Ciencia, ignorancia y viejas películas de ciencia ficción (y III)

En una entrada anterior comentamos que el cine fue utilizado en determinado momento para menoscabar la figura del científico, pues éste, en muchas ocasiones, suele mostrar un espíritu crítico, hace preguntas incómodas, da respuestas que no agradan a los poderes establecidos, mete el dedo en la llaga… Pero incluso sin ese interés expreso en desprestigiar, el caso es que el cine (y por extensión, la TV, la prensa diaria y los videojuegos) casi nunca da una imagen adecuada de la ciencia y los científicos.

sabio_locoEl cliché del científico loco  (fuente: es.wikipedia.org)

La ciencia es la herramienta más eficaz que poseemos para obtener respuestas del mundo que nos rodea. Por desgracia (o por suerte), el universo es mucho más complejo de lo que podríamos llegar a imaginar y no funciona según nuestros deseos. Más aún; en ocasiones se comporta en contra del «sentido común»: es contraintuitivo. Por eso, los descubrimientos y conceptos científicos suelen requerir una explicación pausada para ser comprendidos. Asimismo, la labor del científico es, en su mayor parte, lenta, metódica y ordenada.

Tras observar detenidamente un determinado fenómeno, el científico elabora una hipótesis que puede explicarlo, pero para que sea aceptada por los colegas debe ser probada. Así, se diseñan experimentos y los resultados obtenidos pueden confirmar la hipótesis, o bien refutarla. Si la hipótesis resiste los experimentos y explica bien el fenómeno, puede acabar convirtiéndose en ley. Sin embargo, nunca será considerada una verdad absoluta. Quizá, tarde o temprano, algún hecho contradiga esa teoría, la cual tendrá que ser modificada o reemplazada por otra. Así progresa la ciencia.

Más aún: publicar un trabajo científico en una revista de postín tampoco es fácil. Debe pasar por una «revisión entre pares» (muchos de los cuales tienen el colmillo retorcido) y, algo esencial, debe indicar la metodología usada, para que cualquier otro científico pueda repetir el experimento (verificando o refutando así la teoría).

Por lo demás, salvo las excepciones que hay en cualquier otra profesión, los científicos suelen ser gente normal, con las mismas aficiones y preocupaciones que cualquier ciudadano. Un servidor de ustedes es científico (biólogo, concretamente), y puedo asegurarles que cuando nos reunimos varios colegas es más frecuente que hablemos de fútbol, política, cultura o el clima, como cualquier hijo de vecino, que… En fin, la idea que el cine da sobre los científicos suele estar a años luz de la realidad. 😦

Hasta cierto punto, es lógico. El cine, sobre todo el más taquillero, requiere espectacularidad, inmediatez, que el público no se duerma en la butaca o se largue de la sala a mitad de la sesión. Todo lo contrario que la vida cotidiana del científico. Una existencia más o menos tranquila, en muchos casos impartiendo clases en la universidad, o rellenando solicitudes de financiación para poder investigar… ¿Quién pagaría por ver algo así? Por eso, al cine de siempre le ha resultado mucho más atractiva la magia que la ciencia. La magia es algo inmediato; no como la ciencia, que requiere una larga serie de pasos intermedios para obtener fruto (y no siempre). En magia basta con un poco de entrenamiento para empezar a conseguir resultados tangibles. Asimismo, también es más asequible para el espectador. En vez de prolijas explicaciones, recurres a la fuerza, al mana, a poderes místicos, y todos contentos. El espectáculo puede continuar.

Uno de los motivos que hacen tan popular a la serie Star Wars es esa mezcla entre ciencia, tecnología y magia (porque lo de la Fuerza, a pesar del intento de explicación con los midiclorianos esos, es pura magia). Y esta última es la que queda como más importante y espectacular. No importa que para acabar con los enemigos, un drone armado con unos cuantos misiles Hellfire sea mucho más efectivo que una espada láser. Al público le gusta más esta última. La magia genera más simpatías que la tecnología.

