Los duendes y el principio de autoridad

Es probable, amigo lector, que alguna vez hayan perturbado el sosiego de tu hogar unas esquivas criaturas, los duendes. Desde tiempo inmemorial se han dedicado a incordiar a la gente, golpeando paredes y techos, haciendo ruidos diversos o arrojando piedrecillas. Antiguamente les gustaba jugar a los naipes, trenzar las crines de los caballos… Hoy es más habitual que abran y cierren puertas o trasteen con los interruptores de la luz. En el fondo, se trata de travesuras inofensivas. Es bien sabido que los duendes se llevan bien con los niños, quienes incluso llegan a verlos a veces. Son más habituales en las casas deshabitadas, pues el ruido y la actividad humana les molestan, e incluso pueden ahuyentarlos o acabar con ellos.

Si echamos un vistazo a la Wikipedia, comprobamos que hay muchas criaturas sobrenaturales en distintos países que cabrían dentro de la acepción de duende (poltergeist, leprechaun, goblin, trasgo, gnomo, domovói, elfo…). Algunos son más maliciosos que otros, rozando incluso lo siniestro. Aquí nos ceñiremos al típico duende de la tradición castellana, más molesto que otra cosa.

Muchos han intentado averiguar la naturaleza duendina, mayormente seguidores de las pseudociencias. Si abordamos el tema con un prudente escepticismo, es probable que los actos atribuidos a duendes tengan explicaciones naturales, sin necesidad de recurrir a entes fantásticos. No obstante, echaremos un vistazo a la obra de alguien que se tomó a los duendes muy en serio y escribió un libro sobre ellos. Aparte de lo curioso que resulta, también nos servirá para ilustrar las diferencias entre su forma de tratar el asunto y la actitud científica; sobre todo, en lo concerniente al principio de autoridad.

La obra en cuestión es El ente dilucidado, escrita por Fray Antonio de Fuentelapeña. La primera edición data de 1676 (y hubo una 2ª en 1677; supongo que se vendió…). Yo tengo el libro publicado en 1978 por la Editora Nacional (Madrid). Consta de 1836 párrafos numerados, que ocupan más de 700 páginas. Se ha respetado la ortografía del siglo XVII, con letras que ya no usamos, pero eso no dificulta demasiado su lectura.

El ente dilucidado es considerado una excentricidad dentro de la literatura de nuestro Siglo de Oro. De hecho, el antropólogo Julio Caro Baroja, en su Jardín de flores raras (1993), le dedica un par de páginas, tildándolo de extravagante. De acuerdo, el libro es raro de narices, y en muchas ocasiones provoca una hilaridad no buscada, pero Fray Antonio merece mi respeto. Escribir un texto de tales dimensiones supone un trabajo ímprobo; queda claro que el tema le apasionaba.

Claro, su método de razonar no es científico, sino filosófico. Aristotélico y escolástico, más bien. Fray Antonio da por sentada la existencia de los duendes (a los que también llama trasgos o fantasmas), que se dedican a realizar las travesuras que comentamos al principio. Así lo dictan innumerables testigos a lo largo de los siglos y, por supuesto, muchas Autoridades (sí, con mayúscula). Si ellas lo afirman, tiene que ser verdad: magister dixit. Y ahí está el problema.

En Epistemiología, el principio de autoridad obliga a aceptar cualquier afirmación o teoría que aparezca en los textos considerados ciertos, sin debate científico. Dichos textos no abarcan sólo a las Sagradas Escrituras, sino a muchas obras que nos legó la Antigüedad Clásica: las de Aristóteles, Hipócrates, etc.

El método científico huye como de la peste del principio de autoridad. De acuerdo, los científicos respetamos a nuestros colegas más eminentes, y sus afirmaciones son seriamente consideradas, pero deben basarse en la evidencia, someterse al escrutinio de la comunidad científica, ser refutables… Y si la evidencia o los experimentos están en contra de una teoría, por muy importante que sea la persona que la propone, será desechada o modificada.

