De patógenos, virus, pandemias y disparates (II)

En la entrada anterior vimos que, pese a creernos el centro del cosmos, desde el punto de vista de parásitos como hongos y bacterias sólo somos comida ambulante. No viene mal una cura de humildad de vez en cuando; sobre todo, si queremos sobrevivir como especie.

Fuente:  www.coronaviral.es

Para los virus, ni siquiera somos comida. De hecho, no necesitan alimentarse; más que nada, porque no están vivos. A pesar de eso, figuran entre los agentes infecciosos más eficaces y letales que existen. Aquí intentaremos explicar cómo funcionan de forma sencilla y, esperamos, amena. Si tienes conocimientos en Biología, amigo lector, puedes saltarte unos cuantos párrafos. Para hacerte una idea de la diversidad vírica y su clasificación, es aconsejable visitar el sitio de ViralZone.

Ah, un inciso antes de entrar en materia. Los virus, al igual que bacterias, hongos y demás, son imprescindibles para el funcionamiento de los ecosistemas. Muchos de ellos son, incluso, beneficiosos para nuestra salud, y moriríamos si desaparecieran. En el fondo, los peligrosos sólo suponen un porcentaje mínimo del total. Por eso, la estrategia de «¡acabad con todos ellos!» sería suicida. Y dicho esto…

Los virus son parásitos obligados que pasan por dos fases. Cuando se hallan fuera de las células a las que atacan están quietos, inactivos; pueden llegar incluso a cristalizar. En este estado reciben el nombre de viriones.

Muchos viriones son tan simples como esto (sí, ya sé que no me gano la vida dibujando…): 🙂

Un virión consiste, básicamente, en una o varias moléculas de ácido nucleico, que son su genoma; o sea, las instrucciones para que el virus funcione. Hay una gran diversidad de virus, y el genoma que presentan puede variar: ADN o ARN, tanto de cadena sencilla como doble. Eso condicionará su comportamiento, como luego veremos.

El ácido nucleico está protegido por una especie de «caja» llamada cápsida o cápside. Está hecha de proteínas y no es continua, sino que está formada por unos «ladrillos», los capsómeros. La forma de la cápsida es muy diversa: alargada, icosaédrica… Además de proteger al genoma, la cápsida puede servir para reconocer a la célula hospedante y pegarse a ella. El conjunto de ácido nucleico y cápsida se denomina nucleocápsida.

Muchos viriones no tienen nada más, aparte de ácido nucleico y cápsida; se denominan viriones desnudos. Sin embargo, otros pueden llevar otras cosas:

Hay virus que presentan una envoltura en torno a la cápsida. Dicha envoltura suele haber sido robada a la propia célula parasitada, aunque puede estar acompañada de glucoproteínas (por ejemplo, esas «púas» tan llamativas de los coronavirus están formadas por glucoproteínas). A los virus le sirve para reconocer al anfitrión y pegarse a él, además de evadir el sistema inmunitario. Algunos virus pueden incluir dentro de la cápsida diversas enzimas que ayuden en su funcionamiento.

Bien, eso es un virión, lo que podríamos llamar el hardware del virus, lo que vemos en las fotos al microscopio electrónico. No está vivo. En realidad es un amasijo de moléculas que permanece ahí, sin hacer nada, con la infinita paciencia de lo inanimado, esperando a que alguien o algo lo mueva por el mundo y lo acerque a un hospedante susceptible. Si se da esta circunstancia, gracias a las moléculas de la cápsida y la envoltura podrá traspasar las defensas de su víctima y reconocer sus células. Y entonces, el monstruo despierta. El virión se pega a una célula y le inyecta su genoma.

En esta fase intracelular, de actividad frenética, el virus como entidad física no existe. Es puro software, un programa que se valdrá de la célula para fabricar más virus. Pero ¿cómo lo hace? Y ¿cómo se dejan las células hospedantes invadir de ese modo?

Nuestras células, amigo lector, funcionan grosso modo de la siguiente manera:

Nuestro genoma, que contiene la información que nos hace ser como somos, está almacenado en los cromosomas del núcleo de la célula, en forma de moléculas de ADN. Cada vez que una célula se divide, el ADN se copia para que cada una de sus hijas reciba un genoma completo. Este proceso se denomina replicación.

El ADN no da instrucciones directamente a la célula para que esta sepa qué hacer. Podríamos comparar a los cromosomas con una biblioteca llena de libros de gran valor. Los bibliotecarios, por motivos de seguridad, no van a dejar que nos los llevemos a casa para estudiarlos. En cambio, nos permitirán sacar fotocopias, pasando la información a un soporte más sufrido: el ARN mensajero (ARNm). Este proceso se denomina transcripción.

