Pasados que no fueron: 2001: Una Odisea del Espacio

2001: A Space Odyssey (1968) es una de las mejores películas de CF jamás filmadas. Los años no han hecho más que confirmar su carácter de obra maestra. Aunque ha envejecido bien, el tiempo pasa y no en vano. El futuro imaginado en 1968 por Arthur C. Clarke y Stanley Kubrick resultó ser muy distinto al actual. La Historia es como es, no como nos gustaría que fuera. No hay grandes estaciones en forma de rueda orbitando nuestro planeta, ni los seres humanos han llegado a Júpiter; puestos ya, ni siquiera tenemos colonias en la Luna. Tanto la Unión Soviética como la compañía aérea Pan Am quebraron en 1991, la carrera espacial perdió fuelle después del éxito de las misiones ApoloSic transit gloria mundi.

En esta entrada no nos centraremos en el futuro que no fue, sino en el pasado que imaginaron Clarke y Kubrick; un pasado que, de acuerdo con los conocimientos científicos actuales, tampoco ocurrió.

ATENCIÓN: spoilers (si es que a estas alturas queda alguien que no sepa de qué va esta película). 🙂

Después del espectacular inicio con los tres astros y la famosa fanfarria de Así habló Zaratustra, de Richard Strauss, se nos presenta la primera parte, The Dawn of Man (El Amanecer del Hombre). Retrocedemos tres millones de años en el pasado, a la sabana africana. En menos de diez minutos, que para algunos figuran entre los mejores de la historia del cine, nos muestra el origen de nuestra estirpe. Acaba con la memorable secuencia donde un hueso arrojado al aire se convierte en una nave espacial, conectando así la tecnología actual con nuestra herencia simiesca.

Al principio, el grupo de homínidos del que descendemos no parece muy prometedor. En pocas palabras, son los monos más desgraciados de la sabana. Los leopardos se los comen, otros homínidos los echan del bebedero… Su debilidad resulta manifiesta; son débiles, con todos los números para extinguirse, como tantos otros callejones sin salida de la evolución. Pero entonces aparece un extraño monolito y hace algo en sus mentes. El comportamiento de nuestros antepasados cambia. Es una modificación muy sutil, que a la larga nos hará dependientes de la tecnología.

El monolito nos enseña a usar nuestras primeras herramientas: las armas. Nos impulsa a convertirnos en depredadores. Ahí, según 2001, radica la clave de nuestro éxito como especie. Homo sapiens, el primate asesino. Las demás especies no tenían nada que hacer. Al principio blande un simple hueso. Poca cosa, sí, pero la semilla está plantada. El resto es Historia.

Clarke y Kubrick no se inventaron esta teoría del mono cazador y armado para añadir dramatismo a la película. Si algo la caracteriza, es una solidísima base científica, y no sólo en los aspectos que conciernen a la Astronáutica; también a la evolución humana. El guion recogió las teorías paleontológicas que imperaban en 1968. En concreto, se ciñó con gran fidelidad a la hipótesis de la cultura ODK, logrando la proeza de resumirla perfectamente (si le quitamos la intervención extraterrestre, claro está) en escasos minutos. Veamos en qué consiste, y por qué hoy ya no es (tan) aceptada.

ODK corresponde a las siglas en inglés de osteodontoquerática. O sea, de hueso, diente y cuerno. La hipótesis fue propuesta por Raymond Dart, el descubridor del Niño de Taung, primer fósil de Australopithecus, del que hablamos en otra entrada. Tras estudiar diversos restos fósiles encontrados en Sudáfrica, Dart propuso que nuestros ancestros australopitecos se convirtieron en eficaces carnívoros depredadores que incluso practicaban el canibalismo. Y lo lograron porque empezaron a usar armas.

En algunas cuevas se acumulaban cráneos fósiles de papiones que mostraban unas peculiares fracturas. Unos cuantos cráneos de australopitecos, por cierto, también presentaban daños similares. Según Dart (1949), tenían que haber sido producidos por algún tipo de arma, como huesos largos o astas de antílopes, blandida por nuestros agresivos ancestros. La imagen del simio carnívoro y asesino, incluso fratricida, se abría paso en la ciencia, y de ahí a la cultura popular. Mientras que otra rama del árbol evolutivo humano, la de los parántropos, se decantaba por el vegetarianismo, la nuestra aprendió a cazar y se hizo carnívora. Estaba claro cuál triunfaría a la larga.

Durante la década de 1950, Dart realizó diversas publicaciones donde defendía su hipótesis ODK, que alcanzó bastante popularidad. Tanta, que fue recogida  por Clarke y Kubrick, con el brillante resultado que conocemos. Además, quedaba bien para una película; muy dramática, muy potente.

