Medicina tradicional y espíritu crítico

Mucha gente es partidaria de los remedios que nos proporciona la medicina tradicional o popular (tanto occidental como de otras culturas), por considerarla más «natural» que lo que nos recetan los médicos «oficiales». Y lo natural es bueno, ¿no?

Nadie puede negar el gran valor del saber tradicional, producto de milenios de ensayos, aciertos y errores. Sin duda nos queda mucho que aprender del conocimiento acumulado por nuestros antepasados. Un saber que, por desgracia, se está perdiendo, y creo que tenemos el deber de preservarlo.

Sin embargo, la medicina tradicional, como cualquier otra actividad humana, también puede equivocarse. La fe ciega, tanto aquí como en otros aspectos de la vida, es peligrosísima. Conviene adoptar un sano espíritu crítico: ni negar por sistema, ni aceptarlo todo alegremente.

Volvamos a la medicina tradicional y a sus remedios. El hecho de que sean «naturales» ¿implica necesariamente que sean buenos para nosotros?

¿Hay algo más «natural» que las plantas silvestres, como el acónito? Pues bien, esta especie contiene alcaloides capaces de matar rápidamente a un ser humano. Incluso tocarla con las manos desnudas puede resultar peligroso.

Ante todo, habría que concretar qué entendemos por «natural». La definición más habitual es la de todo aquello que esté libre de ingredientes sintéticos, artificiales o de aditivos. Por tanto, nada de compuestos químicos sintetizados en el laboratorio que, según sus detractores, son malísimos, a diferencia de lo natural, que parece intrínsecamente beneficioso.

Bien, vayamos por partes. Las plantas, al igual que los hongos, llevan cientos de millones de años evolucionando, compitiendo con otros organismos y tratando de sobrevivir. Puesto que no tienen la movilidad de los animales, disponen de otras armas para defenderse… o atacar. Concretamente, de armas químicas. La evolución ha generado auténticos laboratorios vivos, capaces de producir moléculas increíbles. Algunas nos sirven de alimento. Otras nos curan. Pero otras pueden matarnos o hacer que deseemos estar muertos.

Amanita phalloides es un hongo beneficioso para la salud de los bosques, pues vive en simbiosis con las raíces de ciertos árboles. ¿Cabe pensar en algo más «natural»? Una sola de esas setas contiene suficiente veneno para convertir el hígado de un hombre adulto en una ruina.

Hay plantas y hongos de los que se pueden obtener productos «naturales» capaces de pudrirnos el hígado, dejarnos sin riñones, abrirnos llagas en la piel, provocarnos un paro cardíaco, volvernos locos… Como ejemplo, pueden consultarse estas entradas que escribí en el blog FdeT sobre los venenos de las setas. Y por otro lado, hay moléculas sintéticas, obtenidas en el laboratorio, que han bajado drásticamente la tasa de mortalidad infantil, que nos curan de las enfermedades, que nos hacen vivir más tiempo y mejor.

Las cosas no son buenas o malas por el mero hecho de ser naturales o sintéticas. Son buenas si mejoran nuestra calidad de vida, y malas si nos la desgracian o son peligrosas para el medio ambiente. Punto. Por tanto, a la hora de alabar o censurar algo, hay que aportar argumentos, no encerrarse en tópicos y consignas. A los seres humanos nos gusta simplificar el mundo que nos rodea, poner etiquetas, crear dicotomías. Sobre todo, para saber si algo es bueno o malo sin complicarnos la vida. Por desgracia, el cosmos no es solo en blanco y negro. Hay muchos más colores y matices de gris. Al respecto, amigo lector, permítenos un inciso. He aquí un enlace a un interesante artículo en el diario EL PAÍS acerca de esta manía humana de simplificar el mundo.

Por eso hay que ser cautos a la hora de confiar ciegamente en la medicina tradicional. Sí, nos proporciona remedios bastante buenos, pero nuestros antepasados también se equivocaban. Y cuando lo hacían, lo hacían a lo grande. 🙂

Los antiguos descubrieron muchos remedios para nuestros achaques a base de experimentar, de observar la naturaleza, de ensayos y errores, de éxitos y fracasos. Así, hallaron curas para la tos, para calmar el dolor, evitar infecciones, paliar síntomas… Pero no siempre los presuntos remedios y medicinas tenían ese origen. Y eso nos lleva a la teoría de las signaturas.

Esta teoría no es exclusiva de la civilización occidental, sino que se da en muchas culturas. Parte de la creencia de que el mundo fue creado para nuestro uso y disfrute; o sea, para servirnos. Los antiguos no creían en que las cosas ocurrieran por azar, sino que todo debía tener un propósito. Animales, plantas, hongos, minerales y demás debían estar ahí para algo. De ahí se derivaba que las divinidades, piadosas ellas, habían puesto signos en plantas, etc., para que los humanos supiéramos para qué servían.

Lobaria pulmonaria 010108aDebido a su aspecto, se creía que el liquen Lobaria pulmonaria podía ser un remedio para curar las enfermedades pulmonares (fuente: en.wikipedia.org)

Así, por ejemplo, las nueces serían buenas para el cerebro, dada su forma. O un liquen como Lobaria pulmonaria tendría que curar las dolencias pulmonares. O cualquier cosa con aspecto fálico debía servir para combatir la disfunción eréctil, tal como expliqué en esta entrada sobre el «hongo maltés» en el blog FdeT. 🙂

Como el lector habrá deducido, los remedios basados en la teoría de las signaturas sólo aciertan por casualidad. Las cosas pueden tener una forma similar sin que eso implique una relación entre ellas. Y animales, plantas y demás no han sido puestos ahí para que nos sirvan. Sintetizan compuestos químicos que pueden ser tanto beneficiosos como perjudiciales para nosotros. Conviene que seamos prudentes antes de utilizarlos.