Ahora sí, podemos sacar las «fotocopias» de ARNm de la biblioteca del núcleo y llevarlas al citoplasma de la célula; en concreto, a unos orgánulos llamados ribosomas. En ellos, mediante el proceso conocido como traducción, gracias a la información que hemos traído se fabricarán proteínas, que son las que van a hacer que la vida funcione: proteínas estructurales, enzimas que catalizan reacciones… Las proteínas son las auténticas obreras de la célula.

Por cierto, todo esto de la transcripción y la traducción lo explicaban a la perfección en aquella maravillosa serie de dibujos animados, Érase una vez el cuerpo humano. Fuente: blogdelaboratorio.com

La clave de todo el proceso está en el ARNm, o sea, en la información que reciben los ribosomas. Si les proporcionas unas instrucciones en un lenguaje que entiendan, las ejecutarán, aunque les ordenen matar a la célula. Los ribosomas sólo saben cumplir órdenes, cual burócratas perfectos. No pueden prever las consecuencias de sus actos; al fin y al cabo, son simples moléculas, no criaturas inteligentes. Estamos hablando de máquinas biológicas, y las máquinas pueden fallar o ser mal guiadas.

En resumen, los virus suministran a la célula instrucciones en el lenguaje adecuado y, por tanto, serán ejecutadas. Así, en vez de hacer las cosas que tiene que hacer, la célula fabricará los componentes de los virus, que luego se ensamblarán y saldrán al exterior, bien por las buenas, sin matar a su anfitriona, o bien a lo bestia, reventándola.

Fuente:  pixabay.com

Hay distintos tipos de virus, y cada uno engaña a las células a su manera. Los más simples son aquellos cuyo genoma es idéntico a un ARNm. Lo meten en la célula, esta se cree que procede del núcleo, y empezará a fabricar proteínas… del virus. Muchos virus que atacan a las plantas funcionan así. También algunos de los que afectan a los seres humanos, como los tristemente famosos coronavirus.

Otros, como los adenovirus, tienen un genoma de ADN. Se las apañan para introducirlo en el núcleo celular y allí se comporta como si fuera el de un cromosoma: puede transcribirse, fabricar su propio ARNm, y… En fin, amigo lector, imagínate el resto.

Los retrovirus, como el del sida, son más retorcidos. Aunque su genoma sea de ARN, no se comportan como los coronavirus. En cambio, hacen algo insólito: una transcripción inversa. O sea, fabrican ADN a partir de ARN. El mundo al revés… Pues bien, ese ADN viaja al núcleo y allí se integra en los cromosomas, como un gen más. El problema es que se dedicará a fabricar virus, sin prisa, y de paso a provocarnos enfermedades, como el sida, ciertos cánceres… Por otro lado, parte de nuestro ADN procede de estos retrovirus. Mayormente no sabemos para qué sirve, ni qué información contiene, o si sólo es ADN basura. Pero eso es otra historia. 🙂

Fuente:  pixabay.com

En cualquier caso, amigo lector, debe quedarte clara una cosa. Para los virus, no somos comida, como en el caso de hongos y bacterias. Somos herramientas. Simplemente eso: herramientas útiles para fabricar más virus y dispersarlos por el mundo. Les da igual que seas creyente o ateo, listo o tonto, hombre o mujer, blanco o negro, adepto a las pseudociencias o escéptico… Herramientas. Nada más.

Por supuesto, estamos recurriendo a metáforas. Los virus no son conscientes, ni distinguen entre el bien y el mal. Tampoco surgieron con un propósito. Aparecieron por accidente, simplemente. Quizá un cacho de ácido nucleico se escapó de su organismo, y resultó que otros podían replicarlo y dispersarlo. Y puesto que los virus no son perfectos y sufren mutaciones, sobre ellos actuó la selección natural, eliminando a los menos efectivos y preservando a los que mejor se replicaban y se dispersaban. Su éxito fue y es tremendo. Cualquier ser vivo puede ser atacado por virus: bacterias, hongos, plantas, protozoos, algas, animales… Incluso hay virus que parasitan a otros virus, pero dejémoslo estar. 🙂

Bien, amigo lector, llegados hasta aquí quizá te preguntes: si los virus sólo nos usan para fabricar más virus y dispersarlos, ¿por qué nos enferman e incluso nos matan? ¿No es eso contraproducente para ellos? ¿Qué ganan liquidándonos?

Para un virus, somos meras herramientas. Pues bien, ¿cómo usamos las herramientas nosotros?

Fuente:  pixabay.com

Pensemos en un ejemplo simple. Cucharas, tenedores, cuchillos… Herramientas que nos sirven para comer. Hay varias posibilidades. Podemos usarlas durante muchos años si las cuidamos, las lavamos, las guardamos en sus cajones… Incluso una buena cubertería puede pasar de padres a hijos y durar generaciones. Hay virus que nos tratan de esa manera. Les va bien que duremos mucho tiempo, y que vayamos diseminándolos por ahí. Unos son más cuidadosos, otros menos, pero la estrategia de cuidar de las herramientas funciona. Les va bien; por eso siguen existiendo.

