Cada año oímos la misma cantinela a finales de octubre: Halloween, esa celebración pagana importada de Estados Unidos, se va imponiendo a la religiosidad tradicional asociada al Día de Todos los Santos. Es interesante reflexionar al respecto. La historia es curiosa, e implica a antiguos dioses, falsos hongos y la evolución por selección natural. Ah, y a los irlandeses y al valle de Toluca, por supuesto. 🙂
Hipermercado Carrefour a finales de octubre. 🙂
En Europa, honrar a los difuntos en otoño no es un invento cristiano. Milenios atrás, los pueblos celtas celebraban la fiesta del Samhain o Samaín cuando acababa el tiempo de la cosecha y los días se acortaban. Empezaba un nuevo año y justo en ese punto, a medio camino entre el equinoccio y el solsticio, la frontera entre el mundo de los vivos y el de los muertos se tornaba más débil. Los espíritus podían visitarnos. Convenía mantener contentos a los benignos… y evitar que los malignos pulularan entre nosotros. Por ejemplo, asustándolos con disfraces.
El cristianismo intentó erradicar las costumbres paganas y quedarse reinando. Los viejos dioses fueron convertidos en demonios, sus seguidores perseguidos como brujas, y la antigua cultura liquidada. Sin embargo, ciertas costumbres muy arraigadas se resistían a desaparecer, sobre todo en zonas de raigambre celta, como Irlanda o Galicia. Allí, algo de la vieja magia sobrevivía.
La Iglesia recurrió al plan B: si no puedes destruirlo, disimúlalo. Cristianizó el Samaín, convirtiéndolo en la festividad de Todos los Santos (en inglés, «All Hallow’s Eve»; de ahí Halloween). La celebración pagana, dominada ahora por la simbología cristiana, podía tolerarse. Y así seguiría para siempre. A la larga, lo pagano acabaría por diluirse y extinguirse, y la Iglesia prevalecería, tal como debía ser. Adiós, antiguos dioses.
Pero…
He aquí un esquema de los reinos de los seres vivos. Siendo muy conservadores, podríamos dejarlos en seis, como en este esquema tomado de la Wikipedia:
Fijémonos en el cajón de sastre de los protistas. Se trata de seres con células eucariotas (poseen un núcleo donde se encierran los cromosomas), pero sus cuerpos no son tan complejos como los de animales, plantas u hongos. Muchos de ellos son microscópicos, y suelen pasar desapercibidos.
En los protistas hay varias ramas evolutivas (que algunos consideran reinos aparte) de algas. Algunas son microscópicas, mientras que otras, como las algas pardas, pueden llegar a medir más de 80 metros de largo y formar praderas submarinas. Sin embargo, ciertos parientes suyos no hacen la fotosíntesis. Carecen de clorofila. Por tanto, se dedican a descomponer materia orgánica. En ocasiones, incluso pudren en vida a otros seres, convirtiéndose en parásitos.
Los peces de acuario sufren con frecuencia el ataque de los falsos hongos.
A lo largo de millones de años, estos organismos, llamados oomicetos, evolucionaron hasta parecerse a los hongos verdaderos, aunque ni de lejos están emparentados con ellos. Así, presentan cuerpos filamentosos, que se alimentan por absorción. No obstante, en el fondo, estos falsos hongos siguen siendo algas. Necesitan el agua para que sus esporas naden y se dispersen.
Los falsos hongos, como este Pythium, forman sus esporas dentro de los esporangios. Cuando éstos se rompen, las esporas se liberan y nadan por el agua con sus flagelos.
Lo tenían difícil para colonizar la tierra firme, pero algunos lo lograron, imitando las estrategias de los hongos verdaderos. Una posiblidad es la de vivir en el suelo húmedo. Otra, parasitar plantas. Para ello, no es necesario desarrollar cuerpos complejos, con estructuras de soporte como los esqueletos o los troncos.
Fijémonos en los parásitos de plantas. A la hora de colonizar tierra firme, los hongos parten con ventaja respecto a los oomicetos, ya que pueden dispersar sus esporas por el viento. De este modo, son capaces de propagarse a enormes distancias. En cambio, las esporas de los oomicetos necesitan agua para nadar. Pueden moverse por el suelo húmedo, y muchos lo siguen haciendo hoy, pero ¿cómo conquistar el aire?
Los seres vivos no han sido diseñados, sino que evolucionan. Tienen que apañarse con lo que heredan de sus antepasados, adaptándose al medio cambiante generación tras generación. Por desgracia, en ocasiones esa herencia supone un freno al desarrollo futuro. Por ejemplo, los insectos jamás podrán alcanzar tamaños enormes, pese a lo que vemos en algunas películas de ciencia ficción. Su exoesqueleto, así como su peculiar sistema respiratorio, lo impiden. Para alcanzar grandes tamaños tendrían que rediseñar completamente su cuerpo, y la evolución no funciona así.