Esto sería incluso divertido si no fuera porque conlleva consecuencias trágicas. Basándose en la teoría de las signaturas, la medicina oriental propugna que el cuerno de rinoceronte, por su forma, es un remedio ideal contra la impotencia. Esta creencia tradicional no tiene ninguna base. El cuerno está compuesto de queratina, igual que el pelo o las uñas. Pero esto está llevando a varias especies de rinocerontes a la extinción.

La medicina tradicional, igual que la «oficial», ha de ser sometida al escrutinio crítico. No debemos aceptar las cosas simplemente porque les hayamos puesto una determinada etiqueta. Y la Ciencia puede ayudarnos, pues suele ser la herramienta más adecuada para proporcionarnos datos con los que tomar decisiones informadas.

Críptidos y no tan críptidos

La Criptozoología es una pseudociencia que trata de hallar animales (los «críptidos») cuya existencia no ha sido probada. Los críptidos son muy diversos, e incluyen desde presuntos representantes vivos de especies extintas hasta criaturas que aparecen en las leyendas populares.

Estatua de Bigfoot (fuente: es.wikipedia.org)

La Criptozoología no es una disciplina científica. Este rechazo no se debe a una supuesta estrechez de miras de los obtusos «científicos oficiales» (término que emplean los pseudocientíficos para referirse a nosotros, y que siempre me he preguntado qué significa). Tampoco a lo peculiar de su objeto de estudio, los animales desconocidos para la Ciencia. Por supuesto que existen animales (y plantas, y hongos…) que aún no han sido descritos y que aguardan a que los descubramos. Por desgracia, el deterioro que padece nuestro planeta por culpa de la sobrepesca, la contaminación o la destrucción de hábitats hará que muchas de estas especies se extingan de verdad antes de que lleguemos a encontrarlas.

Disculpa la digresión, amigo lector. Volvamos a la Criptozoología. Si se considera una pseudociencia es por su metodología, carente de rigor. Se fundamenta mayormente en la anécdota, en avistamientos más o menos fiables, pero no en pruebas sólidas. En cambio, la Ciencia se basa en un método riguroso, exigente. La Criptozoología no lo cumple ni de lejos.

Y que nadie venga con la monserga de los científicos de mentes estrechas que se niegan a admitir la existencia de lo maravilloso y bla, bla, bla. Eso es mentira. Los científicos estamos deseando hacer nuevos descubrimientos. Hallar una especie nueva nos entusiasma. Creo que en alguna entrada hemos comentado el ejemplo de los denisovanos. La existencia de una nueva especie humana, que llegó a convivir con nuestros antepasados e incluso se cruzó con ellos, fue deducida a partir de unos huesos diminutos, que caben en una caja de cerillas. Eso sí, de ellos se pudo extraer ADN, secuenciarlo y compararlo con el nuestro y el de los neandertales. Era una prueba tan sólida que todos la admitieron.

En otras entradas (1, 2, 3, 4 y 5) vimos por qué los zoólogos no acaban de creerse la existencia del yeti y similares. ¿Podrían existir? Pues sí, pero de momento ninguna prueba sólida lo avala. La mayor parte de avistamientos parecen corresponder a osos, y en cuanto al ADN de las muestras de yetis o de bigfoot, resulta ser de osos, perros, mapaches, bisontes, tapires…

Loch Ness monster viewsSilueta de algunos avistamientos de Nessie (fuente: es.wikipedia.org)

En cuanto a Nessie, un supuesto plesiosaurio que ha llegado hasta nuestros días en un lago escocés, tampoco hay pruebas de su existencia que resistan un análisis detallado. Además, resulta difícil creer que en un lago del tamaño del Ness haya peces suficientes para mantener con vida a una población de plesiosaurios, con lo grandes que son esos reptiles…

No obstante, los criptozoólogos no cejan en su empeño, y a veces recurren a trampas más o menos ingeniosas para tratar de convencer a los escépticos. Veamos una de ellas. Me la señaló un amigo y colega, el catedrático Juan F. Mota, zorro viejo en esto de enseñar a nuestros alumnos las diferencias entre Ciencia y pseudociencia. He aquí el libro:

¿Dónde está la trampa?

Fijémonos en algunos de los críptidos que aparecen en la portada. Tenemos los clásicos: el yeti, Nessie… Y un mamífero que parece el cruce entre un perro y un tigre. ¿Qué es?

Se trata del tilacino o lobo de Tasmania (Thylacinus cynocephalus). Es un marsupial como los canguros, aunque su dieta es carnívora. Uno de sus parientes vivos más cercanos es el demonio de Tasmania (Sarcophilus harrisii).

Poco hay de misterioso en el tilacino. Lamentablemente, al igual que otros grandes animales, fue cazado hasta la extinción. El último ejemplar conocido murió en un zoo en 1936. Hay vídeos en YouTube sobre él. De vez en cuando se informa de algún avistamiento en Tasmania de un tilacino, aunque sin pruebas concluyentes de que sigan vivos. Ojalá quede alguna población relicta, y podamos recuperar este magnífico animal.

Pero esto nos lleva a la portada del libro. El truco está en meter en el mismo saco al yeti, Nessie y el tilacino. Se trata de provocar una asociación de ideas en la cabeza del lector: «Hay gente que afirma haber visto ejemplares de esas tres especies. Y puesto que nadie duda de que el tilacino haya existido, los otros dos pueden existir también, ¿no?».

Pues no. El tilacino sí existió. No es un «animal imposible», como dice la portada del libro. El yeti y Nessie, en cambio, no pasan de hipotéticos. No es lo mismo. Pero los criptozoólogos ahí lo dejan, y si cuela…