para ese crimen y que no desea cometer ningún otro. Ese criminal no tiene un cerebro completo de hombre. Es inteligente, hábil, y está lleno de recursos, pero no tiene un cerebro de adulto. Cuando mucho, tiene un cerebro infantil. Ahora, este criminal que nos ocupa, está también predestinado para el crimen; él, también tiene un cerebro infantil y es infantil el hacer lo que ha hecho. Los pajaritos, los peces pequeños, los animalitos, no aprenden por principio sino empíricamente, y cuando aprenden cómo hacer algo, ese conocimiento les sirve de base para hacer algo más, partiendo de él. […] El conde es un criminal y del tipo criminal. Nordau y Lombroso lo clasificarían así y, como criminal, tiene un cerebro imperfectamente formado. Así, cuando se encuentra en dificultades, debe refugiarse en los hábitos. […] Entonces, como es criminal, es egoísta; y puesto que su intelecto es pequeño y sus actos están basados en el egoísmo, se limita a un fin. Ese propósito carece de remordimientos. […]»

Por supuesto, no todos los escritores aceptaban las ideas de Lombroso y otros partidarios del atavismo como explicación de la criminalidad. Tolstói, que conocía estas teorías, lo dudaba seriamente. Téngase en cuenta que, en aquella época, el abismo entre ciencias y humanidades era menor que ahora, y las personas cultas estaban muy al tanto de las discusiones científicas… y solían tomar partido. Para comprender la obra de muchos autores decimonónicos, es necesario conocer qué se cocía por aquel entonces en la ciencia.

Para saber más sobre el tema, recomendamos el excelente libro de Stephen J. Gould: La falsa medida del hombre (a ser posible, la 2ª edición, revisada).

 

Nueva novela: «Oriente y Occidente»

Nuestra novela histórica «Oriente y Occidente» ya está disponible en Amazon (Edición Kindle).

ori_occHe aquí una sinopsis:

Año de Nuestro Señor de 1191. En Tierra Santa ha comenzado la Tercera Cruzada. Ricardo Corazón de León trata de arrebatar la ciudad santa de Jerusalén al sultán Saladino.

El joven Marc d’Artois, hijo de un caballero cristiano pero educado en Egipto, debe unirse al ejército cruzado. Tras sobrevivir a la batalla de Arsuf, descubre que su padre ha desaparecido cuando investigaba una conjura para matar al rey Ricardo. Éste le explica que necesita hombres que puedan hacerse pasar por musulmanes para poder espiar en territorio enemigo. Marc es el candidato ideal para llevar a cabo esa misión.

El padre de Marc es hallado agonizando y presa de la locura cerca del Krak de los Caballeros. No puede dar detalles de lo ocurrido, pero sí unas advertencias siniestras, que nada aclaran salvo una cosa: había estado en contacto con un amigo suyo, un rico mercader de Damasco. Marc decide seguir los pasos de su padre, y jura que hará justicia con los responsables de su atroz muerte.

Sin embargo, Marc no es tan buen espía como cree, y es capturado por los hombres de Saladino. Pronto descubrirá que no sólo hay una conjura para matar al rey Ricardo, sino también para acabar con el sultán. Deberá formar equipo con los hombres de confianza de Saladino, y seguirán pistas confusas, que hablan de mercaderes, alquimistas y un grupo de conspiradores desconocidos, de Damasco hasta Bagdad, Basora… Sin embargo, alguien se les adelanta siempre, matando a los alquimistas de una forma horrible, inhumana. Y no sólo eso: sabe quiénes son Marc y sus compañeros, y está decidido a acabar con ellos.

Entre Marc y los hombres de Saladino se forja una auténtica amistad, fruto de la aventura que viven en común para salvar a sus respectivos monarcas. Marc, además, se enamora de la hija del mercader cuya caravana les sirve de tapadera. Por desgracia para él, la tragedia y la muerte le acechan. Sin poderlo evitar, para salvar a dos reyes y castigar a los asesinos de su padre tendrá que entrar en un lugar que hasta los más valientes temen: el territorio de los asesinos. Y deberá hacerlo solo.

El porqué de un fraude

Como cualquier actividad humana y pese a todas las precauciones, la ciencia también es víctima de errores y fraudes. Uno de los más conocidos es el del  HOMBRE DE PILTDOWN. Sobre él se han vertido ríos de tinta y, en verdad, parece una historia de intriga policiaca.

