Lo que no mata, engorda

Es bien sabido que el exceso de radiación puede dañarnos o matarnos. Unos seres vivos resisten la radiactividad mejor que otros, pero en altas dosis deja a nuestro ADN hecho unos zorros, con fatales consecuencias para la salud.

No obstante, existen microbios con una capacidad de aguante asombrosa. Así, las geobacterias (género Geobacter) pueden oxidar metales radiactivos como el uranio. Los iones de uranio se convierten en aceptores finales de electrones, pasando de solubles a insolubles. Por eso, estas bacterias pueden servir para limpiar de uranio los acuíferos contaminados.

Dejemos las geobacterias para otra ocasión, y tratemos de justificar el título de la entrada. Hay hongos que no sólo son capaces de aguantar niveles de radiactividad que freirían a otros seres vivos, sino que se alimentan de ella. En pocas palabras, pueden usar la radiación gamma como fuente de energía, igual que las plantas aprovechan la luz solar.

Retrocedamos hasta 1986. Aquel fatídico 26 de abril, en la desdichada central nuclear de Chernóbil voló la tapa del reactor nº 4, provocando el mayor accidente nuclear de la historia. No volveremos a relatar lo sucedido, pues en Internet puede encontrarse información de sobra al respecto. Años después, en 1991, los científicos se percataron de que unos mohos negros crecían en lo que quedaba del reactor nº 4.

Ya en el laboratorio, se comprobó que había hongos que medraban mejor con unos niveles de radiactividad 500 veces superiores a los normales. En concreto se estudiaron 3 especies: Cladosporium sphaerospermum (un moho que crece por doquier y que come cualquier cosa), Exophiala dermatitidis (otro hongo capaz de alimentarse de lo más diverso) y Cryptococcus neoformans (una levadura que puede provocar criptococosis en seres humanos).

Moho del género Cladosporium. Podría decirse que estos hongos son el equivalente a una mala hierba.

Desde luego, hay numerosos organismos extremófilos, capaces de vivir en ambientes extremos. También es bien sabido que existen hongos capaces de alimentarse de las cosas más insospechadas, pero en el caso que nos ocupa se han superado. 🙂 Estos hongos no crecen a pesar de la radiactividad, sino gracias a ella. La radiación gamma les da fuerza, los nutre. Por eso han sido bautizados como hongos radiotróficos: los que se alimentan de radiación.

La clave de su éxito radica en la molécula que les otorga su típico color oscuro: la melanina. En efecto, amigo lector: esa sustancia que nos permite broncearnos cuando tomamos el sol. Muchos seres vivos la producimos, y nos protege de la luz ultravioleta. En el caso de estos mohos negruzcos, la melanina no sólo evita que la radiación gamma los aniquile. De algún modo que aún no queda claro, consigue convertir los rayos gamma en energía química, al igual que la clorofila permite hacer lo mismo con la luz solar en el caso de las plantas. Y con esa energía crecen y se multiplican.

Los hongos nunca dejarán de sorprendernos; palabra de micólogo. 🙂

Esta capacidad de aguantar dosis tremendas de radiación también puede tener aplicaciones prácticas. Como curiosidad, entre 2018 y 2019 se realizó un experimento en la Estación Espacial Internacional para evaluar si estos hongos radiotróficos (en concreto, C. sphaerospermum) podrían emplearse como protección contra la radiación en el espacio. Aquí puede consultarse el artículo. Parece que la cosa promete. 🙂

Quién sabe si en las futuras colonias marcianas estos mohos podrían usarse como escudos antirradiación. Me temo que no podremos evitar que los hongos nos acompañen en la posible colonización del planeta rojo. Ojalá que lo hagan como amigos, y no como los de esta novela: 😀

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