Fuente:  pixabay.com

También podemos comprar cubiertos de plástico, de un solo uso, y tirarlos cuando ya no sirven. Ahorra trabajo, y es ideal en fiestas infantiles o excursiones al campo, ¿no? Pues hay virus que nos tratan como herramientas desechables. Una vez que nos hayan utilizado para multiplicarlos y dispersarlos, lo que nos ocurra después es irrelevante. Si para fabricar virus han tenido que reventar nuestras células, pues qué se le va a hacer. Es una estrategia que también funciona. Les va bien; por eso siguen existiendo.

Cuando hablamos de virus patógenos, tal que así es el enemigo al que nos enfrentamos, señoras y señores. En la próxima entrada nos ocuparemos de cómo combatirlo. O, al menos, de cómo intentarlo.

De patógenos, virus, pandemias y disparates (I)

Hola, amigo lector. Habrás comprobado que el blog ha estado parado durante los últimos meses, más que nada por culpa de la pandemia que padecemos. Los profesores, como es el caso de quien esto escribe, hemos tenido que pasar un montón de horas delante del ordenador, dándole vueltas a la cabeza para ver cómo diantres lográbamos que nuestros estudiantes cursaran las asignaturas desde casa sin merma del rigor o la calidad de contenidos.

Ahora que el coronavirus nos concede una tregua en Europa (hasta el próximo rebrote), tenemos algo de tiempo libre para comentar temas de interés. ¿Por qué no la propia pandemia? O mejor aún, ciertas cosas que hemos tenido que leer o escuchar sobre ella; mayormente, disparates y cosas por el estilo.

Fuente:  ctxt.es

He visto noticias que me han hecho pensar que a lo mejor estaba soñando; o teniendo una pesadilla, mejor dicho. Tipos que afirman que podemos protegernos del coronavirus tapándonos el ombligo para que no entren energías negativas, o bebiendo un cubata de lejía, o generando pensamientos positivos, o rezando en vez de llevar mascarilla… También hay quienes postulan que los virus no existen, o que la culpa de todo la tienen la tecnología 5G y los chemtrails, o que el coronavirus es un invento del pérfido capitalismo para mantenernos oprimidos, o… Por no mencionar a los espabilados que piensan que tras la búsqueda de la vacuna se oculta un pérfido complot que involucra a Bill Gates, el IBEX35, la OMS, la Francmasonería y un comando romulano. Ah, y también Sauron; se me olvidaba. 🙂

En fin, sobre algunos de esos disparates volveremos en la siguiente entrada. Hoy me ocuparé de un aspecto que merece cierta reflexión, y nos puede servir de aperitivo antes de entrar de lleno en el tema de los virus y las vacunas.

Fuente:  www.eldiario.es

No sé, amigo lector, cómo habréis afrontado en tu país la pandemia. Aquí, en España, a mediados de marzo tuvimos que recluirnos en casa durante semanas. Tras la histeria inicial de los compradores compulsivos de papel higiénico, nos adaptamos a la nueva situación. Por norma general, hemos mantenido una disciplina y solidaridad notables. Obviamente, las medidas que debimos adoptar, de buen grado o por fuerza, son molestas, desagradables e incluso crueles. No poder visitar a tus seres queridos, o acompañarlos en sus últimos momentos, por ejemplo. Qué remedio, la mayoría lo aceptamos, y no sólo en nombre de nuestra salud, sino para proteger a los demás.

Claro, hubo quienes no lo vieron así. En las redes sociales he podido leer encendidos alegatos donde se quejaban amargamente de cómo las medidas de la cuarentena (confinamiento, mascarillas, guardar una distancia de seguridad, etc.) atentaban contra nuestra dignidad de seres humanos, la libertad y demás, y por eso había que rebelarse contra ellas.

Esas engorrosas medidas restringen nuestra libertad, nadie lo discute. Sin embargo, deberíamos ver las cosas con perspectiva, tratando de situarnos en la naturaleza y comprendiendo cómo funciona. Para eso, la ciencia nos ayuda, ya que nos muestra que no somos el centro del cosmos, sino más bien todo lo contrario. Por mucho que sufra nuesto orgullo, debemos ser conscientes de nuestra irrelevancia y asumirla.

Dejemos de momento los virus a un lado y pensemos en otras criaturas que pueden perjudicarnos, como bacterias y hongos. ¿Qué somos para ellos?

Para bacterias y hongos no somos los reyes de la creación, ni seres superiores, ni criaturas de luz, ni ángeles en potencia, ni custodios de valores sagrados, ni promesas henchidas de esperanzas, ni gaitas. No son políticamente correctos. No consideran esas cosas. Ni siquiera tienen cerebro, ni mente, ni falta que les hace.