Sterkfontein Piltdown man

Reconstrucción del cráneo del hombre de Piltdown (imagen: commons.wikimedia.org)

Sin entrar en detalles, los primeros restos de este supuesto antepasado nuestro (al que se le otorgó el nombre científico de Eoanthropus dawsonii) se descubrieron en Inglaterra en 1912. Los paleontólogos ingleses estaban de enhorabuena. Lo que parecía el famoso «eslabón perdido» de la evolución humana había sido hallado, por fin. Durante décadas, el hombre de Piltdown se aceptó sin demasiadas objeciones por buena parte de la comunidad científica. No obstante, otros paleontólogos pensaban que había algo raro en este fósil, e incluso llegaron a manifestarlo públicamente.

Más aún: en otras partes del mundo se fueron hallando fósiles que dejaban al hombre de Piltdown como una anomalía. Por ejemplo, en Sudáfrica se descubrió en 1924 el llamado «niño de Taung» (Australopithecus africanus), más antiguo y con un aspecto muy distinto. Cuando publicó este hallazgo, Raymond Dart señaló que el niño de Taung mostraba la transición entre simios y humanos. Los paleoantropólogos británicos no aceptaron esta conclusión. Ellos tenían al hombre de Piltdown, que parecía un candidato más idóneo. Y, salvo por unos pocos científicos, el  niño de Taung quedó excluido de nuestro árbol genealógico. Hasta que al final, claro, la verdad se abrió paso.

Sterkfontein Taung child

Cráneo del niño de Taung (imagen: commons.wikimedia.org)

Pero el fraude del hombre de Piltdown persistió hasta 1953, nada menos, y eso que era bastante burdo: un cráneo humano con una mandíbula de orangután, manipulados para que encajaran y parecieran más antiguos de lo que eran. En cuanto permitieron estudiar los fósiles a científicos independientes, se vio que aquello era una auténtica chapuza. Aquí no entraremos en elucubraciones sobre quién o quiénes fueron los culpables o sus cómplices (se han llegado a señalar, con mayor o menor fundamento, a personajes tan notables como el padre Theilard de Chardin o el escritor Arthur Conan Doyle). La pregunta del millón es otra:

¿Por qué costó tanto aceptar un fósil auténtico como el de Taung, y se mantuvo durante todo ese tiempo el fraude de Piltdown?

Pues porque validaba prejuicios muy arraigados y satisfacía ciertos anhelos.

Ante todo, era un fósil inglés (y los paleontólogos ingleses estaban hartos de que otros países tuvieran un registro fósil más completo que el suyo). El hombre de Piltdown era motivo de orgullo patrio. En cambio, el niño de Taung venía de África, donde, según la mentalidad de la época, sólo había razas inferiores o atrasadas. Todo el mundo «sabía» que la Humanidad tuvo que originarse en Eurasia, cuna de las «razas superiores» (o sea, la blanca) y de la civilización. Bueno, seamos justos: lo de «todo el mundo» no es cierto. En el siglo XIX, Darwin creía que la cuna del género humano era África, más que nada porque allí habitan chimpancés y gorilas, los primates más similares a nosotros. Pero una suposición tan sensata como ésa se enfrentó al eurocentrismo reinante. ¿Cómo podían proceder nuestros ancestros de un continente tan atrasado como África?

Además, el hombre de Piltdown se ajustaba a otro prejuicio de los paleontólogos de entonces: poseía un gran cerebro y mandíbula simiesca. Por tanto, el cerebro era el motor de la evolución humana, lo primero que se desarrolló para separarnos de otros primates. Sin embargo, conforme se han ido descubriendo más fósiles, esta idea no se sostiene. El género Homo desciende de alguna especie de australopiteco, y el motor de su evolución, al menos al principio, no fue la posesión de un cerebro grande. Somos lo que somos gracias al desarrollo de la postura bípeda (que liberó en gran medida a nuestras manos) y el cambio de dieta (la carne se puede asimilar con un tubo digestivo más corto que el de un herbívoro; por tanto, el cuerpo puede desviar energía para fabricar cerebro en vez de barriga). El aumento de tamaño craneal vino después. Nuestros primeros antepasados se parecerían más a un chimpancé bípedo que a un mono cabezón. 🙂

En suma: los científicos son humanos, y en ocasiones usan los descubrimientos para confirmar y validar sus prejuicios. Por fortuna, la Ciencia posee mecanismos correctores y, tarde o temprano, los fraudes y errores acaban cayendo.