Inteligencias más o menos alienígenas (V)

Hemos buscado trazas de inteligencia en los primates (entre los cuales nos incluimos) y los delfines, sobre todo a partir de las investigaciones de John C. Lilly (1915-2001). Es el turno de fijarnos en otros órdenes de mamíferos. Volvemos a recomendar el libro Mentes maravillosas, de Carl Safina.

El orden de los proboscídeos incluye a los elefantes. Actualmente sólo sobreviven tres especies: el elefante asiático (Elephas maximus), el elefante africano de selva (Loxodonta cyclotis) y el elefante africano de sabana (L. africana). Este último es el mamífero terrestre vivo de mayor tamaño. Nos centraremos en él.

Salvo que se indique lo contrario, las imágenes proceden de: pixabay.com

Por lo que hemos visto en entradas anteriores, da la impresión de que la inteligencia está reservada a los animales sociales carnívoros u omnívoros. Las proteínas se digieren bastante mejor que la celulosa, por lo que los animales vegetarianos necesitan aparatos digestivos largos y complejos, a diferencia de los intestinos mucho más cortos de los carnívoros. Una barriga con tripas cortas necesita menos energía para su uso y mantenimiento. Así, la energía sobrante queda disponible para otras cosas; por ejemplo, alimentar un cerebro mayor.

Probablemente, el cambio de dieta fue lo que impulsó el aumento de la capacidad craneal en nuestros antepasados australopitecos (junto a la postura bípeda, claro está). Además, los carnívoros cazan presas, que suelen empeñarse en no ser cazadas. Eso es un incentivo para desarrollar comportamientos inteligentes y, en el caso de las especies sociales, fomenta el trabajo en equipo.

Los elefantes, vegetarianos ellos, son la excepción. Sí, tienen una panza enorme, pero es que también son unos animales gigantescos. Y en una cabeza grande puede caber un cerebro grande. Bueno, una cosa no implica necesariamente la otra, pues a lo largo de la historia de la vida se han dado criaturas gigantescas con cerebros diminutos. No obstante, los elefantes son un caso especial.

Aunque sean animales cuadrúpedos, poseen un órgano tan versátil como una mano, una herramienta multipropósito: la trompa. Para manejarla y procesar la información que proporciona al organismo se requieren muchas neuronas; o sea, propicia el desarrollo de un gran cerebro. Además, son animales sociales. Sus grupos están dirigidos por una matriarca veterana, rodeada de otras hembras, crías y jóvenes. Los machos van por ahí, solitarios o en pequeños grupos, buscándose la vida.

Sobrevivir en la sabana es duro. De acuerdo, el gran tamaño supone una buena protección contra los depredadores, pero otros peligros acechan. Sobre todo, la sequía y la escasez de alimento en unos ecosistemas que dependen de las lluvias estacionales. En ese caso, la experiencia de la matriarca, que puede vivir décadas, supone la diferencia entre la vida y la muerte de la manada.

En resumen: todo ha conspirado para la evolución de un cerebro tan complejo como el humano en los elefantes. De siempre se ha dicho que los elefantes nunca olvidan. Es cierto. Su memoria es prodigiosa. La necesitan para poder moverse por su entorno, saber quién es quién en las distintas manadas y familias, identificar peligros, recordar en qué lugares hay agua… Pueden reconocerse a sí mismos en un espejo, comunicarse a grandes distancias mediante infrasonidos… Son inteligentes, en suma. Aprender a comprenderlos nos ayudaría a buscar y entender posibles mentes alienígenas.

Por desgracia, tienen también unos magníficos colmillos. El comercio ilegal del marfil los está llevando a la extinción. La destrucción de sus hábitats, también. Por cierto, cuando se mata a una matriarca no sólo liquidamos a una criatura maravillosa, sino a años de experiencia acumulada esencial para la supervivencia de su manada. Las elefantas supervivientes suelen ser más jóvenes e inexpertas.

Fuente: http://www.publico.es

El futuro de los elefantes es sombrío. Buscamos inteligencia en las estrellas, pero la estamos matando en nuestro planeta.

Para terminar con los mamíferos, cambiemos de tercio y consideremos el orden de los carnívoros. Nos fijaremos ahora en otra especie quizá no tan brillante intelectualmente como las anteriormente consideradas. O tal vez sí, pues las supera en algunos aspectos. Hablemos de lobos.