Sin embargo, otros científicos no estaban de acuerdo con ella, y proponían explicaciones alternativas a la acumulación de restos óseos con presuntas marcas de armas. Por ejemplo, el antropólogo Sherwood Washburn estudió detenidamente los hábitos depredadores de leones y otros carnívoros, como las hienas, y llegó a la conclusión de que éstas, sobre todo, eran las responsables de las marcas en los fósiles. Para él, los australopitecos no eran los cazadores, sino los cazados. De nuevo volvíamos a ser el último mono.

Así progresa la Ciencia. Como es habitual, surgió el debate entre defensores y detractores de la cultura ODK. Los estudios se acumularon, y el resultado fue a la larga beneficioso para la Paleontología y la Paleoecología. Gracias a eso conocemos mejor cómo funcionaban los ecosistemas africanos de hace millones de años, y cómo se relacionaban los animales que en ellos vivían y morían. También se logró una mejor comprensión de cómo se modificaban los restos óseos después de llevar millones de años enterrados en una cueva.

En suma, las pruebas tumbaron la hipótesis ODK. Los huesos aparentemente golpeados por armas fueron el resultado de la labor depredadora de las hienas y otros carnívoros, como los leopardos, así como de los procesos naturales de fosilización. Los australopitecos no fueron monos asesinos, precisamente. En aquella época las hienas mataban mejor, y nosotros éramos sus víctimas.

Algo ha de quedar claro: el paso a una dieta basada en la carne impulsó la evolución en nuestra rama del árbol de la vida. Digerir hierba y otros alimentos vegetales es complicado; de hecho, los herbívoros gastan gran parte de sus energías en esta tarea. Para ello necesitan unos tubos digestivos complejos, y el procesado del alimento lleva su tiempo. En cambio, la carne es más fácil de asimilar. A un carnívoro le bastan unos intestinos más cortos para funcionar de maravilla. Eso implica que la energía empleada en hacer una digestión pesada queda disponible para otros menesteres. Desarrollar un cerebro grande, por ejemplo.

Sin embargo, no hace falta ser un feroz cazador que mata las presas a porrazos para consumir proteínas de origen animal. Existe la posibilidad de alimentarse de carroña: aprovechar lo que otros depredadores desperdician, o comerse los cadáveres de animales que mueren por causas naturales.

Nuestros antepasados se hicieron carnívoros, sí, pero del tipo carroñero, no del cazador agresivo, como proponía Dart. Podemos imaginar a aquellos homínidos de la película paseando por la orilla de un lago, encontrándose la carcasa medio podrida de un hipopótamo y dándose el gran banquete a toda prisa, mientras defendían su tesoro de los chacales y otros depredadores menores, pero huyendo a todo correr si una manada de hienas se acercaba. Es una imagen más realista de lo que pudo ocurrir aunque, hay que reconocerlo, la hipótesis ODK que se muestra en 2001 queda mucho más épica. 🙂

Futuros que no fueron: Mercaderes del espacio

Mercaderes del espacio (The Space Merchants), de Frederik Pohl y Cyril M. Kornbluth, es una de las más conocidas novelas de ciencia ficción. Pese a los años que han transcurrido desde su publicación (apareció por entregas en 1952 y como libro en 1953), sigue siendo una de las mejores distopías jamás escritas. Es cruel, divertida e incisiva. Me ha supuesto un placer releerla, aunque sea rescatando de una estantería la vieja edición de Minotauro impresa en Buenos Aires (1973), con las páginas amarillentas, la tinta de alguna de ellas difícilmente legible y algún que otro vocablo que nos resulta chocante a quienes vivimos a este lado del Atlántico. 🙂

Mercaderes2

Mercaderes del espacio fue escrita hace seis décadas, pero eso no quita agudeza a la trama ni menoscaba la sátira a la sociedad de consumo. Eso sí, el tiempo no ha transcurrido en vano. Inevitablemente, la tecnología que Pohl y Kornbluth imaginaron para el futuro ha quedado obsoleta. Internet, la proliferación de dispositivos móviles o la fibra óptica estaban aún por descubrir. Lo que por aquel entonces parecía que iba a dominar el futuro, hoy está tan muerto como el pájaro dodo, o ha quedado relegado a lo marginal. Y no nos referimos sólo a la tecnología, sino también a las cosas de comer.

En el futuro distópico que nos presentan los autores, con un planeta superpoblado y los recursos naturales esquilmados, la gente tiene que alimentarse básicamente a partir de derivados de la soja, así como de proteína sintética. Esta última se fabrica en unos sitios llamados «plantaciones Clorela».

¿Clorela? ¿Qué demonios es eso?

ChlorellaChlorella sp.  (fuente: es.wikipedia.org)

Clorela es el nombre común de Chlorella, un género que incluye a varias especies de algas verdes unicelulares. Como es sabido, las plantas, las algas y las cianobacterias usan la energía solar, gracias a la fotosíntesis, para producir azúcares, unas moléculas que almacenan energía, la cual es empleada luego por los organismos para funcionar y fabricar otras biomoléculas. En Mercaderes del espacio, los productos de la fotosíntesis de la clorela, que se cultiva en enormes balsas, se emplean para obtener proteína sintética mediante un proceso que no comentaremos aquí (más que nada, para evitar spoilers al lector curioso).