La magia es poderosa, y un mago experto puede convertirse en una amenaza terrible. Éste es el argumento de muchos relatos y películas. El problema es que en el fondo todos sabemos que la magia y lo sobrenatural no existen. En cambio, la ciencia sí, y desde el siglo de las Luces ha ido adquiriendo cada vez más prestigio. De hecho, a mucha gente le fascina. No obstante, como puede ser complicada o aburrida para el gran público, los cineastas la han modificado. Dan una imagen falsa de ella, donde la ciencia parece magia y los científicos hechiceros. O, al menos, bichos raros.

Llegados a este punto, nos viene a la mente la tercera ley de Clarke: «Cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia». Sin embargo, no son lo mismo. En la ciencia importa mucho el camino a seguir, las relaciones entre causas y efectos, los pasos intermedios. Al cine, igual que al periodismo sensacionalista, le importa más el resultado, el titular espectacular, captar la atención.

Igual que el mago, el científico de ficción quiere jugar a ser dios. Emplea conocimientos arcanos y prohibidos para salirse con la suya, sin importarle las consecuencias. Carece de empatía; le da igual que la gente sufra, sea desgraciada o muera por culpa de sus investigaciones. Lo peor del caso es que ese cliché ha calado hondo en la sociedad, gracias a la influencia del cine fantástico y de CF. La imagen del sabio loco, carente de empatía, es la que mucha gente tiene en mente. Un ejemplo actual podemos verlo en el videojuego The Evil Within (y sus contenidos descargables). Aunque el encanto principal del juego reside en su atmósfera gore y la habilidad para esquivar a los diversos monstruos que quieren matar de forma horrible al personaje, merece la pena detenerse en algunas de las parrafadas que los «científicos» largan de vez en cuando. Nos muestran a unos individuos inhumanos, carentes de compasión, para los que el fin justifica los medios, cual crueles brujos diabólicos. Véase, por ejemplo, del minuto 5:00 al 7:30.

Qué ironía… Si nos paramos a pensarlo, las desgracias que aquejan al mundo actual no son obra de los científicos, sino en buena medida de políticos y dirigentes que habitualmente no son científicos y usan la ciencia y la tecnología sin comprender sus implicaciones ni pensar a largo plazo. Y así nos va. En muchos casos, los científicos están en el otro bando, denunciando los desastres que se cometen.

Pero volvamos al cine y la TV. Puesto que el trabajo cotidiano del científico puede ser tan tedioso como contemplar el proceso de secado de una pared recién pintada, el cine ha tratado de retocarlo para que el público se divierta. No hay que dejar que la realidad te estropee una buena historia. Eso ha producido unos cuantos clichés, que a todos nos serán familiares:

  • Desde niño, el científico es un bicho raro: una criatura inadaptada, incapaz de relacionarse con los demás de modo «normal», inmaduro emocionalmente, excéntrico… En el fondo, su papel queda reducido al de bufón para que, al compararlos con él, los protagonistas caigan más simpáticos al espectador, ya que son guapos, simpáticos, ligan más…
  • Ese comportamiento infantil continúa en la edad adulta. Cuando no se convierte en un malvado, el científico puede ser presentado como un excéntrico o como alguien un tanto ridículo. Aparte de El profesor chiflado, hay innumerables ejemplos. Seguro que a ti también te vienen a la mente unos cuantos, amigo internauta.
  • Los conocimientos adquiridos por el científico le permiten saber de todo. Más o menos, como los protagonistas de C.S.I., que lo mismo saben hacer una PCR (a velocidad de vértigo; en la vida real, se lleva su tiempo) que una cromatografía de gases, conocen al dedillo la anatomía humana, dominan la Botánica, la Entomología, saben disparar cualquier arma… En suma, alcanzan un nivel de omnisciencia equiparable al de algunos tertulianos radiofónicos. 🙂
  • Y podríamos seguir con más clichés y tópicos, pero preferimos dejarlo aquí, para no resultar demasiado prolijos. Por supuesto, hay notables excepciones: excelentes películas donde la ciencia es tratada con rigor (nada de ruidosas explosiones en el vacío, atentados flagrantes contra las leyes de Newton, etc.), pero lo dejaremos para otra ocasión.