El lobo, Canis lupus, presenta numerosas subespecies en Eurasia y Norteamérica. Tal vez no sean tan impresionantes como los grandes felinos, pero a los lobos se les ha dado bastante bien. Son predadores que trabajan en equipo. Un lobo solitario puede tener problemas para sobrevivir; en cambio, una manada bien estructurada resulta temible. Y como Darwin dijo, los animales sociales son proclives a adquirir inteligencia. En una manada hay que saber quién es quién, quién manda y quién obedece, recordar amistades y pasados agravios, tener empatía… Y capturar presas con letal eficacia.

Los lobos competían por la caza con los seres humanos. Por eso, desde tiempo inmemorial, los perseguimos, demonizamos, odiamos y conducimos al declive y, en el caso de algunas subespecies, a la extinción. Sin embargo…

Hace unos 40.000 años, una subespecie de lobo empezó a acercarse a nuestros antepasados. Probablemente eran carroñeros, y buscaban los desperdicios que dejábamos. Nuestros antepasados acabaron por tomarles cariño a aquellos bichos; especialmente, a los menos agresivos. Podían servir para alertar de la presencia de intrusos, ayudaban a cazar… Eran animales sociales, tanto ellos como nosotros, y eso facilitó la colaboración. Así evolucionó una nueva subespecie de lobo, Canis lupus familiaris: el perro.

No era la primera vez que ocurría algo similar. La selección natural no solo premia a los más agresivos o los más veloces. La colaboración también puede incrementar las posibilidades de sobrevivir y transmitir los genes a la descendencia. En esta ocasión, el experimento funcionó. Fue curioso: dos especies muy distintas e inteligentes coevolucionando, aprendiendo a comprenderse la una a la otra. También nos proporcionan una oportunidad para tratar de entender mentes distintas a las nuestras.

Fuente: adaptado de memebase.cheezburger.com

Suscribimos un pacto no escrito. Era un pacto justo: a cambio de comida, los perros nos protegían, nos ayudaban a cuidar el ganado, nos hacían compañía, servían para cazar… En verdad, los perros nos hicieron un poco mejores como especie. Los perros leen las emociones humanas mejor que cualquier otro animal. Se han adaptado a nosotros. Y viceversa. Confiamos en ellos, pues fuimos capaces de permitir que un carnívoro capaz de arrancarte la cara de un mordisco cuidara de nuestros seres queridos. Y ellos también confiaron en nosotros. Les dábamos comida y cariño.

Pasaron los milenios. Los perros siguieron cumpliendo su parte del trato, fieles ellos. Muchos humanos también. En cambio, otros lo olvidaron. Los traicionaron. Los abandonaron.

Un servidor de ustedes tal vez no sea objetivo en este tema, pues adoptó un perro mestizo (a través de una protectora de animales) hace ya una década. Es curioso cómo un animal de otra especie puede integrarse con naturalidad en una familia humana; como biólogo, me sigue maravillando que mentes tan distintas puedan entenderse. En fin, me temo que cuando abandone este valle de lágrimas nos dejará hechos polvo.

Para terminar la entrada, podría dar mi opinión sobre los que traicionan el pacto y abandonan a sus perros. Mejor que eso, suscribo lo dicho por el escritor Arturo Pérez-Reverte. Es difícil ser más conciso a la vez que certero:

En la próxima entrada dejaremos de buscar inteligencia en los mamíferos, y la buscaremos en otras ramas del Árbol de la Vida.

Inteligencias más o menos alienígenas (IV)

En nuestro breve repaso a la inteligencia animal, nos fijaremos en otras ramas del árbol de los mamíferos que, por lo que sabemos, empezaron a separarse incluso antes del fin de la era de a los dinosaurios, hace unos 66 millones de años.

El cerebro grande y el comportamiento complejo no son exclusivos del orden de los primates. Se han dado en otros que, a diferencia de nosotros, no poseen manos con dedos y pulgares oponibles, algo que ayuda mucho al manejo de herramientas. Por tanto, esas inteligencias interactuarán con su entorno de modo diferente al nuestro, aunque también tengamos puntos en común.