En El ente dilucidado vemos lo que ocurre cuando se aplica el principio de autoridad a rajatabla, en vez del método científico. Ojo: eso no implica que Fray Antonio fuera un ignorante. Todo lo contrario; da la impresión de que había leído mucho y tenía bastante que decir. El problema era casar la realidad con lo que contaban las Autoridades. Si Aristóteles o Plinio afirmaban que los duendes existían, que había gente con cabeza de perro, que ciertos animales atacaban a los adúlteros o que las serpientes nacían de la médula espinal de los cadáveres, pues había que aceptarlo a pies juntillas. Lo divertido (sin pretenderlo el autor) llega cuando trata de explicar todo eso racionalmente.

Confieso que, como biólogo, he disfrutado con el libro de Fray Antonio. Mucho de lo que afirma tiene que ver con la Zoología y la Botánica o, mejor dicho, con lo que se opinaba en la Antigüedad sobre animales y plantas, la Fisiología, la gestación y mil cosas más relacionadas con la Historia Natural. Por desgracia, la lectura llega a hacerse pesada, e incluso irritante, más que nada por la manía de saltar de un tema a otro sin orden ni concierto, simplemente porque le interesa. Por momentos llega a recordar a esos estudiantes con déficit de atención, que se distraen con el vuelo de una mosca. En realidad, los párrafos que tratan estrictamente sobre los duendes no son tantos; de haberse ceñido al tema, el libro habría quedado muchísimo más corto.

Cuando le apetece hablar de algo, se pone a a ello aunque no venga a cuento. Así, llama la atención la cantidad de espacio que dedica a tratar las virtudes del número 7. O que el alma entra en el feto a los 40 días de la concepción en el caso del hombre, y 80 en la mujer (feministas sensibles, absténganse de leer textos antiguos)…

Pero basta de digresiones y volvamos a los duendes. Que existen no lo duda nadie, ya que así lo afirman incontables Autoridades. Además, en el mundo se encuentran cosas mucho más sorprendentes así que ¿por qué no nuestros duendes? Pero dando por sentado que existen, ¿qué son? Tras estudiarlo mucho, Fray Antonio llega a la conclusión de que son animales invisibles. De hecho, algunos animales invisibles existen, según afirman las Autoridades, ¿no?

Si los duendes viven y sienten, lo cual se deduce de su comportamiento, como mínimo tienen que ser animales. Además, son corpóreos (dan golpes, juegan a los naipes…), aunque de naturaleza tan sutil que resultan invisibles al ojo humano (salvo el infantil), igual que otros animales que cita (según las Autoridades).

Sigamos. Los duendes surgen por generación espontánea de los vapores corruptos de los sótanos de las casas, no mediante coito (y lo demuestra). Además, mueren, e indica cómo puede acabarse con ellos (básicamente, haciendo mucho ruido). Asimismo, Fray Antonio concluye que no son hombres, pues a juzgar por sus acciones no parecen demasiado espabilados. De hecho, hay animales más listos que ellos, como se prueba consultando a las Autoridades (y mezclando observaciones reales con otras absolutamente disparatadas). Tampoco son ángeles, pues estos no se dedican a tonterías como tirar piedras o trenzar las crines de los jamelgos. Tampoco son demonios, ya que los duendes no buscan la perdición de los hombres; simplemente son revoltosos. Y menos aún se trata de almas en pena, que las pobres están para otras cosas. Por tanto, son animales.

Aquí, Fray Antonio aprovecha para deleitarnos con sus habituales digresiones, apabullándonos con anécdotas sobre el comportamiento de los animales, e incluso afirma que estos poseen sombras de virtud. La combinación de casos reales con las puras citas fantásticas sobre animales inexistentes es encantadora.

Si los duendes son animales, tendrán que comer. Cómo no, se alimentan de los mismos vapores gruesos que los han generado. En cuanto a beber, puede que lo hagan a escondidas, o que no lo necesiten, o que los mismos vapores les proporcionen la humedad necesaria. Luego discute si duermen, excretan, tienen sangre o no, gozan de sentidos… Es curioso comprobar que Fray Antonio no acepta todo lo que afirman las Autoridades, e incluso llega a aplicar en algunos casos la navaja de Occam, pero eso ocurre en contadas ocasiones. El principio de autoridad campa a sus anchas en El ente dilucidado.

