En este mundo que nos ha tocado vivir hay notables diferencias entre personas y colectivos: ricos y pobres, listos y menos espabilados, poderosos y débiles, emprendedores y fatalistas, dominantes y sumisos, respetuosos de la ley y criminales… Desde tiempo inmemorial, los seres humanos hemos tratado de explicar tal diversidad. ¿Se debe a que unas personas son mejores que otras? O las desigualdades ¿son fruto del devenir histórico, del tipo de sociedades que hemos forjado a lo largo de milenios? Expresado de otro modo: ¿somos distintos porque así lo dicta nuestra herencia genética, nuestra naturaleza, o es el ambiente el que nos moldea?
Como es lógico, la primera respuesta (las desigualdades sociales y de otro tipo se explican por la herencia) ha sido y es la preferida de los que mandan, de los que quieren conservar sus privilegios. Para ellos, ¿qué sentido tendría diseñar políticas que busquen la igualdad, que ofrezcan oportunidades a los más desfavorecidos? Si la habilidad, la inteligencia o la capacidad emprendedora se heredan, ¿para qué molestarse en ayudar a los que, por nacimiento, son incapaces de dar más de sí? Sería tirar el dinero, ¿verdad? Por tanto, mejor dejar las cosas como están. Los ricos mandan sobre los pobres, los hombres sobre las mujeres y la raza blanca sobre las «inferiores», porque así lo impone la naturaleza. Darwinismo social puro y duro.
A Darwin, que era un tipo bastante decente, le repugnaba el darwinismo social. Aplicar las teorías que explican la formación de especies a la sociedad humana le parecía un desatino. Pero qué se le va a hacer; en las sociedades occidentales, durante el siglo XIX y buena parte del XX, predominaba la idea de que las diferencias entre personas y sociedades se debían a factores innatos. La posibilidad de que las desigualdades se pudieran corregir mediante políticas sociales y educativas sonaba a propaganda revolucionaria, de izquierdas. A los que querían arreglar las cosas se les calificaba de ignorantes bienintencionados, como mínimo: los muy insensatos iban contra las «leyes de la naturaleza». Para demostrarlo, se recurrió a la ciencia, la herramienta más poderosa que poseemos para tratar de entender el mundo que nos rodea.
Fijémonos en un aspecto concreto. Los criminales, ¿nacen o se hacen? ¿Se pueden evitar muchos delitos a base de educación y medidas políticas para disminuir las desigualdades? O ¿hay gente mala de nacimiento, y el único remedio es encerrarla o ajusticiarla? Los partidarios de esta última hipótesis buscaron un respaldo científico (o, al menos, que sonase a científico), y vaya que si lo hallaron…
Cesare Lombroso (fuente: commons.wikimedia.org)
Cesare Lombroso (1835-1909) fue un médico italiano que alcanzó gran fama como criminólogo. Para él, existía el criminal nato: las tendencias antisociales tienen origen genético. De acuerdo, puede haber alguna influencia ambiental, pero los criminales lo son, en buena medida, porque nacen así. Se trata de una hipótesis evolucionista del carácter biológico de la conducta criminal. Reproducimos esta cita suya, copiada de la Wikipedia:
«En realidad, para los criminales natos adultos no hay muchos remedios: es necesario o bien secuestrarlos para siempre, en los casos de los incorregibles, o suprimirlos, cuando su incorregibilidad los torna demasiado peligrosos.»
No entraremos aquí en sus discusiones con jueces y abogados, sobre si los asesinos natos son inimputables y lo que habría que hacer con ellos. Nos interesa lo que Lombroso proponía para reconocer a los criminales natos y, por tanto, poder actuar sobre ellos antes de que cometieran algún crimen. Según él, había ciertos rasgos físicos que permitían identificar a los criminales: forma de las orejas, de la barbilla, del cráneo… O sea, que si tu fisionomía presentaba ciertos rasgos, sería mejor encerrarte para que no delinquieras. Según su interpretación de la biología evolutiva (que revolvería las tripas al pobre Darwin), tales características se debían a atavismos, a regresiones evolutivas. En el fondo, los criminales natos eran como niños, esclavos de sus pasiones, que prevalecían sobre el intelecto.
