En relación con lo que discutíamos en la entrada sobre los gnomos y otros pequeños humanoides frente a las inexorables leyes de la Física, he aquí un enlace a un interesante artículo que acaba de aparecer en El País Semanal.
Mes: febrero 2017
Blavatsky y el miedo al mono (I)
En una entrada anterior, cuando discutíamos las teorías pseudocientíficas que atribuyen la construcción de las grandes pirámides a antiguas civilizaciones, citamos a Helena Petrovna Blavatsky (1831-1891). Fue una de las principales impulsoras de la Teosofía, una doctrina bastante popular en la segunda mitad del siglo XIX. Su génesis, así como los distintos movimientos, seguidores y gurús que de ella derivan, aparecen muy bien relatados en el libro El mandril de Madame Blavatsky, de Peter Washington.
Helena Petrovna Blavatsky (fuente: es.wikipedia.org)
Así, picado por la curiosidad y porque es aconsejable acudir a los textos originales en vez de hablar de oídas o por referencias, busqué en Internet La doctrina secreta, obra cumbre de Blavatsky, donde se exponen en profundidad sus ideas. Como se trata de una obra antigua y descatalogada, puede encontrarse con facilidad en pdf, Y me la leí. Fue duro acabar sus 2783 páginas, como ya comenté entonces. 🙂
Emblema de la Sociedad Teosófica, cofundada por H. P. Blavatsky (fuente: en.wikipedia.org)
Antes de considerar la visión pseudocientífica blavatskiana del cosmos, nos detendremos en algo que me llamó poderosamente la atención conforme leía capítulo tras capítulo de La doctrina secreta: ¿Por qué Blavatsky no podía soportar que el hombre descendiera del mono? Dicho de otro modo: ¿Qué hay de malo en que Homo sapiens haya evolucionado a partir de antepasados simiescos?
La publicación en 1859 de El origen de las especies supuso un antes y un después, y no sólo para la Biología. La obra de Charles Darwin, entre otras cosas, conectaba al ser humano con el resto de criaturas de la Tierra. Muchas personas aceptaron sin problemas la teoría de la evolución por selección natural, dado el rigor de las pruebas y los argumentos presentados por Darwin. Otras la rechazaron, incluso de forma vehemente. Blavatsky perteneció a este último grupo.
Portada de la 1ª edición de El origen de las especies (fuente: es.wikipedia.org)
A lo largo de La doctrina secreta queda patente que su autora sentía una mezcla de repugnancia e indignación ante el darwinismo. Se lo tomaba casi como una afrenta. Podríamos decir que Blavatsky rebusca hasta debajo de las piedras para intentar hallar algo, lo que sea, que le permita rebatir que nuestra especie procede de unos simios. Al leerla me dio la impresión de que la reacción de la autora era visceral, basada en la emoción, aunque luego tratara de justificarla con supuestas pruebas.
Antes de analizar las peculiares propuestas blavatskianas sobre la evolución, merece la pena reflexionar sobre ese «miedo al mono» que, por cierto, no es exclusivo de Blavatsky. La cofundadora de la Sociedad Teosófica expresa algo muy extendido en el pensamiento occidental. En buena medida nuestra cultura, nuestra filosofía, se basan en que el hombre es algo especial, un ser aparte de las criaturas de la naturaleza. Hay un salto cuántico entre los demás animales y nosotros. De hecho, hay quien se ofende por el hecho de que los seres humanos seamos considerados meros animales.
La famosa etiqueta del Anís del Mono ¿se mofa de Darwin?
¿Por qué nos creemos tan especiales? El supuesto abismo entre Homo sapiens y el resto se debe, más que nada, a que todas las especies próximas a la nuestra, como los neandertales o los denisovanos, se extinguieron hace miles de años. Probablemente, también influye que en el Mediterráneo Oriental, la zona donde nace nuestra tradición cultural (filosofía griega, creencias judeocristianas) no había grandes antropoides. Gorilas y chimpancés se parecen demasiado a nosotros, y pueden hacernos reflexionar sobre si realmente somos tan distintos.
Darwin lo puso todo patas arriba. No sólo propuso una teoría científica que explicaba la riqueza de la vida sin necesidad de recurrir a un Diseñador. Además, mostró cómo éramos una rama más del frondoso Árbol de la Vida y que todos los seres estábamos emparentados. Buceando en el océano del tiempo, siempre encontraríamos un antepasado común. Necesitaríamos retroceder unos seis millones de años para dar con el ancestro que compartimos con los chimpancés. Nos separamos de la rama que dio origen a los dinosaurios y aves hace más de 320 millones de años. Para dar con el antepasado común de champiñones y seres humanos aún tendríamos que sumergirnos unos cuantos cientos de millones de años más. Pero tarde o temprano, el ancestro estará ahí.
Una de las más famosas caricaturas de Darwin (fuente: es.wikipedia.org)
A lo largo de los siglos, los científicos contribuyeron a enterrar la idea de que todo el cosmos giraba en torno al ser humano. Copérnico comenzó a cavar la fosa, al proponer que la Tierra no era el centro del Universo. William Herschel preparó un bonito ataúd, al observar el espacio profundo y mostrar que el Sistema Solar era uno más dentro de un universo de vastedad inconcebible. Y Darwin clavó la tapa, al indicar que la complejidad de la vida podía haber aparecido sin recurrir a causas sobrenaturales, y que nosotros éramos una especie más.
El orgullo humano, mejor dicho, el orgullo de muchos humanos no pudo digerir una píldora tan amarga. Queríamos seguir siendo especiales, únicos. Quién sabe si Blavatsky construyó todo el edificio de la doctrina teosófica precisamente para eso, para sentir que pertenecía a algo especial, por encima del común de los mortales. Pero el darwinismo le recordaba que, quizá, no éramos tan gran cosa.
Finalizaremos con una anécdota. En su libro, Peter Washington cuenta que Blavatsky tenía una colección de animales disecados, entre los que destacaba un mandril vestido con chaqueta y corbata, que portaba el manuscrito de una conferencia sobre El origen de las especies. Desde luego, no perdía ocasión de despreciar al darwinismo.
En fin, el tiempo acaba por poner a cada uno en su sitio. Darwin es considerado hoy como uno de los científicos más insignes de todos los tiempos. En cambio, pocos recuerdan a Blavatsky, y la imagen que ha quedado de ella es más bien de embaucadora. Sic transit gloria mundi.