Un libro altamente recomendable sobre el tema de esta entrada es: Mentes maravillosas, de Carl Safina. Su lectura, aparte de sugerirnos cómo piensan y sienten diversas especies animales, también nos encoge el corazón, pues estamos acabando con ellas. Llevamos camino de convertirnos en la única inteligencia sobre la Tierra, por aniquilación de todas las demás. 😦

Salvo que se indique otra cosa, las imágenes proceden de pixabay.com

En la década de 1950, el polifacético investigador John C. Lilly (1915-2001) logró que calase en la cultura popular la idea de que los delfines eran criaturas muy inteligentes (incluso más que nosotros) con un cerebro enorme y un lenguaje complejo. Quizá sobreestimó las capacidades mentales de estos cetáceos, y probablemente su lenguaje diste mucho de la capacidad de transmitir conceptos abstractos que tiene el humano. En todo caso, Lilly contribuyó a que empezaran a promulgarse leyes para proteger a los mamíferos marinos.

Actualmente, gracias al registro fósil y a la comparación de genomas, los cetáceos se incluyen en el orden Artiodáctilos (mamíferos con pezuñas y nº par de dedos), junto a cerdos, vacas, camellos, antílopes o hipopótamos (estos últimos son sus parientes vivos más cercanos). Cuesta trabajo hacerse a la idea de que un delfín o una ballena estén estrechamente emparentados con una cabra, pero es lo que hay. 🙂

Cladogram of Cetacea within ArtiodactylaFuente: en.wikipedia.org

La historia evolutiva de los cetáceos es bien conocida por los paleontólogos, y puede revisarse aquí. Hace unos 50 millones de años, en lo que hoy es la India y Pakistán, algunos artiodáctilos primitivos, probablemente carnívoros o carroñeros, fueron adaptándose a la vida en el mar, y a lo largo de millones de años acabaron convirtiéndose en delfines, ballenas y similares. Los artiodáctilos que se quedaron en tierra evolucionaron hacia una dieta herbívora, pero eso ya es otra historia.

A lo largo de su evolución, los cetáceos perdieron sus patas traseras, mientras que las delanteras y la cola se convirtieron en aletas. Se diversificaron enormemente; unos grupos desaparecieron, pero otros prosperaron y sus descendientes han llegado hasta hoy (para ser diezmados por los seres humanos). Por un lado están los misticetos: las ballenas, carentes de dientes, que se alimentan por filtración. Por otro lado, los odontocetos: cachalotes, delfines, zifios, marsopas, y similares, carnívoros muy activos que desarrollaron unas características sumamente interesantes.

Aparte de su excelente adaptación al medio marino y la ecolocalización (orientación mediante sonidos, como el sonar en los submarinos y otras embarcaciones), la clave de su éxito está en sus relaciones sociales. Así, igual que en los primates, tenemos la combinación mágica: cerebro grande y vida social compleja. En las comunidades de cetáceos, cada individuo necesita saber quién es quién en el grupo, ponerse en el pellejo del otro, adivinar sus intenciones… La evolución de una mente compleja resultó inevitable.

Carecer de manos dificulta el desarrollo de una tecnología avanzada. Además, el hecho de vivir en el agua impide el uso del fuego, una de las herramientas más valiosas de nuestros ancestros para dominar su entorno. Sin embargo, la vida social de los delfines y sus parientes es extremadamente compleja. Y pueden reconocerse en un espejo, y tienen nombres para cada uno de los miembros del grupo, y… También disponen de mucho tiempo libre, que emplean en jugar, tener relaciones sexuales de todo tipo… No es una mala vida, por lo que parece. 🙂

Unas criaturas sin tecnología, que flotan ingrávidas en el agua, con un lenguaje complejo, que interactúan con el mundo a base de recibir ecos… Si queremos ensayar cómo comunicarnos con especies alienígenas, ahí están los delfines para ello.

Su complejo comportamiento social no solo se debe a los genes, sino que, al igual que en los seres humanos y otros primates, tienen cultura. Entiéndase por cultura la transmisión de conocimientos y actitudes  mediante el aprendizaje (a diferencia de los instintos, que son heredados). Eso hace que distintas poblaciones de animales puedan desarrollar diferentes tradiciones en el empleo de herramientas, etc. Esto ha sido demostrado en primates como los chimpancés, pero también se da en los delfines. En concreto, en la especie de delfín de mayor tamaño: la orca. Sí, a pesar de que se la conoce como ballena asesina no es una ballena, sino que pertenece a la familia de los delfines.