Esperamos que estas reflexiones un tanto desordenadas sobre la percepción de la ciencia y su relación con el cine te hayan resultado amenas. Un libro interesante para profundizar en el tema, y sobre todo en el papel de los medios de comunicación en el desprestigio de lo científico, es La razón estrangulada, de Carlos Elías. El autor conoce bien el tema, ya que es químico a la vez que periodista. Un aviso: si eres de letras, este libro podría herir tu sensibilidad. Avisado quedas, amigo internauta. 😉

L-r_estrangulada

John William Polidori

John_PolidoriJohn William Polidori nació en Londres en 1795. Recibió una educación excelente y fue un alumno aplicado. A los 16 años empezó la carrera de medicina, se licenció a los 19 y un año más tarde se doctoró con una tesis sobre el sonambulismo.

Su auténtica pasión era la literatura, por eso aceptó de buen grado cuando un famoso poeta, Lord Byron, le propuso acompañarle como médico privado en un largo viaje por el continente. Sin embargo Byron se mostró desdeñoso con Polidori, de quien se burlaba con frecuencia. Mary Shelley también le despreciaba y denominaba “el pobre Polidori”.

En 1816 se produjo la famosa reunión de escritores de Villa Diodati, en un clima de desenfreno pasional y opio. Tras leer una antología de relatos alemanes de fantasmas, Lord Byron propuso a sus invitados escribir cada uno una historia de terror. Mary Shelley iniciaría así su obra Frankenstein, al tiempo que Polidori haría lo mismo con Ernestus Berchtold o el moderno Edipo.

Finalmente Polidori y Byron se enemistarían, despidiendo éste a su médico. Polidori se dedicó entonces a viajar, siendo detenido en Milán. Lord Byron le ayudó para que recuperase la libertad.

Regresó a Inglaterra en 1821 y se encontró con la sorpresa de que un relato suyo, El vampiro  (The Vampyre, 1819), había tenido un gran éxito. Pero su autoría era atribuida popularmente a Lord Byron y no a él, a pesar de que el poeta negaba ser el autor. Esta obra suya inauguró una moda y también una estética, la del aristócrata decadente, pero seductor, que debe saciar su sed de sangre. La misma figura del vampiro está inspirada en Lord Byron, hasta el punto que el personaje lleva por nombre Lord Ruthven, que era el apodo que una amante de Byron le daba a éste, y quizás el motivo de la confusión sobre la autoría del relato.

Bram Stoker, Sheridan Le Fanu, R. L. Stevenson y más modernamente Anne Rice han bebido de esta fuente para concebir a sus criaturas, y aunque es la única contribución a la literatura de su autor, ha bastado para hacerlo entrar en la historia por la puerta grande. Polidori también recibió influencias de una larga tradición, empezando por las supersticiones populares, el folklore, la poesía e incluso la música (ver nota 1).

Polidori se tomó tan en serio este relato que para documentarse leyó un libro de Agustín Dom Calmet titulado Tratado sobre los vampiros (Traité sur les apparitions des esprits et sur les vampires, 1746) (ver nota 2). Estos personajes ya eran populares por aquel entonces, y formaban parte de las creencias de numerosos pueblos.

El Vampiro influyó en muchos autores posteriores, convirtiéndose en un subgénero: Carmilla de Sheridan Le Fanu, El vampiro y La hermosa vampirizada de Alejandro Dumas, Olalla de Stevenson, El vampiro de Baudelaire, Berenice de Poe, La Familia de Vourdalak de Tolstoi y especialmente la famosa novela Drácula de Bram Stoker.

Sin saber cómo orientar su vida, y viendo que sus mejores obras se atribuían a Byron o no obtenían el reconocimiento del público, Polidori entró en un periodo de decadencia personal que le sumió en una profunda depresión. Finalmente decidió poner fin a su vida en 1821 y para ello ingirió ácido prúsico. Éste es un veneno que fue inventado por el alquimista Konrad Dippel, que sirvió a Mary Shelley como fuente de inspiración para crear al doctor Frankenstein.

