Es interesante volver la vista atrás y preguntarse: «¿Cuál fue el primer libro de ciencia ficción “moderna” que leí?». En mi caso, no lo he olvidado.
Ay, cómo pasa el tiempo. En España corrían los primeros años de la Transición, que coincidían, casualidades de la vida, con mi adolescencia en el instituto. Interesante época para forjarse la personalidad, con los nuevos aires de libertad que soplaban por el país y todo eso. Así salimos más de uno… 🙂
La década de 1970 también fue una excelente época para los partidarios de las pseudociencias. Un servidor de ustedes, como tantos otros jóvenes de mi generación, no se perdía un programa de Jiménez del Oso y devoraba los libros de J. J. Benítez, von Däniken y Kolosimo, compraba la revista Mundo Desconocido… Me creía a pies juntillas lo que tan doctos estudiosos afirmaban sobre ovnis tripulados por extraterrestres, antiguos dioses astronautas…
¿Y la ciencia ficción? Algunos de nosotros la mirábamos por encima del hombro, considerándola poco seria. No era como los libros de von Däniken y compañía, que nos parecían el colmo del rigor, y que la pérfida «ciencia oficial», a saber por qué oscura conspiración, no tomaba en serio. Creíamos que las pseudociencias (nosotros no las llamábamos así, obviamente) debían ganar respetabilidad y ser aceptadas. Que se las asociara con algo tan fantasioso como la ciencia ficción… En fin, era degradante.
Es curioso ese rechazo. Al fin y al cabo, de niño mi autor favorito fue Julio Verne. Leía y releía, mejor dicho, devoraba sus obras, y disfrutaba como un enano. Me transportaba a escenarios maravillosos, exóticos, y despertó en mí el interés por la ciencia, vista como algo positivo. Y a pesar de eso, tenía prejuicios contra la ciencia ficción «moderna». La edad del pavo, supongo. La verdad, si ahora dispusiera de una máquina del tiempo, regresaría para darme unas cuantas collejas a mí mismo (luego viajaría al futuro a enterarme del resultado de la quiniela de este fin de semana, pero no desvariemos). 🙂
Cosas de libreros, la ciencia ficción solía compartir estanterías con los ensayos ufológicos y parapsicológicos. Y cierto fatídico día, el título de una de esas novelas de ciencia ficción me chocó. Hacia el país del ángel eléctrico, de un tal William Rotsler, al cual no conocía de nada (supongo que tampoco les sonará a muchos de los que lean esto). En la portada (colección Edaf ciencia ficción), un demonio gigantesco transportado por tres naves miraba amenazante al lector. No me la compré, por supuesto. Todavía había clases.
Pero el libro seguía ahí, en la estantería, tentándome con ese título y esa portada, el puñetero. Resistí hasta el 10 de agosto de 1977 (en esa época tenía la manía de apuntar la fecha en los libros que compraba). Al final, sintiéndome culpable, claudiqué. 175 pesetas me costó la broma.
Lo leí. Me encantó. Lo releí. Un mundo fascinante se abrió ante mí: aventura, viaje al futuro, luchas religiosas, romance… Hacía tiempo que no me lo pasaba tan bien con un libro.
Estaba condenado. 🙂
Seguí leyendo ciencia ficción. Aprendí que había obras que aburrían a las ostras, pero otras eran simplemente magníficas, y despertaban el sentido de la maravilla. Descubrí a Asimov, Clarke, Niven, Vance, Dick, Lem, Heinlein y tantos otros. También a la revista Nueva Dimensión, a través de la cual conocí a Guillem Sánchez, con quien acabé escribiendo historias de ciencia ficción a dúo. Y aquí estamos…
¿Y mi afición por las pseudociencias? Agonizó y murió algo más tarde, durante mis días en la universidad. Allí descubrí que la ciencia, con su equilibrio entre sano escepticismo y sentido de la maravilla, es igualmente capaz de ilusionarnos y carece de rival a la hora de intentar explicar cómo funciona el universo.
La diferencia radica en la metodología. La ciencia es humilde; de ahí su fuerza. Puesto que somos conscientes de que el universo no funciona de acuerdo con nuestros deseos ni nos va a poner fácil el desentrañar sus secretos, seguimos un método que nos permite sortear trampas y evita que metamos la pata demasiado a menudo. Las pseudociencias carecen de ese método. Algunos de sus defensores se forran a base de vender libros y emitir programas de radio y TV, pero ésa es otra historia.
Hojeo de nuevo el viejo libro de Edaf CF. Hacía décadas que no lo tocaba, salvo para reordenar la biblioteca. Caray, sigue gustándome. Y vuelvo a quedar atrapado. 🙂