Los científicos que se ocupan de estudiar las orcas en libertad han descubierto que no se trata de una especie homogénea (Orcinus orca), sino que actualmente está evolucionando en varias subespecies o incluso especies diferentes. Y, en realidad, la responsable de este proceso de especiación es la cultura. Es algo bastante interesante y, de paso, nos servirá para comentar cómo funciona la evolución.

Para que aparezcan nuevas especies es necesario que las poblaciones queden aisladas, sin que haya transmisión de genes entre ellas. Así, cada población podrá cambiar a su manera y, con el tiempo, dará lugar a una especie nueva, tan distinta de sus antiguos parientes que serán incapaces de reproducirse entre sí.

¿Cómo se logra que los miembros de dos poblaciones dejen de aparearse entre sí? El caso más habitual es por la aparición de una barrera física que lo impida (especiación alopátrica). Un ejemplo puede verse en la evolución de los chimpancés. Hace un millón de años, dos poblaciones de los antepasados de los chimpancés quedaron aisladas a ambas orillas del río Congo. La del norte dio lugar al chimpancé común (Pan troglodytes), el más familiar para nosotros: grande, más agresivo, con sociedades dominadas por los machos. La del sur se convirtió en el bonobo (Pan paniscus), de menor tamaño y más pacífico, tal vez porque sus grupos están dominados por las hembras. 🙂

Pero hay otra posibilidad: la especiación simpátrica. Dos poblaciones pueden vivir en el mismo lugar, pero los miembros de una no se mezclan con los de la otra aunque no haya una barrera física que lo impida. ¿Cómo es posible? Pues, por ejemplo, porque esas poblaciones adquieran distintas costumbres a la hora de alimentarse o moverse. Así, no coincidirán en tiempo o lugar a la hora de aparearse.

En el caso de las orcas, la causa de la formación de nuevas especies es la existencia de tradiciones culturales diferentes. Unas poblaciones pueden especializarse en capturar salmones junto a la costa; otras, en alimentarse de focas; otras, en cazar tiburones… Cada uno de estos grupos de orcas irá, poco a poco, desarrollando un idioma diferente, unas costumbres diferentes… Al cabo de los siglos, llegarán a considerarse extranjeras. No se entenderán entre ellas. Por tanto, no se cruzarán. Y cuando los siglos se vayan convirtiendo en milenios, al no haber flujo de genes entre esas poblaciones, acabarán divergiendo tanto que llegará un momento en que no podrán reproducirse. Serán incompatibles. Tendremos nuevas especies. Eso puede estar pasando en las orcas. Como se ve en esta ilustración, las distintas poblaciones antárticas de orcas están empezando a adquirir aspecto diferente (y  lo mismo ocurre en otros océanos del mundo):

Killer Whale Types esTipos de orcas australes (fuente: es.wikipedia.org)

A este paso, en poco tiempo (geológicamente hablando) habrá numerosas especies de orcas, y todo debido a su inteligencia y diversidad cultural. Por desgracia, los seres humanos estamos destruyendo las culturas de orcas, otros delfines, cachalotes, ballenas… Al dejarlos sin alimento, al matarlos, al convertirlos en payasos de circo, no sólo acabamos con sus cuerpos, sino con sus tradiciones. Es un crimen horrible, mírese como se mire.

Ah, un aviso a los que quieren rescatar delfines, orcas y demás y liberarlos en santuarios naturales. Puede que se trate de individuos que sufran problemas psicológicos por culpa de la cautividad, que carezcan de identidad cultural, o que simplemente no sean capaces de valerse por sí mismos. Por otro lado, tal vez mezclemos en estos santuarios a individuos que, aunque parezcan de la misma especie, tengan tradiciones culturales distintas. Los seres humanos no somos los únicos xenófobos. Por ejemplo, en el Pacífico Norte, parece que las orcas residentes (que se alimentan de salmones en la costa) y las transeúntes (que comen otros mamíferos marinos) no se llevan bien, precisamente. Si las juntamos, probablemente acabaremos liándola parda, disculpen la expresión…

En la próxima entrada, veremos más mamíferos bastante espabilados. 🙂