Nota 1: Cronología vampírica

  • 1190    Walter Map: De Nagis Curialium.
  • 1196    William de Newburgh: Chronicles.
  • 1610    Leo Allatius: De Graecorum hodie quirundam opinationabus.
  • 1679    Phillip Rohr: De Masticatione Mortuorum.
  • 1744    Cardenal Giuseppe Davanzati: Dissertazione sopre I Vampiri.
  • 1746    Dom Augustin Calmet: Dissertations sur les Apparitions des Anges des Demons et des Espits, et sur les revenants, et Vampires de Hundrie, de boheme, de Moravic, et de Silesie.

Hasta esta fecha han dominado las supersticiones y los libros contra la brujería, pero a partir de esta época empieza a predominar la literatura como ficción que, conforme muere la creencia en los vampiros, pretende substituir esa creencia con una ficción que preserve la emoción de lo numinoso y lo terrorífico.

  • 1747    Goethe: La novia de Corinto.
  • 1800    Coleridge: Christabel.
  • 1800    Silvestro de Palma: I Vampiri (ópera estrenada en la Scala de Milán).
  • 1801    Robert Southey: Thalaba.
  • 1810    John Stagg: El Vampiro.
  • 1821    Polidori: El vampiro.
  • 1847    Tolstoi: La Familia del Vourdalak.
  • 1872    Le Fanu: Carmilla.
  • 1887    Stevenson: Olalla.
  • 1897    Stoker: Drácula.

 Nota 2 Muestra del interés que despertaba el tema, y de la credulidad que aún manifestaba mucha gente, es el fenómeno conocido como la controversia sobre el vampirismo del siglo XVIII, el cual se extendió durante una generación. El problema se vio agravado por las denuncias desde las aldeas de los considerados como ataques de vampiros, fruto de la superstición presente en las comunidades rurales. Se llegó a desenterrar los cadáveres para atravesarlos con estacas de madera. Aunque muchos sabios declararon que los vampiros no existían, y atribuyeron los hechos a la inhumación prematura o la enfermedad de la rabia, la superstición y la histeria colectiva aumentaba. Don Agustín Calmet, un teólogo francés muy respetado y erudito, escribió un ensayo en 1746, en el que se mantuvo ambiguo, cuando no favorable, acerca de la existencia de los vampiros. Calmet recogió testimonios de los accidentes que involucraban vampiros; muchos lectores, incluyendo a Voltaire, críticaron al sabio por considerar que avalaba la existencia de estos seres sobrenaturales. A raiz de la obra del reputado Calmet, Voltaire escribió en su Diccionario filosófico:

¿Es posible que haya vampiros en el siglo XVIII, después del reinado de Locke, de Saftersbury, de Trenchard y de Collins? Y en el reinado de D’Alembert, de Diderot, de Saint-Lambert y de Duclos, ¿se cree en la existencia de los vampiros, y el reverendo benedictino dom Agustín Calmet imprimió y reimprimió la historia de los vampiros, con la aprobación de la Sorbona? Los vampiros eran muertos que salían por la noche del cementerio para chupar la sangre a los vivos, ya en la garganta, ya en el vientre, y que después de chuparla se volvían al cementerio y se encerraban en sus fosas. Los vivos a quienes los vampiros chupaban la sangre se quedaban pálidos y se iban consumiendo, y los muertos que la habían chupado engordaban, les salían los colores y estaban completamente apetitosos. Era en Polonia, en Hungría, en Silesia, en Moravia, en Austria y en Lorena donde los muertos practicaban esa operación. Nadie oía hablar de vampiros en Londres ni en París. Confieso que en esas dos ciudades hubo agiotistas, mercaderes, gentes de negocios, que chuparon a la luz del día la sangre del pueblo; pero no estaban muertos, sino corrompidos. Esos verdaderos chupones no vivían en los cementerios, sino en magníficos palacios.

