En el siglo XIX, la ciencia se consideraba indispensable para el progreso y el bienestar social. Gozaba de buena imagen, pero esa percepción cambió en el siglo XX. La confianza en el progreso empezó a hundirse, igual que el Titanic en 1912. De hecho, este naufragio se convirtió en todo un símbolo. La ciencia y la tecnología no eran omnipotentes. Quizás estábamos pecando de exceso de confianza en las posibilidades de la ciencia y la tecnología.
La I Guerra Mundial supuso otro golpe a la confianza en la ciencia como motor de progreso. Los militares, con una concepción de la guerra todavía anclada en el XIX (grandes ofensivas a bayoneta calada, al estilo napoleónico…) se encontraron con que la tecnología (progreso en artillería, la ametralladora, gases tóxicos…) convirtió los frentes de batalla en una picadora de carne que degeneró en pudridero. Y no digamos la II Guerra Mundial, con el horror nuclear de Hiroshima y Nagasaki. La ciencia, ahora, asustaba.
El cine recogió esa desconfianza, ese miedo al progreso, ya desde las primeras décadas del siglo XX. Un progreso que, entre otras cosas, podía llevar a la deshumanización y a aumentar la brecha entre las clases sociales. Recordemos, por ejemplo, la película de ciencia ficción Metrópolis (1927).
Asimismo, la gran pantalla popularizó el cliché del científico loco; normalmente un hombre de raza blanca, pues por aquel entonces ni a las mujeres ni a otras razas se las consideraba lo bastante inteligentes como para hacer ciencia de alto nivel. Algunos empleaban sus conocimientos para adquirir poder (hasta que el bueno de la película frustraba sus planes y se llevaba a la chica). Incluso cuando no tenía ese afán de dominación, al científico loco le importaban bien poco las consecuencias de sus actos. Sólo quería saber más, salirse con la suya a cualquier precio. Nos viene a la mente la versión cinematográfica de 1931 de Frankenstein. Menudo estropicio organiza el doctor, con su manía de crear vida, sin pensar en los daños colaterales que su soberbia como científico podía generar…
Pero llegó la Guerra Fría, con el enfrentamiento entre los bloques capitalista y comunista, y la ciencia siguió viéndose como algo bueno. En aquella carrera entre dos maneras de entender el mundo, tanto capitalistas como comunistas apoyaban la investigación científica. El progreso económico y el industrial (y el bélico) dependían de los avances científicos. Pero lo importante era que la sociedad pensaba que la ciencia ayudaba a mejorar las condiciones de vida, a alcanzar una mayor comodidad.
Por tanto, los poderes públicos apoyaron la investigación científica, cuyo máximo exponente fue la carrera espacial. Hoy resulta casi impensable que un gobierno se anime a librar los fondos necesarios para llevar astronautas (o cosmonautas, o taikonautas) a la Luna. En la década de 1960, en cambio, con una tecnología más rudimentaria que la actual, se logró. Había una carrera entre EEUU y la URSS, y debía ganarse a cualquier precio. Fue una buena época para la ciencia, ensalzada por la propaganda y popularizada.
Pero había un problema: los científicos. Éstos, con su particular método de hacer preguntas a la naturaleza, podían ser problemáticos. Muchos eran insumisos; no aceptaban el principio de la autoridad, y cuestionaban todo aquello que les parecía cuestionable. A los poderes políticos, ideológicos y religiosos no les hacía gracia esa independencia. Por tanto, aunque la ciencia fuese útil, había que desprestigiar a los científicos, pararles los pies, ponerlos en su sitio. No se les podía permitir que alcanzaran demasiado poder. ¿Qué se habían creído?
El cine ayudó mucho a fomentar el desprestigio de los científicos. Sobre todo, el cine de ciencia ficción. Además del omnipresente científico loco, con su presunta incapacidad para asumir las consecuencias de sus actos, los cineastas pergeñaron películas donde quedaba claro que los científicos eran incapaces de lidiar con los problemas, pobrecillos, y debían dejar el paso a los militares, que ellos sí que sabían cómo actuar para salvar el día. Tenemos un ejemplo en la famosa película de ciencia ficción El enigma de otro mundo (1951).
Tiene narices la cosa, con perdón. En la vida real, son los militares o los políticos (que no suelen ser gente de ciencia) los que emplean los descubrimientos científicos y los avances tecnológicos sin saber lo que se traen entre manos ni las consecuencias de sus actos. No entienden cómo funciona la naturaleza, y así nos va… Por lo general, los científicos poseen más elementos de juicio con los que pronosticar lo que pueda ocurrir; para eso han recibido una formación académica. Pero la propaganda hizo que fueran vistos como los malos de la película, nunca mejor dicho.
La edad de oro del apoyo institucional a la ciencia empezó a declinar después de que se llegara a la Luna en 1969. Occidente había ganado la carrera más prestigiosa. El dinero podía gastarse en otras cosas. Pero la campaña paralela de desprestigio hacia la figura del científico no se detuvo. El cine (y en buena parte, el de ciencia ficción), a partir de la década de 1970, siguió siendo claramente anticientífico o, al menos, no mostraba la verdadera cara de la ciencia. Y así hasta hoy.
En la próxima entrada terminaremos estas reflexiones sobre cine, ciencia y CF, centrándonos en la actualidad. Para desdramatizar, puede ser interesante echar un vistazo a estos enlaces, donde se muestran, con humor, las diferencias entre la ciencia real y la peliculera: 🙂
real vs movie scientist
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