Sigamos. Después de preguntarse si los duendes mueren (por supuesto, ya que son animales), la capacidad de digresión de Fray Antonio alcanza proporciones épicas. Se pone a hablar de los sentidos animales, de las plantas e incluso de las aguas, de las formas intermedias entre animales y vegetales, si hay alimentos que prolongan la vida, si es peor el hambre que la sed, cómo es la digestión, cuáles son las causas de muerte, cómo una cítara excita a otra, si los cadáveres sangran a la vista de su asesino… Sigue brincando de un tema a otro sin orden ni concierto, mezclando datos correctos con disparates, pero ya se sabe: magister dixit.

Por fin, acercándonos al final, discute las causas de los duendes desde un punto de vista aristotélico (causa material, formal, eficiente y final). Y puestos ya, da una definición final de duende: animal invisible, o casi invisible, trasteador. Así lo distingue de los animales invisibles que no trastean, o de los que trastean y no son invisibles. 🙂

Si hemos sobrevivido hasta aquí, nos quedan los párrafos finales, en los que Fray Antonio se ocupa de resolver algunas dudas, mayormente sobre temas que nada tienen que ver con duendes. La parte en que considera al cuerpo del hombre como un microcosmos, y lo compara con el macrocosmos, es hilarante. Por cierto, como cualquier persona culta, sabía que la Tierra es redonda. Que tomen nota los terraplanistas…

Siguen páginas muy curiosas sobre la generación espontánea de duendes y otros bichos, e incluso si el cuerpo humano puede producir fuego. Y luego discute si los duendes pueden volar, ya que a veces parecen golpear el suelo e inmediatamente después el techo. Esta, para mí, es una de las partes más curiosas del libro, porque Fray Antonio demuestra ciertos conocimientos científicos, sobre todo en lo que respecta al principio de Arquímedes y los conceptos de peso y densidad. Por lo que aquí nos interesa, si nosotros podemos nadar en el agua, en la cual pesamos poco, algo similar les ocurre a los duendes en el aire. Podría decirse que pueden impulsarse y nadar en él, para poder así aporrear los techos.

Y por acabar con cuestiones físicas, Fray Antonio habla de la posibilidad de construir una ciudad submarina, aunque lo ve poco viable. Finalmente trata sobre el tema de si puede el hombre volar. Incluso propone la construcción de una máquina voladora que no tendría nada que envidiar a las de Da Vinci. Pero a diferencia de este, da muestra de buen juicio e indica que no funcionaría, si tenemos en cuenta la tecnología de la época. Las alas tendrían que ser desmesuradas para aguantar el peso humano, y por medios mecánicos, a fuerza de músculos, no se podría ejercer el empuje necesario para levantar el vuelo.

No seré yo quien se burle de El ente dilucidado. De acuerdo, en el fondo es un despropósito, pero nos permite viajar a otra época. Una época de gente erudita, como Fray Antonio, pero con un modo de pensar completamente ajeno a la Ciencia moderna, inadecuado para desentrañar los misterios de la naturaleza. Un mundo condenado a la extinción.

Recordemos que el libro apareció en 1676. Unos años antes, en 1668, Francesco Redi había publicado Esperienze intorno alla generazione degl’insetti, donde dio un golpe mortal a la teoría de la generación espontánea, demostrando que las moscas no surgían de la carne podrida, sino de los huevos de otras moscas. Las Autoridades estaban equivocadas. Poco después (1687), Isaac Newton publicaría sus Principia Mathematica, y nuestra visión del mundo cambiaría por completo y para siempre.

Fray Antonio vivía en un universo mental que agonizaba, pero aún no se había dado cuenta. En fin, nos quedaremos con su interés por los duendes. Yo creo que al final les tomó cariño. De hecho, parece que quiere reivindicarlos, acabar con su mala fama, e incluso piensa que en el fondo son buenos, porque cuidan de las casas. Puede ser. Yo agradecería que el que tengo en la mía deje de dar portazos, encender de vez en cuando la luz y hacer que el perro se quede mirando fijamente a lugares donde no hay nada. Y que pare de cambiar de sitio los libros en la biblioteca. Y eso de que el ruido fuerte acaba con ellos es mentira. El heavy metal no les afecta. Al mío le gusta Sabaton. 🙂