 Voltaire. Diccionario filosófico, 1764.

 http://www.e-torredebabel.com/Biblioteca/Voltaire/Diccionario-Filosofico-Voltaire.htm

También en L’Encyclopédie le dan un buen rapapolvo a Calmet:

Vampire ; c’est le nom qu’on a donné à de prétendus démons qui tirent pendant la nuit le sang des corps vivans, & le portent dans ces cadavres dont l’on voit sortir le sang par la bouche, le nez & les oreilles. Le P. Calmet a fait sur ce sujet un ouvrage absurde dont on ne l’auroit pas cru capable, mais qui sert à prouver combien l’esprit humain est porté à la superstition.” (Vampiro. Es el nombre que se les dio a supuestos demonios que se succionan durante la noche la sangre de cuerpos vivos y la llevan en estos cadáveres de los que se ve la sangre salir de la boca, la nariz y los oídos. El padre Calmet hizo sobre el tema una obra absurda de la cual no se le hubiera creído capaz, pero que sirve para demostrar hasta qué grado el espíritu humano se deja llevar por la superstición)

Diderot y d’Alembert. La Enciclopedia, 1751-1772.

 http://alembert.fr/

Cómo titular tu próximo Best Seller

Interrumpimos las reflexiones sobre cine de CF y ciencia (en unos días las concluiremos) para rebloguear esto, que nos ha hecho gracia. 🙂

Cerdo Venusiano

Algo extra:

¿Estás escribiendo un libro y no sabes como titularlo? La sencilla herramienta del cerdo venusiano te ayudará a elegir un título que atraerá a los lectores y te colocara en los estantes de las librerías. Sigue las sencillas instrucciones y tendrás un título que la crítica analizará sesudamente hasta el cansancio.

tablas

Si eres una autora feminista es preferible que conjugues tu título al femenino. Ejemplo:

Los ejércitos de los olvidados heroicos – Los ejércitos de las olvidadas heroicas

Recuerda que si pretendes escribir fantasía, terror o ciencia ficción, lo más recomendable es que reemplaces uno o más de tus nombres por iniciales. Ejemplo:

Salomón Andrés Pérez Sabrata – Salomón A. P. Sabrata.

Si pretende escribir un libro de crítica social recuerda incluir tu título en el nombre del autor así la gente creerá que eres una eminencia en el tema. Aunque todo te lo hayas inventado.

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Ciencia, ignorancia y viejas películas de ciencia ficción (II)

En el siglo XIX, la ciencia se consideraba indispensable para el progreso y el bienestar social. Gozaba de buena imagen, pero esa percepción cambió en el siglo XX. La confianza en el progreso empezó a hundirse, igual que el Titanic en 1912. De hecho, este naufragio se convirtió en todo un símbolo. La ciencia y la tecnología no eran omnipotentes. Quizás estábamos pecando de exceso de confianza en las posibilidades de la ciencia y la tecnología.

La I Guerra Mundial supuso otro golpe a la confianza en la ciencia como motor de progreso. Los militares, con una concepción de la guerra todavía anclada en el XIX (grandes ofensivas a bayoneta calada, al estilo napoleónico…) se encontraron con que la tecnología (progreso en artillería, la ametralladora, gases tóxicos…) convirtió los frentes de batalla en una picadora de carne que degeneró en pudridero. Y no digamos la II Guerra Mundial, con el horror nuclear de Hiroshima y Nagasaki. La ciencia, ahora, asustaba.

El cine recogió esa desconfianza, ese miedo al progreso, ya desde las primeras décadas del siglo XX. Un progreso que, entre otras cosas, podía llevar a la deshumanización y a aumentar la brecha entre las clases sociales. Recordemos, por ejemplo, la película de ciencia ficción Metrópolis (1927).