Retratos de criminales en el libro «L’uomo delinquente» de C. Lombroso (fuente: commons.wikimedia.org)
Para qué engañarnos, a las teorías de Lombroso no hay por dónde agarrarlas. Su metodología científica era manifiestamente mejorable, como se diría en lenguaje políticamente correcto. Relaciones causa-efecto traídas por los pelos, establecimiento de teorías a partir de unas pocas observaciones que corroboraban los prejuicios imperantes… Por ejemplo, si los criminales presentaban rasgos atávicos simiescos, eso implicaba que los animales tenían una inclinación natural hacia el crimen. Si los animales eran buenos, la teoría de Lombroso se caía, así que se puso a buscar ejemplos de criminalidad en los animales y en las «razas inferiores» (negros, gitanos, etc.). Por supuesto, rebuscando y rebuscando los encontró; el mundo real siempre se ajusta a nuestros prejuicios. 😦
Hoy, las ideas de Lombroso están desacreditadas. Sus ejemplos llegan en ocasiones a ser hilarantes. Sin embargo, en su época cayeron en terreno abonado, y fueron tomadas en serio durante bastantes años. De hecho, cualquier persona culta las conocía y, dado el prestigio de la ciencia, las aceptaba.
Y eso nos lleva a Drácula. El de verdad, el de Bram Stoker. 🙂
Para las referencias, utilizaremos una edición del libro de dominio público.
Stoker conocía las teorías de Lombroso, y las refleja perfectamente en su descripción de Drácula. Por ejemplo, en la pág.10 Harker describe al conde, el cual posee la fisionomía típica del hombre delincuente de Lombroso: orejas puntiagudas (un atavismo considerado simiesco), cejas muy espesas y que casi se tocaban sobre la nariz, la forma de ésta… Más aún, en la pág. 206 Mina dice:
«En los criminales existe esa peculiaridad. Es tan constante en todos los países y los tiempos, que incluso la policía, que no sabe gran cosa de filosofía, llega a conocerlo empíricamente, que existe. El criminal siempre trabaja en un crimen…, ese es el verdadero criminal, que parece estar predestinado para ese crimen y que no desea cometer ningún otro. Ese criminal no tiene un cerebro completo de hombre. Es inteligente, hábil, y está lleno de recursos, pero no tiene un cerebro de adulto. Cuando mucho, tiene un cerebro infantil. Ahora, este criminal que nos ocupa, está también predestinado para el crimen; él, también tiene un cerebro infantil y es infantil el hacer lo que ha hecho. Los pajaritos, los peces pequeños, los animalitos, no aprenden por principio sino empíricamente, y cuando aprenden cómo hacer algo, ese conocimiento les sirve de base para hacer algo más, partiendo de él. […] El conde es un criminal y del tipo criminal. Nordau y Lombroso lo clasificarían así y, como criminal, tiene un cerebro imperfectamente formado. Así, cuando se encuentra en dificultades, debe refugiarse en los hábitos. […] Entonces, como es criminal, es egoísta; y puesto que su intelecto es pequeño y sus actos están basados en el egoísmo, se limita a un fin. Ese propósito carece de remordimientos. […]»
Por supuesto, no todos los escritores aceptaban las ideas de Lombroso y otros partidarios del atavismo como explicación de la criminalidad. Tolstói, que conocía estas teorías, lo dudaba seriamente. Téngase en cuenta que, en aquella época, el abismo entre ciencias y humanidades era menor que ahora, y las personas cultas estaban muy al tanto de las discusiones científicas… y solían tomar partido. Para comprender la obra de muchos autores decimonónicos, es necesario conocer qué se cocía por aquel entonces en la ciencia.
Para saber más sobre el tema, recomendamos el excelente libro de Stephen J. Gould: La falsa medida del hombre (a ser posible, la 2ª edición, revisada).