Para bacterias y hongos, los seres humanos sólo somos cachos de carne con patas. Somos comida. Todos nosotros, sin distinciones. Y punto.

¿Quieres un ejemplo, amigo lector? Pues permíteme presentarte a Aspergillus fumigatus:

A. fumigatus es un moho bastante común. De hecho, esta microfoto se la tomamos a un cultivo aislado de una muestra de suelo de jardín. Como buen moho que es, se alimenta a base de descomponer materia orgánica. Emite enzimas que la pudren, y luego absorbe los resultados de esa especie de digestión externa. Simple y efectivo.

El mundo está lleno de mohos. Descomponen casi cualquier cosa que les pueda proporcionar nutrientes. Así, cuando afirmamos que un moho puede devorar un libro, hablamos literalmente: 🙂

A. fumigatus, como cualquier moho, se reproduce por medio de esporas microscópicas que se dispersan por el aire. Supongo, amigo lector, que ahora mismo estarás respirando (en caso contrario tendrías un problema serio, créeme). En cada inhalación, innumerables esporas fúngicas entran en tus pulmones. Es decir, van a parar a un lugar húmedo, calentito y hecho de materia orgánica: el paraíso para cualquier hongo.

¿Por qué esas esporas no germinan, permitiendo al moho crecer, pudrirte los pulmones y devorarte vivo? ¿Qué es lo que te protege? ¿Alguna energía cósmica especial? ¿Encasquetarte un gorro de papel de aluminio? ¿Cubrirte el ombligo con esparadrapo? ¿Recitar un mantra? ¿Tener los chakras bien alineados, en vez de al tresbolillo?

Lo que evita que hongos y bacterias te pudran lentamente y luego te maten es, básicamente, tu sistema inmunitario y demás defensas de tu cuerpo, tanto físicas como químicas. Medicinas, antibióticos y demás también ayudan, por supuesto, igual que las medidas de higiene, mantener un buen estado de salud, etc.

Situémonos ahora en un hospital, en el caso de un enfermo muy débil, bien sea por su edad, por estar recibiendo algún tipo de tratamiento… y que como resultado, tenga el sistema inmunitario bajo mínimos. Supongamos que las esporas de A. fumigatus llegan hasta él a través de los sistemas de ventilación del edificio; los mohos son muy buenos a la hora de infiltrarse en cualquier rincón. Como el paciente aún respira, las esporas entran en los pulmones de un cuerpo indefenso. ¿Qué supone eso para el hongo?

Buffet libre. Comida gratis.

Suena cruel, lo sé, pero es lo que hay. Los mohos necesitan materia orgánica para alimentarse. Lo mismo les da que sea un trozo de pan abandonado en un cubo de basura que un cuerpo humano. Para ellos, sólo somos unos cuantos kilos de comida ambulante. De hecho, todos los años mueren algunos pacientes en los hospitales, atacados por A. fumigatus.

Y estamos hablando de mohos, que son descomponedores oportunistas. Luego están los parásitos profesionales. A un moho le resulta muy difícil penetrar en las defensas de una persona sana. Un parásito, seleccionado por millones de años de evolución, no tendrá problema en hacerlo.

Ah, otra cosa relacionada con todo lo anterior. He comprobado durante estos meses que muchos se rasgan las vestiduras cuando los expertos utilizan un lenguaje bélico para referirse a la lucha contra las enfermedades. ¿Por qué, oh, cielos, semejante incorrección política?

Pues porque se trata de una guerra, una que empezó hace miles de millones de años, entre parásitos y sus víctimas. La naturaleza no es políticamente correcta. Para ella, el bien y el mal no tienen sentido. No gira en torno a nosotros, adecuándose a nuestras ideologías y expectativas. Se limita a funcionar, mientras disponga de una fuente de energía. Podemos visualizarla como un escenario en el que se representa una obra coral, con innumerables actores. Nosotros somos uno más.

En ese escenario, los parásitos, tanto oportunistas como especializados, van a intentar usarnos como fuente de comida. Es una guerra que existirá mientras haya vida. Una guerra en la que los parásitos ni darán ni ofrecerán cuartel. Una guerra en la cual, si queremos mantener a raya al enemigo, tendremos que embarcarnos en una carrera de armamentos, combinando juiciosamente la tecnología, el buen sentido y la experiencia acumulada durante milenios de historia humana.

Por eso debemos adoptar, en situaciones excepcionales, medidas impopulares o desagradables, que restringen nuestra libertad. A nadie le gustan, pero la alternativa es infinitamente peor. Sólo hay que echar la vista atrás, y revisar lo que ocurrió en las pandemias del pasado.

Bueno, amigo lector, he aquí el escenario. Ahora toca hablar de unos de sus actores más notables: los virus. Pero eso será en la próxima entrada.