Asimismo, la gran pantalla popularizó el cliché del científico loco; normalmente un hombre de raza blanca, pues por aquel entonces ni a las mujeres ni a otras razas se las consideraba lo bastante inteligentes como para hacer ciencia de alto nivel. Algunos empleaban sus conocimientos para adquirir poder (hasta que el bueno de la película frustraba sus planes y se llevaba a la chica). Incluso cuando no tenía ese afán de dominación, al científico loco le importaban bien poco las consecuencias de sus actos. Sólo quería saber más, salirse con la suya a cualquier precio. Nos viene a la mente la versión cinematográfica de 1931 de Frankenstein. Menudo estropicio organiza el doctor, con su manía de crear vida, sin pensar en los daños colaterales que su soberbia como científico podía generar…

Pero llegó la Guerra Fría, con el enfrentamiento entre los bloques capitalista y comunista, y la ciencia siguió viéndose como algo bueno. En aquella carrera entre dos maneras de entender el mundo, tanto capitalistas como comunistas apoyaban la investigación científica. El progreso económico y el industrial (y el bélico) dependían de los avances científicos. Pero lo importante era que la sociedad pensaba que la ciencia ayudaba a mejorar las condiciones de vida, a alcanzar una mayor comodidad.

Por tanto, los poderes públicos apoyaron la investigación científica, cuyo máximo exponente fue la carrera espacial. Hoy resulta casi impensable que un gobierno se anime a librar los fondos necesarios para llevar astronautas (o cosmonautas, o taikonautas) a la Luna. En la década de 1960, en cambio, con una tecnología más rudimentaria que la actual, se logró. Había una carrera entre EEUU y la URSS, y debía ganarse a cualquier precio. Fue una buena época para la ciencia, ensalzada por la propaganda y popularizada.

Pero había un problema: los científicos. Éstos, con su particular método de hacer preguntas a la naturaleza, podían ser problemáticos. Muchos eran insumisos; no aceptaban el principio de la autoridad, y cuestionaban todo aquello que les parecía cuestionable. A los poderes políticos, ideológicos y religiosos no les hacía gracia esa independencia. Por tanto, aunque la ciencia fuese útil, había que desprestigiar a los científicos, pararles los pies, ponerlos en su sitio. No se les podía permitir que alcanzaran demasiado poder. ¿Qué se habían creído?

El cine ayudó mucho a fomentar el desprestigio de los científicos. Sobre todo, el cine de ciencia ficción. Además del omnipresente científico loco, con su presunta incapacidad para asumir las consecuencias de sus actos, los cineastas pergeñaron películas donde quedaba claro que los científicos eran incapaces de lidiar con los problemas, pobrecillos, y debían dejar el paso a los militares, que ellos sí que sabían cómo actuar para salvar el día. Tenemos un ejemplo en la famosa película de ciencia ficción El enigma de otro mundo (1951).

Tiene narices la cosa, con perdón. En la vida real, son los militares o los políticos (que no suelen ser gente de ciencia) los que emplean los descubrimientos científicos y los avances tecnológicos sin saber lo que se traen entre manos ni las consecuencias de sus actos. No entienden cómo funciona la naturaleza, y así nos va… Por lo general, los científicos poseen más elementos de juicio con los que pronosticar lo que pueda ocurrir; para eso han recibido una formación académica. Pero la propaganda hizo que fueran vistos como los malos de la película, nunca mejor dicho.

La edad de oro del apoyo institucional a la ciencia empezó a declinar después de que se llegara a la Luna en 1969. Occidente había ganado la carrera más prestigiosa. El dinero podía gastarse en otras cosas. Pero la campaña paralela de desprestigio hacia la figura del científico no se detuvo. El cine (y en buena parte, el de ciencia ficción), a partir de la década de 1970, siguió siendo claramente anticientífico o, al menos, no mostraba la verdadera cara de la ciencia. Y así hasta hoy.

En la próxima entrada terminaremos estas reflexiones sobre cine, ciencia y CF, centrándonos en la actualidad. Para desdramatizar, puede ser interesante echar un vistazo a estos enlaces, donde se muestran, con humor, las diferencias entre la ciencia real y la peliculera: 🙂

real vs movie scientist

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