Podría parecer que las esporas nadadoras de los falsos hongos impedirían su transmisión a gran distancia, pero la evolución improvisa. Algo surgido para cumplir determinada función puede acabar sirviendo para otra muy diferente. Así, la selección natural favoreció la aparición de las plumas en algunos dinosaurios porque contribuían a mantener la temperatura corporal. Luego resultó que también servían para volar, qué cosas. Los caminos de la evolución son retorcidos e imprevisibles.
Volvamos a los falsos hongos. Sus esporas mueren si las sacas del agua. No son capaces de propagarse por el aire ellas solas, pero ¿y los esporangios?
Aunque las esporas de este mildiu (Peronospora farinosa) necesitan agua para moverse, los esporangios (las células ovoides teñidas de rosa en esta preparación microscópica) pueden ser arrastrados por el viento y dispersarse a grandes distancias.
Los esporangios son las bolsitas microscópicas donde se originan las esporas. En principio, no son agentes de dispersión pero, cosas del azar, resultó que el viento podía transportarlos y depositarlos en lugares húmedos, o encima de vegetales cubiertos de rocío, donde las esporas podían buscarse la vida. De acuerdo, es una chapuza, pero sirvió para que ciertos oomicetos se convirtieran en parásitos de plantas sumamente eficaces: los mildius (en inglés, downy mildews). Para tratarse de algas sin clorofila, les fue de maravilla.
En su origen, los mildius se alimentaban de plantas silvestres. No obstante, cuando el Homo sapiens inventó la agricultura, los mildius prosperaron. Qué amable era aquel estrafalario primate, poniendo tanta comida gratis a su disposición… 🙂
Necrosis foliares causadas por el mildiu Pseudoperonospora cubensis, parásito de pepinos, melones y otras cucurbitáceas.
La evolución siguió su curso. En lo que hoy es el valle de Toluca (México) surgió Phytophthora infestans, un mildiu que atacaba a plantas de la familia de las solanáceas. A ésta pertenece la patata o papa, originaria de los Andes. A partir del siglo XVI, su cultivo se extendió por el mundo. Era cuestión de tiempo que llegara al valle de Toluca y se encontrara con P. infestans. Al mildiu le encantó; otra planta más de la que alimentarse. En los cultivos de patata causó una enfermedad conocida como tizón tardío.
Corría el año 1844 en Irlanda. Como consecuencia de la ocupación inglesa y su política agraria, la dieta de muchos campesinos irlandeses dependía casi exclusivamente de las patatas. Peor aún: de una sola variedad de ellas (Irish Lumper), por lo que la diversidad genética de este cultivo era muy baja. En años anteriores, una cepa agresiva del mildiu había infestado los cultivos de Norteamérica. Probablemente viajó de polizón en algún barco que transportaba tubérculos contaminados hasta las Islas Británicas, y allí se asentó. Era el sueño de cualquier parásito; había patatas de sobra, todas de una variedad a la que podía atacar. En unos pocos años, el tizón tardío prácticamente no dejó una sana.
¿El resultado? En Irlanda se conoce como la Gran Hambruna. El efecto sobre el país fue demoledor. Cambió su historia para siempre. La demografía cambió drásticamente, y el resentimiento que generó hacia los amos ingleses contribuyó sin duda a que, décadas más tarde, la República de Irlanda se independizara de la corona británica.
A corto plazo, y privados de su principal fuente de alimentación, bastantes irlandeses se vieron ante un dilema: morirse de hambre o emigrar. La población de Irlanda cayó un 25%, entre la muerte y la diáspora.
Muchos viajaron a Estados Unidos y allí se establecieron, influyendo en el desarrollo de la joven nación americana. Entre otras cosas, llevaron consigo su versión de Halloween, heredera del Samaín. A lo largo del siglo XX se popularizó en Norteamérica y, por obra y gracia de Hollywood, fue divulgada al resto del mundo. En otros países gustó y fue copiada por la gente joven. Y así, la vieja festividad celta retornó con fuerza inusitada a recuperar lo que era suyo. Cambiada, más secularizada y lúdica, se abrió camino entre disfraces, sacudiéndose siglos de dominación cristiana.
Ni en el Mercadona del barrio nos libramos del dichoso Halloween… 🙂
En algún lugar, los viejos dioses tienen que estar riéndose. El Destino exhibe un peculiar sentido del humor. Justicia poética. 🙂
A la larga, ¿vencerá lo secular a lo religioso? Al mildiu le da lo mismo. Sigue devorando patatas por el mundo, ajeno a las tribulaciones humanas.