Una de las partes más memorables de la novela tiene lugar cuando el protagonista, un alto cargo en una empresa de publicidad, va a parar a una plantación de clorela en Costa Rica. Allí podemos ver los entresijos de una industria encargada de alimentar a buena parte de la población mundial. Se trata de unos capítulos muy interesantes y divertidos, pero ¿por qué Pohl y Kornbluth escogieron precisamente a clorela como fuente de comida para la Humanidad futura, y no a otro organismo?

Situémonos a principios de la década de 1950. Hacía poco que había terminado una guerra mundial y, si bien había esperanzas en un futuro de progreso y prosperidad, muchos advertían del peligro que suponía la superpoblación. Se temía (y mucho) que los recursos entonces disponibles en el planeta fueran incapaces de alimentar a las próximas generaciones. Algunos pronosticaron terribles hambrunas; un sombrío panorama, en suma. Por tanto, era lógico que los científicos buscaran nuevas fuentes de alimentación para nutrir a una Humanidad cada vez más numerosa.

Spirulina_tabletsPastillas de Spirulina  (fuente: es.wikipedia.org)

Las microalgas resultaban prometedoras como recurso alimenticio. De hecho, algunas culturas las habían utilizado como fuente de alimentación. Por ejemplo, los aztecas consumían unas tortas hechas con Spirulina a las que denominaban tecuitlatl (hablando con propiedad, Spirulina no es un alga verde sino una cianobacteria, y las especies que comían los aztecas se incluyen ahora en el género Arthrospira, pero dejémoslo estar). Si los aztecas del lago de Texcoco y los africanos del lago Chad comían microalgas y les sentaban bien, ¿por qué no el resto de la Humanidad? Por tanto, los científicos buscaron alguna especie prometedora de microalga de crecimiento rápido y dieron con la clorela.

Más de uno pensó que se trataba de la solución a las hambrunas futuras: una eficiencia fotosintética notable, alta proporción de proteínas, vitaminas, posibilidad de producirla a bajo coste… La prensa se hizo eco de los estudios y ensayos sobre la clorela que se llevaban a cabo en importantes universidades y centros de investigación. La clorela se convirtió en la esperanza que permitiría que nuestros descendientes sobrevivieran a la explosión demográfica. No es extraño que Pohl y Kornbluth, sin duda bien informados sobre los descubrimientos científicos de su tiempo, eligieran la clorela para Mercaderes del espacio.

Bien… Si tan maravillosa y eficiente es la clorela, ¿dónde está hoy? ¿Por qué no es un alimento frecuente en nuestra mesa, como la soja o el maíz? ¿Qué ocurrió para que las esperanzas depositadas en esta microalga durante los años 1950 no se hicieran realidad?

Pues pasó como con tantos otros descubrimientos que aparecen en la prensa, son flor de un día y luego se desvanecen. Un organismo puede dar magníficos resultados en el laboratorio, pero cuando se plantea su producción en masa aparecen los problemas. No es lo mismo trabajar a pequeña escala, bajo condiciones controladas, que a gran escala, con el objetivo de obtener rendimiento económico.

La producción masiva de clorela resulta problemática. Requiere agua carbonatada, sombra, luz artificial… En suma, su cultivo es caro y complicado. Se trata de algo tan sencillo como esto: el éxito en el laboratorio no implica necesariamente éxito en el campo. A la larga, resultó más eficaz incrementar el rendimiento de los cultivos tradicionales mediante semillas mejoradas, nuevas técnicas agrícolas, lucha contra plagas y enfermedades, etc.

Por si te interesa, amigo internauta, puedes comprar clorela, spirulina y otras microalgas. Sin embargo, no se trata de alimentos primarios, como se concebía en la época en que se escribió Mercaderes del espacio. Hoy se comercializan como suplementos dietéticos y similares, y no son baratos, precisamente.

microalgasCultivo de microalgas en la Universidad de Almería (España)

En la actualidad se sigue investigando con microalgas, aunque los científicos se centran en sus posibilidades como productoras de biocombustible, más que como fuente primaria de hidratos de carbono.

En fin, clorela tuvo su momento de gloria, pero al final se convirtió en otro futuro que no fue, como esas ilustraciones de hace décadas de piratas espaciales que asaltaban naves armados con reglas de cálculo. Pero la obsolescencia tecnológica no quita un ápice de mérito a Mercaderes del espacio. ¿La clorela pasó de moda? Sí, de acuerdo, pero leamos la novela detenidamente. Superpoblación, agotamiento de recursos, monstruosa desigualdad social, la publicidad como moldeadora de voluntades, corporaciones que manipulan los gobiernos…

¿Andaban tan descaminados Pohl y Kornbluth en su visión del futuro?

Creannos: si Mercaderes del espacio es considerada una de las mejores novelas de ciencia ficción, por algo será… 🙂