Como cualquier actividad humana y pese a todas las precauciones, la ciencia también es víctima de errores y fraudes. Uno de los más conocidos es el del HOMBRE DE PILTDOWN. Sobre él se han vertido ríos de tinta y, en verdad, parece una historia de intriga policiaca.
Reconstrucción del cráneo del hombre de Piltdown (imagen: commons.wikimedia.org)
Sin entrar en detalles, los primeros restos de este supuesto antepasado nuestro (al que se le otorgó el nombre científico de Eoanthropus dawsonii) se descubrieron en Inglaterra en 1912. Los paleontólogos ingleses estaban de enhorabuena. Lo que parecía el famoso «eslabón perdido» de la evolución humana había sido hallado, por fin. Durante décadas, el hombre de Piltdown se aceptó sin demasiadas objeciones por buena parte de la comunidad científica. No obstante, otros paleontólogos pensaban que había algo raro en este fósil, e incluso llegaron a manifestarlo públicamente.
Más aún: en otras partes del mundo se fueron hallando fósiles que dejaban al hombre de Piltdown como una anomalía. Por ejemplo, en Sudáfrica se descubrió en 1924 el llamado «niño de Taung» (Australopithecus africanus), más antiguo y con un aspecto muy distinto. Cuando publicó este hallazgo, Raymond Dart señaló que el niño de Taung mostraba la transición entre simios y humanos. Los paleoantropólogos británicos no aceptaron esta conclusión. Ellos tenían al hombre de Piltdown, que parecía un candidato más idóneo. Y, salvo por unos pocos científicos, el niño de Taung quedó excluido de nuestro árbol genealógico. Hasta que al final, claro, la verdad se abrió paso.
Cráneo del niño de Taung (imagen: commons.wikimedia.org)
Pero el fraude del hombre de Piltdown persistió hasta 1953, nada menos, y eso que era bastante burdo: un cráneo humano con una mandíbula de orangután, manipulados para que encajaran y parecieran más antiguos de lo que eran. En cuanto permitieron estudiar los fósiles a científicos independientes, se vio que aquello era una auténtica chapuza. Aquí no entraremos en elucubraciones sobre quién o quiénes fueron los culpables o sus cómplices (se han llegado a señalar, con mayor o menor fundamento, a personajes tan notables como el padre Theilard de Chardin o el escritor Arthur Conan Doyle). La pregunta del millón es otra:
¿Por qué costó tanto aceptar un fósil auténtico como el de Taung, y se mantuvo durante todo ese tiempo el fraude de Piltdown?
Pues porque validaba prejuicios muy arraigados y satisfacía ciertos anhelos.
Ante todo, era un fósil inglés (y los paleontólogos ingleses estaban hartos de que otros países tuvieran un registro fósil más completo que el suyo). El hombre de Piltdown era motivo de orgullo patrio. En cambio, el niño de Taung venía de África, donde, según la mentalidad de la época, sólo había razas inferiores o atrasadas. Todo el mundo «sabía» que la Humanidad tuvo que originarse en Eurasia, cuna de las «razas superiores» (o sea, la blanca) y de la civilización. Bueno, seamos justos: lo de «todo el mundo» no es cierto. En el siglo XIX, Darwin creía que la cuna del género humano era África, más que nada porque allí habitan chimpancés y gorilas, los primates más similares a nosotros. Pero una suposición tan sensata como ésa se enfrentó al eurocentrismo reinante. ¿Cómo podían proceder nuestros ancestros de un continente tan atrasado como África?
Además, el hombre de Piltdown se ajustaba a otro prejuicio de los paleontólogos de entonces: poseía un gran cerebro y mandíbula simiesca. Por tanto, el cerebro era el motor de la evolución humana, lo primero que se desarrolló para separarnos de otros primates. Sin embargo, conforme se han ido descubriendo más fósiles, esta idea no se sostiene. El género Homo desciende de alguna especie de australopiteco, y el motor de su evolución, al menos al principio, no fue la posesión de un cerebro grande. Somos lo que somos gracias al desarrollo de la postura bípeda (que liberó en gran medida a nuestras manos) y el cambio de dieta (la carne se puede asimilar con un tubo digestivo más corto que el de un herbívoro; por tanto, el cuerpo puede desviar energía para fabricar cerebro en vez de barriga). El aumento de tamaño craneal vino después. Nuestros primeros antepasados se parecerían más a un chimpancé bípedo que a un mono cabezón. 🙂
En suma: los científicos son humanos, y en ocasiones usan los descubrimientos para confirmar y validar sus prejuicios. Por fortuna, la Ciencia posee mecanismos correctores y, tarde o temprano, los fraudes y errores acaban cayendo.